5

Una semana después encontramos el trineo. Fue Lindy quien lo encontró, una mañana a primera hora, en el último estante de un armario, y dio un grito que provocó que todos saliéramos de nuestras respectivas habitaciones para comprobar qué animal la había atacado. En lugar de eso, la encontramos señalando algo.

—¡Mirad!

Lo hice.

—Es un trineo.

—Ya lo sé. ¡Nunca he tenido uno! Solo los conocía por los libros.

Entonces empezó a saltar para alcanzarlo hasta que lo bajé del armario por ella. Ambos nos quedamos mirándolo. Era un trineo muy grande, hecho de madera ligera y pulida con patines metálicos apenas usados y con las palabras VOLADOR FLEXIBLE pintadas en uno de sus costados.

—Volador Flexible. ¡Bajar por una colina con esto debe de ser como volar!

Sonreí. En los días anteriores habíamos levantado entre los dos un ejército de muñecos de nieve («Gente de la nieve», los llamaba Lindy), y justo el día antes, me había levantado temprano para despejar de nieve una parte del estanque y así poder patinar sobre él. Lindy había bajado, horas más tarde, y me encontró aún con la pala en las manos. Despejar un estanque no era un trabajo sencillo. Pero valió la pena cuando Lindy exclamó:

—¡Patinar en un estanque! ¡Me siento como Jo March!

Comprendí inmediatamente a qué se refería, ya que hacía unas semanas me había obligado a leer Mujercitas pese a que era un libro para chicas.

Me quedé mirando el trineo, recordando. Mi padre lo había comprado cuando yo era pequeño; debía de tener unos cinco o seis años. Era un trineo grande, uno de esos en los que cabe más de una persona. Me había quedado paralizado en la cumbre de lo que me parecía una colina sin fin, aterrorizado por tener que bajar yo solo. Era un fin de semana, de modo que había otros chicos bajando por ella, aunque todos eran mayores que yo. Vi a otro padre con su hijo. El padre se instaló en el trineo, dejó que su hijo se sentara delante de él y le rodeó con sus brazos.

—¿Puedes bajar conmigo? —le había preguntado al mío.

—Kyle, no es para tanto. Esos chicos lo están haciendo.

—Pero son mayores. —Me había preguntado por qué me acompañaba si luego no quería subirse al trineo.

—Y tú eres mejor que ellos, más fuerte. Puedes hacer cualquier cosa que ellos hagan. —Mi padre empezó a empujar el trineo, y yo empecé a llorar. Los otros chicos nos miraban. Mi padre me dijo que lo hacían porque me estaba comportando como un mocoso, pero supe que no era por eso, sino porque sentían lástima de mí. Me negué a bajar la colina. Finalmente, papá le ofreció cinco dólares a uno de los chicos mayores para que bajara conmigo. Tras la primera vez, todo fue más fácil. Pero no había vuelto a subirme a un trineo desde hacía años.

Ahora le di unos golpecitos.

—Vístete. Vamos a probarlo ahora mismo.

—¿Me enseñarás a montar en él?

—Por supuesto. Nada podría hacerme más feliz. —Nada podría hacerme más feliz. Desde que estaba con Lindy, había empezado a hablar de otro modo, como alguien pretencioso, altanero, como los personajes de los libros que a ella tanto le gustaban, o como Will. ¡Pero era verdad! Nada podría hacerme más feliz que estar junto a Lindy en la cumbre de una colina nevada, ayudándola a instalarse en el trineo y quizá, si me dejaba, bajar con ella.

Llevaba puesta la bata rosa de chenille y se inclinó para pulir el patín del trineo con el cinturón.

—Vamos —le dije.

Una hora después estábamos en la cima de la misma colina a la que había ido con mi padre. Le enseñé a tumbarse boca abajo sobre el trineo.

—Esta es la forma más divertida.

—Y peligrosa.

—¿Quieres que baje contigo?

Contuve el aliento mientras esperaba su respuesta. Si decía que sí, si subía con ella al trineo, tendría que permitirme que la rodeara con mis brazos. Era el único modo de hacerlo.

—Sí. —Su aliento golpeó el aire formando una nube de condensación—. Por favor.

Volví a respirar.

—De acuerdo.

Empujé el trineo hasta la última superficie llana antes de que la colina empezara a descender y me senté en él. Le indiqué con un gesto que se colocara delante de mí. Le rodeé la cintura con mis brazos y esperé a ver si soltaba un grito. Pero no lo hizo. En lugar de eso, se pegó aún más contra mi cuerpo, y en aquel momento, pensé que casi podría besarla, que casi me lo permitiría.

Sin embargo, le dije:

—El que va delante es el que dirige.

Noté en la punta de la nariz la suavidad de su pelo, olí su champú y el perfume que se había puesto. A través de su chaqueta, pude sentir los latidos de su corazón. Me alegró saber que estaba viva, que era real, que estaba a mi lado.

—¿Preparada? —dije.

Su corazón empezó a latir más deprisa.

—Sí.

Cogí impulso con un pie y la sujeté con fuerza mientras nos deslizábamos colina abajo y reíamos con todas nuestras fuerzas.

Aquella noche encendí el fuego, una de las muchas cosas que había aprendido a hacer desde que era una bestia. Elegí unas cuantas ramas de pino y las corté para hacer leña. La coloqué sobre una base de papeles de periódico y después lo cubrí todo con un gran tronco. Prendí los papeles con una cerilla y observé como el fuego se elevaba. Me quedé un momento junto al fuego y después fui a sentarme junto a Lindy en el sofá. El día antes me habría sentado en otra silla. Pero ahora ya la había rodeado con mis brazos. Pese a todo, me senté a cierta distancia de ella y esperé a ver cuál era su reacción.

—Es muy hermoso —dijo—. Un paisaje nevado y un buen fuego. Antes de conocerte jamás me había sentado frente a un hogar.

—Especialmente para usted, milady.

Lindy sonrió.

—¿Dónde están Will y Magda?

—Estaban cansados y se han ido a la cama.

La verdad era que les había sugerido que se quedaran en sus respectivas habitaciones. Quería estar a solas con Lindy. Pensaba que, tal vez, aquella podría ser la noche.

—Mmm —dijo ella—. Qué silencio. Nunca había estado en un lugar tan silencioso. —Se dio la vuelta y se puso de rodillas sobre el sofá para mirar por la ventana—. Y está tan oscuro. Apuesto a que aquí pueden verse todas las estrellas. ¡Mira!

También me di la vuelta y me acerqué más a ella.

—Es muy bonito. Creo que podría vivir aquí para siempre sin echar de menos la ciudad. ¿Lindy?

—¿Mmm?

—Ya no me odias, ¿verdad?

—¿Tú qué crees? —dijo sin dejar de mirar las estrellas.

—Creo que no. ¿Pero te gustaría quedarte conmigo para siempre? —Contuve el aliento.

—En cierto modo, soy más feliz de lo que lo he sido nunca. Mi vida anterior era una lucha continua. Mi padre nunca se ha ocupado de mí. Desde que era pequeña hemos ido mal de dinero, y cuando me hice mayor, uno de mis profesores me dijo que era una chica inteligente y que si seguía estudiando podría dejar atrás aquella vida. Así que me esforcé y trabaje muy duro.

—Eres muy inteligente, Lindy. —Me resultaba muy difícil hablar y contener el aliento al mismo tiempo.

—Pero aquí, contigo, es la primera vez que he podido jugar.

Sonreí. El tronco en la chimenea empezó a arder. Buen trabajo.

—Entonces, ¿eres feliz? —le pregunté.

—Muchísimo. Pero…

—¿Pero qué? Si hay algo que desees, Lindy, lo único que tienes que hacer es pedírmelo y lo tendrás inmediatamente.

Tenía la vista perdida en algún punto distante.

—Mi padre. Estoy preocupada por él, por lo que pueda pasarle mientras yo no esté cerca. Está enfermo, Adrian, y yo era la que se ocupaba de él. Y le echo de menos. Sé que puede parecer algo estúpido echar de menos a alguien tan malvado, alguien que me abandonó sin pensárselo dos veces.

—No. Te entiendo. Tus padres siempre serán tus padres. Incluso si no piensan en ti, son lo único que tienes.

—Exacto. —Se alejó de la ventana y volvió a sentarse frente al fuego. Yo hice lo mismo—. Adrian, soy muy feliz aquí. Es solo que… si pudiera saber que está bien.

¿Todo aquello había sido un montaje? ¿Había sido amable conmigo porque quería conseguir algo a cambio? La recordé en el trineo, recostada sobre mi pecho. Todo no podía haber sido falso. Aun así, sentía cómo si me fuera a estallar la cabeza.

—Si pudiera verle un instante…

—¿Te quedarías conmigo?

—Sí. Es lo que quiero. Si pudiera…

—Puedes. Ahora vuelvo.

La dejé frente al fuego. La puerta principal no estaba cerrada con llave, y ella lo sabía. Podría desaparecer en la noche, y yo se lo hubiera permitido. Pero no lo haría. Había dicho que era feliz, que se quedaría conmigo si pudiera comprobar que su padre estaba bien. En cuanto le viera de fiesta con sus amigos drogadictos. Yo mismo había visto a mi padre por la televisión más veces de las que estaba dispuesto a admitir. Ella también tenía derecho a hacerlo.

Lindy seguía en el mismo lugar cuando regresé. Le entregué el espejo.

—¿Qué es esto? —Miró detenidamente el reverso de plata y después le dio la vuelta para contemplar su reflejo.

—Es mágico —le dije—. Está encantado. Al mirar en él, puedes ver a cualquier persona que desees, esté donde esté.

—Sí, claro.

—De verdad. —Cogí el espejo y lo sostuve en alto—. Quiero ver a Will.

En un instante la imagen pasó de mostrar mi rostro de bestia a mostrar el de Will. Estaba leyendo en su habitación, iluminada tan solo por la luz de la luna. Se lo devolví a Lindy. Esta lo miró detenidamente y soltó una risita tonta.

—¿Funciona de verdad? ¿Puedo pedirle que me muestre a la persona que quiera?

Cuando asentí, Lindy le dijo al espejo:

—Quiero ver… a Sloane Hagen. —Ante mi expresión sorprendida, añadió—: Es esa chica tan pija de mi escuela.

La imagen en el espejo cambió inmediatamente y mostró a Sloane, quien también estaba frente a un espejo, quitándose un grano. Era un grano enorme, y de él salió una masa grasosa y blanca.

—¡Ajj! —Me reí ante la imagen.

Lindy también se rio.

—Esto es muy divertido. ¿Puedo mirar a alguien más?

Empecé a decirle que sí, pero entonces recordé que había estado colada por mí. ¿Qué ocurriría si le pedía al espejo que le mostrara a Kyle Kingsbury? ¿Vería aquella misma habitación?

—Has dicho que querías ver a tu padre. Después podemos ver otras cosas. Incluso puedes ver al presidente. Una vez le vi en el baño de la Sala Oval.

—Guau, eres una amenaza para la seguridad nacional. —Volvió a entrarle un ataque de risa—. De acuerdo. Lo haremos más tarde. Pero antes… —Y miró fijamente el espejo—… quiero ver a mi padre.

Nuevamente, la imagen cambió, esta vez para mostrar una esquina de una calle, oscura y sucia. En el suelo estaba tendido un yonqui, completamente indistinguible de cualquier otro vagabundo sin techo de Nueva York. El espejo se acercó al hombre. Estaba tosiendo, temblando. Parecía enfermo.

—Oh, Dios. —Lindy estaba llorando—. ¿Qué le ha ocurrido? ¡Ha acabado así porque yo no he estado a su lado!

Lindy estaba sollozando. La rodeé con mis brazos pero me apartó de ella. Sabía por qué. Me culpaba. Era culpa mía, por obligarla a quedarse conmigo.

—Deberías ir con él —dije.

En cuanto dije aquello, quise que las palabras no hubieran salido nunca de mi boca. Pero ya era demasiado tarde. Hubiera dicho cualquier cosa para que dejara de llorar, para que no se enfadara conmigo. Incluso eso. Pese a todo, era lo que sentía.

—¿Ir con él? —Me miró a los ojos.

—Sí. Mañana a primera hora. Te daré dinero para que cojas el primer autobús.

—¿Irme? Pero… —Había dejado de llorar.

—No eres mi prisionera. No quiero que te quedes aquí porque eres mi prisionera. Quiero que te quedes porque… —Giré la cabeza y me quedé mirando el fuego. Ardía con fuerza, pero sabía que si lo abandonaba, acabaría por extinguirse—. Quiero que te vayas.

—¿Que me vaya?

—Ve con él. Es tu padre. Vuelve cuando quieras, si quieres… como mi amiga, no como mi prisionera. —Yo también estaba llorando, de modo que le hablé muy despacio, para que la voz no me traicionara. Lindy no podía ver las lágrimas en mi rostro animal—. No quiero que seas mi prisionera. Solo tenías que pedirme que te dejara marchar. Ahora ya lo has hecho.

—Pero ¿y qué harás tú?

Era una buena pregunta, aunque no tenía respuesta para aquello. Pero debía darle alguna.

—Estaré bien. Me quedaré aquí todo el invierno. Me gusta poder salir al exterior y que la gente no me mire fijamente. Y en primavera, volveré a la ciudad, a cuidar de mis flores. En abril. ¿Vendrás a verme?

Aún parecía confundida, pero tras un momento, dijo:

—Sí. Tienes razón. Nos veremos en primavera. Pero te echaré de menos, Adrian. Echaré de menos todo el tiempo que hemos pasado juntos. Estos meses… Eres el mejor amigo que he tenido.

Amigo. Aquella palabra me golpeó como el hacha que utilizaba para cortar la leña. Amigo. Era lo único que podía ser para ella. Sin embargo, hacía bien en dejar que se fuera. La amistad no me servía para romper el hechizo. Pese a todo, aquella amistad lo significaba todo para mí.

—Tienes que marcharte. Mañana llamaré a un taxi para que te lleve a la estación de autobuses. Estarás en casa por la noche. Pero, por favor… —Miré hacia otro lado.

—¿Qué ocurre, Adrian?

—No me pidas que mañana me despida de ti. Si bajo para decirte adiós, es posible que no deje que te vayas.

—No debería irme. —Contempló el agradable fuego y después volvió a mirarme—. Si hace que te sientas tan triste, no debería irme.

—No. He sido muy egoísta reteniéndote a mi lado. Debes ir con tu padre.

—No ha sido egoísta. Eres la persona que mejor me ha tratado. —Me cogió la mano, mi asquerosa mano en forma de garra. Me di cuenta de que tenía los ojos húmedos.

—Entonces sé buena conmigo y márchate cuanto antes. Es lo que quiero. —Retiré la mano de entre las suyas, suavemente.

Lindy me miró a los ojos, empezó a decir algo, asintió y salió corriendo de la habitación.

Cuando se hubo marchado, salí a exterior y caminé sobre la nieve. Solo llevaba puesto unos tejanos y una camiseta. La noche era muy gélida, tanto que el frío se me metió en los huesos en cuestión de segundos pese al pelaje que cubría mi cuerpo. No me importaba. Quería sentir el frío porque era el único modo de sentir algo, algo más que aquel súbito vacío, aquella soledad. Miré hacia arriba, esperando ver cómo se encendía la luz en la habitación de Lindy. Vislumbré su sombra contra las cortinas, moviéndose por la habitación. Su ventana era el único punto de luz en la negra y gélida noche. Miré aún más arriba en busca de la luna. Los árboles la ocultaban, pero vi algunas estrellas, estrellas con más estrellas detrás, y más tras estas, millones de estrellas, más de las que había visto en toda mi vida en Nueva York, más numerosas que las luces que poblaban la ciudad. No quería contemplar las estrellas. No podía soportar su belleza ni su gran número. Ansiaba la luna, la soledad de la luna. Finalmente, Lindy apagó la luz. Esperé hasta asegurarme de que estaba dormida. No podía ni imaginar lo que sería estar acostado a su lado. No deseaba seguir imaginando. Aparté los ojos de la ventana y hallé la luna tras un árbol. Me puse en cuclillas, eché la cabeza para atrás y lancé un aullido, aullé como la bestia que era, como la bestia que siempre sería.