Dos días más tarde, a las cuatro de la madrugada, esperaba en el primer piso mientras Magda despertaba a Lindy y la acompañaba hasta la puerta. Estaba completamente oscuro, y como no había nadie más, saqué la cabeza por la ventana. A mi alrededor, la Ciudad que Nunca Duerme dormía. Las calles estaban vacías. Durante la noche había nevado ligeramente y las aceras estaban inmaculadas. Ni siquiera vi a los camiones de la basura.
—¿Adónde vamos? —dijo Lindy cuando llegó a mi lado.
—Confía en mí. —Contuve el aliento esperando su respuesta. No tenía ninguna razón para confiar en mí. Había sido su secuestrador, su captor, aunque antes habría muerto que tocarle un solo pelo de su cabeza. Esperaba que, tras tres meses de vivir conmigo, al menos supiera ya eso.
—Sí —dijo, al parecer tan sorprendida por su respuesta como lo estaba yo.
—Vamos a un lugar genial. Creo que te encantará.
—¿Tengo que hacer las maletas?
—Tengo todo lo que necesitas.
Will llegó en aquel momento y yo acompañé a Lindy hasta la entrada de seguridad de la casa. La cogí por la muñeca, pero no ejercí presión alguna. Ya no era una prisionera. Si huía, dejaría que se marchara.
Pero no huyó. Mi corazón deseaba que fuera porque no quería hacerlo, pero tal vez no sabía que no la retendría. Me siguió hasta la limusina que nos estaba esperando.
La limusina había sido idea de mi padre. Después de hablar con Magda, le llamé al trabajo. Me había costado unos minutos dar con él, pero finalmente oí su famosa voz preñada de preocupación paternal.
—Kyle, estoy casi en el aire. —Eran las cinco y cuarto.
—Seré breve. Necesito tu ayuda. Me lo debes.
—¿Te lo debo?
—Eso he dicho. Me has tenido encerrado en Brooklyn más de un año, y no me he quejado. Tampoco he ido a la Fox con la historia del hijo monstruoso de Rob Kingsbury. Acéptalo, me lo debes.
—¿Qué quieres, Kyle?
Se lo expliqué. Cuando hube terminado, me dijo:
—¿Quieres decir que vives con una chica?
—No estamos liados.
—Piensa en las consecuencias.
Sabes qué, papá, cuando me encerraste con la sirvienta, perdiste el derecho a supervisar mi conducta.
Pero no se lo dije. Después de todo, quería algo de él.
—No pasa nada, papá. No le he hecho nada. Sé que quieres tanto como yo que consiga romper este hechizo. —Intenté pensar en lo que diría Will. Will era listo—. Por eso es muy importante que me ayudes en esto. Cuanto antes salga de esta, menos posibilidades de que alguien lo descubra.
Lo expuse todo desde su punto de vista porque así es como él lo vería.
—De acuerdo —dijo—. Veré qué puedo hacer. Ahora tengo que colgar.
Lo que hizo fue encargarse de todo: el lugar, el transporte, todo salvo encontrar a alguien que se ocupara de las rosas. Eso lo había hecho yo. Observé a Lindy mientras se quedaba adormilada con su cabeza colgando muy cerca de mi hombro. El vehículo cruzó el puente de Manhattan. Me sentía cómo alguien a quien le habían lanzado una cuerda en el borde de un precipicio. Existía una posibilidad de que aquello funcionara, pero si no era así, me precipitaría al vacío.
Aunque Lindy dormía, yo no pude hacerlo. Contemplé el tráfico de primera hora moviéndose a través de las menguantes luces de la ciudad. No hacía mucho frío. Al mediodía, la poca nieve que había caído se convertiría en una masa derretida, pero dentro de poco haría más frío y llegaría la Navidad y muchas otras cosas emocionantes. Magda y Will dormían al otro lado del asiento. El conductor había sufrido un ataque al ver a Piloto.
—Es un perro lazarillo —le explicó Will.
—¿Significa eso que no hará sus necesidades en los asientos?
Había contenido la risa. Me había vestido otra vez como un beduino, pero en cuanto el conductor elevó la pantalla que separaba la cabina del resto del vehículo, me deshice de mi disfraz. Acaricié el pelo de Lindy.
—¿Me vas a decir ya adónde vamos? —me preguntó en cuanto salimos del túnel de Holland.
Me sorprendió.
—No sabía que estabas despierta. —Aparté la mano de su cabello.
—No pasa nada. Era muy agradable.
¿Sabría que la amaba?
—¿Has visto alguna vez amanecer? —Señalé hacia el este, donde unos débiles rayos anaranjados pugnaban por superar los altos edificios.
—Qué hermoso —dijo Lindy—. ¿Nos vamos de la ciudad?
—Sí. —Sí, amor mío.
—Nunca he salido de la ciudad. ¿Puedes creerlo?
No volvió a preguntar adónde nos dirigíamos. Se limitó a acurrucarse con la cabeza apoyada en la almohada que había cogido para ella y volvió a quedarse dormida. La contemplé a la tenue luz del amanecer. Avanzábamos lentamente en dirección norte, pero, pese a todo, no iba a saltar del coche. No quería marcharse. Cuando llegamos al puente George Washington, yo también me quedé dormido.
Me desperté alrededor de las nueve. Circulábamos por la autopista norte. En la distancia distinguí unas montañas cubiertas de nieve. Lindy miró por la ventanilla.
—Siento mucho que no podamos detenernos a desayunar —le dije—. Pero podría iniciar una oleada de pánico. Magda ha traído un poco de pan y otras cosas.
Lindy negó con la cabeza.
—Mira esas colinas. Parece una película, Sonrisas y lágrimas.
—De hecho, son montañas, y vamos a acercarnos bastante más.
—¿En serio? ¿Seguimos en los Estados Unidos?
Me puse a reír.
—Aunque te cueste creerlo, estamos en Nueva York. Quiero enseñarte la nieve, Lindy, nieve de verdad, no esa masa pardusca de las aceras de la ciudad. Y en el lugar al que vamos, podremos salir al exterior y montar en trineo.
Lindy no dijo nada y continuó mirando las distantes montañas. A cada kilómetro, más o menos, veíamos una granja junto a la carretera, a veces con un caballo o unas cuantas vacas. Poco después, Lindy dijo:
—¿La gente vive en esas casas?
—Claro.
—Guau. Qué suerte tener todo ese espacio para pasear por los alrededores.
Sentí una punzada de remordimiento por haberla tenido encerrada todos aquellos meses. Quería compensarla.
—Será genial, Lindy.
Una hora más tarde, salimos de la Ruta 9 y nos detuvimos frente a una casa, la mejor casa del mundo, pensé, rodeada de pinos cubiertos de nieve.
—Aquí es.
—¿Qué?
—Aquí es donde nos quedaremos.
Lindy se quedó con la boca abierta ante el tejado nevado y las contraventanas rojas. Detrás de la casa había una colina que sabía que conducía a un lago congelado.
—¿Esto es tuyo? —dijo ella—. ¿Todo?
—De mi padre. Cuando era pequeño vinimos unas cuantas veces. Eso fue antes de que empezara a comportarse como si fueran a despedirlo si faltaba un solo día al trabajo. Después de eso, empecé a ir con amigos a esquiar durante las vacaciones de Navidad.
Me detuve en seco. No podía creer que hubiera mencionado lo de ir a esquiar con amigos. Las bestias no esquían. Las bestias no tenían amigos, y si los tenían, eso llevaba a otras preguntas, montones de preguntas. Fue muy extraño, ya que tuve la sensación de que podría contárselo todo, cosas que nunca le había dicho a nadie, ni siquiera a mí mismo. Aunque en realidad no podía decirle nada.
Sin embargo, Lindy no pareció darse cuenta. Ya estaba en el exterior, recorriendo el sendero recién despejado de nieve con su bata rosa y sus zapatillas peludas.
—Oh, ¿cómo puede alguien no querer volver a esta… esta maravilla?
Solté una carcajada y salí disparado del coche, dejando atrás a Will y Magda. Piloto parecía enloquecido, como si quisiera perseguir y ladrar a todos los copos de nieve.
—Lindy, no puedes quedarte aquí fuera con la bata. Hace mucho frío.
—¡Qué va!
—No lo notas porque en el coche se estaba caliente. Estamos bajo cero.
—¿De verdad? —Empezó a dar vueltas sobre sí misma, una mancha rosa sobre blanco—. Entonces supongo que sería una mala idea revolcarse por esta maravillosa y esponjosa nieve.
—Una idea muy mala. —Avancé con dificultad hacia ella. Yo no tenía frío, no era probable que me afectara. Mi espeso pelaje me protegía—. Maravilloso y esponjoso pueden convertirse fácilmente en frío y mojado, y si te pones enferma, no podremos jugar en el exterior. —Pero podría darte calor—. He traído ropa adecuada.
—¿Adecuada?
—Ropa interior larga. —Vi que el conductor se aproximaba con algunas maletas y me cubrí la cabeza con el disfraz. Señalé la maleta roja—. Esa es la tuya. La llevaré a tu habitación.
—Es enorme. ¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí?
—Si quieres, todo el invierno. No tenemos trabajos, ni escuela. Esta es una zona de vacaciones. Algunas personas vienen los fines de semana para esquiar, pero el resto del tiempo está desierto. Nadie me verá si salimos. Estoy a salvo.
Me miró durante un instante casi como si hubiese olvidado con quién estaba. ¿Podría ser verdad? Y entonces volvió a dar vueltas sobre sí misma.
—¡Oh, Adrian! ¡Todo el invierno! Mira esos carámbanos que cuelgan de los árboles. Son como joyas. —Se detuvo y recogió un puñado de nieve, formó una bola y me la lanzó.
—Ten cuidado. No empieces una batalla de nieve si no puedes ganarla —le dije.
—Oh, ya lo creo que puedo ganar.
—¿En bata?
—¿Me estás retando?
—Dejad eso para más tarde —dijo Will mientras acompañaba a Piloto hasta la casa—. Dejemos las maletas en su sitio, pongámonos ropa decente y después desayunemos algo.
Cogí la maleta de Lindy. ¿Ropa decente?, dijo Lindy articulando los labios.
Mi padre lo había preparado todo como le había indicado. La casa estaba limpia; la madera relucía y todo olía a desinfectante de pino. La chimenea estaba encendida.
—¡Qué calentito! —dijo Lindy.
—Oh, ¿tenía usted frío, señorita? —me burlé. Llevé la maleta a su habitación, lo que le hizo gritar un poco más y dar saltitos de alegría porque tenía su propio hogar y una colcha hecha a mano, por no hablar de la ventana en saliente con una vista del estanque.
—Es tan hermoso, y no vive nadie por aquí. No he visto a nadie en kilómetros a la redonda.
—Mmm. —¿Había estado buscando a alguien? ¿Un modo de huir?
Como si respondiera a mi pregunta no formulada, Lindy dijo:
—Aquí podría ser feliz para siempre.
—Quiero que seas feliz.
—Lo soy.
Después del desayuno, nos enfundamos las chaquetas y las botas y salimos al exterior.
—Le he dicho a Will que podemos estudiar los fines de semana —le dije—. Es cuando hay más gente por aquí. Bien, ¿estás lista para una batalla de bolas de nieve?
—Sí. ¿Pero antes podríamos hacer una cosa?
—Lo que quieras. Estoy a tu servicio.
—Nunca he tenido a alguien con quien hacer un muñeco de nieve. ¿Podrías enseñarme?
—Hace mucho tiempo que no hago uno —dije. Era cierto. Casi no podía recordar la época en la que había tenido amigos, si es que alguna vez los había tenido—. En primer lugar, debes hacer una bola pequeña. A continuación, y esta es la parte difícil, no debes lanzármela.
—De acuerdo. —Hizo una bola de nieve con sus manoplas—. ¡Ups! —Me golpeó con ella en la cabeza.
—Te he dicho que era la parte difícil.
—Tenías razón. Volveré a intentarlo. —Hizo otra… y me la lanzó—. Lo siento.
—Oh, acabas de declararme la guerra. —Cogí entre las manos un poco de nieve. No necesitaba manoplas, y mis garras eran perfectas para dar forma a la bola de nieve—. Soy el campeón mundial de las batallas de bolas de nieve. —Y se la lancé.
La batalla terminó por convertirse en una guerra en toda regla, que, por cierto, gané yo. Pero, finalmente, Lindy hizo una bola de nieve y me la entregó para que hiciéramos juntos el muñeco de nieve.
—Perfecto —dije—. Cuando termine el invierno seremos escultores de hielo experimentados.
Aunque lo que en realidad quería decirle era: te quiero.
—Entonces la haces rodar sobre la nieve para hacerla más grande —dije—. Y cuando tengas la bola más grande que puedas formar, eso será el cuerpo.
Lindy hizo lo que le dije. Tenía el rostro acalorado y sus ojos verdes relucían en contraste con la chaqueta verde que había elegido para ella.
—¿Así?
—Sí. Tienes que ir cambiando de dirección, porque si no acabará pareciéndose a un rollito de gelatina.
Siguió mis instrucciones y continuó haciendo girar la bola sobre la nieve, la cual nos llegaba a la altura de las rodillas. Cuando consiguió tener una bola del tamaño aproximado de una pelota de playa, la ayudé a continuar, hombro con hombro.
—Trabajamos bien en equipo —dijo ella.
Me reí entre dientes.
—Sí.
Cambiamos de dirección al mismo tiempo, hasta que finalmente la bola inferior quedó terminada.
—La parte central del muñeco es la más delicada —le dije—. Tiene que ser grande, pero también has de tener en cuenta que habrás de colocarla sobre la primera.
Hicimos el muñeco de nieve perfecto, y después hicimos otro, una muñeca de nieve, porque nadie debía estar solo. Le pedimos a Magda unas zanahorias y otras cosas y, mientras Lindy se dedicaba a la nariz, me dijo:
—¿Adrian?
—¿Sí?
—Gracias por traerme a este lugar.
—Era lo menos que podía hacer.
Aunque en realidad quería decirle: Quédate. No eres mi prisionera. Puedes marcharte cuando quieras, pero quédate porque me amas.
Aquella noche me fui a la cama sin cerrar con llave la puerta principal. No se lo dije a Lindy, pero supongo que se dio cuenta. Me acosté temprano. Tumbado en la cama, no pude evitar estar atento a sus pasos, consciente de que si se acercaban a la puerta, si oía cómo la abría, no iría tras ella. Si había de ser mía, lo sería por su propia iniciativa y no porque yo la obligara a serlo. Me quedé despierto, observando cómo pasaban los minutos en el reloj digital. Dieron las doce, la una. No oí pasos. Cuando el reloj llegó a las dos, salí al pasillo con el sigilo de un animal y me encaminé a su habitación. Alargué la mano hasta el pomo. No tenía ninguna excusa si me descubría.
Su puerta tenía cerradura, y esperaba encontrarla cerrada. Los primeros días en Brooklyn, Lindy había convertido en un gran espectáculo el hecho de encerrarse a cal y canto, por si acaso tenía la tentación de hacer lo que ella denominaba «aquello innombrable». Aunque últimamente había dejado de hacerlo, asumí que la puerta estaría cerrada.
Pero no lo estaba. El pomo no opuso resistencia y el corazón me bajó hasta el estómago porque sabía que si estaba abierta, significaba que Lindy se había marchado. Debía de haberse escabullido cuando me había quedado adormilado. Si abría la puerta, probablemente no la encontrara en su cama, y mi vida habría terminado.
Entré en la habitación, y en aquel lugar dominado por la nieve y donde no vivía ningún ser humano a muchos kilómetros a la redonda, escuché su respiración, suave como la propia nieve. Estaba dormida. Me quedé allí un momento, incapaz de moverme, deseando contemplarla. Seguía allí. Podría haberse marchado, pero no lo había hecho. Confiaba en ella, y ella confiaba en mí. Lindy se removió sobre la cama; me quedé paralizado. ¿Habría oído la puerta? ¿Los latidos de mi corazón? En cierto modo, quería que me viese, contemplándola. Tenía frío. Salí sin hacer ruido al pasillo y encontré el armario donde guardábamos las mantas. Elegí una y regresé a la habitación. La extendí para que la cubriera perfectamente. Lindy se acurrucó bajo ella. La observé durante mucho rato: la luz de la luna iluminaba su cabello carmesí, haciendo que brillara como el oro.
Volví a mi habitación y dormí como solo se puede dormir una noche fría en una cama caliente. Por la mañana, Lindy seguía en la casa. Salió de su habitación con la manta extra entre los brazos y una expresión confundida en el rostro, pero no dijo nada.
Desde aquella noche no volví a cerrar la puerta con llave. Cada noche me quedaba pensativo durante horas en la cama. Cada mañana Lindy aparecía a la hora del desayuno.