La habitación de Lindy estaba dos pisos por encima de la mía. Me sentía inquieto sabiendo que estaba allí, en la misma casa, dormida, sola. Por las noches, casi podía sentir su cuerpo deslizándose entre las frías sábanas blancas. Deseaba conocer todas las pecas doradas que poblaban su cuerpo. Pero ahora estaba inquieto. Mis sábanas estaban calientes, y de vez en cuando, húmedas y pegajosas por el sudor. Ansiaba tenerla a mi lado, en mi cama, mientras la imaginaba a ella en la suya. Me dormía pensando en ella, y despertaba empapado en sudor, con las sábanas enredadas entre mis piernas. Imaginaba lo que sería tenerla a ella enredada entre mi cuerpo. Deseaba tocarla. Había vislumbrado la suavidad de su piel el día que se probó el vestido, y, de algún modo, sabía que aquella suavidad compensaría mi aspereza.
—Ojalá pudiéramos ir juntos a la escuela —dijo Lindy un día cuando habíamos terminado de estudiar—. Creo que podrías ir a mi escuela, a la que solía ir.
Me di cuenta de que lo que en realidad estaba diciendo es que aún quería ir a la escuela, aunque también quería estar conmigo.
—¿Me gustaría? —Era la última hora de la tarde. Había abierto las contraventanas —completamente— y la luz bañaba su pelo, haciendo que pareciese dorado. Deseé poder tocarlo, pero no lo hice.
Lindy reflexionó sobre aquello.
—Probablemente no. Los chicos son todos ricos y estirados. Yo no acababa de encajar.
Yo sí que encajaba.
—¿Qué dirían tus amigos si me vieran allí?
—No tenía amigos. —Sonrió—. Pero estoy segura de que algunos padres de la APA protestarían.
Me reí al imaginarlo. Por supuesto, conocía perfectamente los padres a que se refería. Evidentemente, los míos no, pero había padres que asistían a todas las reuniones de la APA y se presentaban voluntarios para las actividades de la escuela y protestaban por todo. Se sentirían ofendidos. Ayudé a Lindy a recoger sus libros.
—Creo que en las reuniones de la APA dirían algo como: «¡No quiero a ninguna bestia en la clase de mi hijo! He pagado mucho dinero por esta escuela. No debería permitirse que entre la chusma».
Lindy estalló en carcajadas.
—Exacto. —Dejó los libros sobre la mesa y se dirigió al invernadero. Se había convertido en nuestra rutina diaria. En cuanto terminaba la sesión de tutoría, comíamos y después leíamos y discutíamos sobre lo que habíamos leído; deberes para dos personas que nunca salían de casa. A continuación, paseábamos por el invernadero y Lindy me ayudaba a regar y a hacer otras tareas.
—Ahora que hace más fresco, podríamos estudiar aquí —dije.
—Genial.
—¿Necesitas más flores? —Le preguntaba lo mismo todos los días. Si las flores de su habitación se habían marchitado, recogíamos unas cuantas más. Era el único regalo que podía hacerle, lo único que quería de mí. Le había ofrecido otras cosas, pero siempre las había rechazado.
—Sí, por favor. Si no vas a echarlas de menos.
—Las echaré de menos. Pero me alegra dártelas a ti, Lindy, tener a alguien a quien pueda regalárselas.
Lindy sonrió.
—Lo comprendo, Adrian. —Nos detuvimos frente a un rosal blanco—. Sé lo que se siente al estar solo. Yo he estado sola toda mi vida, hasta que… —Se detuvo.
—¿Hasta qué? —le pregunté.
—Nada. He olvidado lo que quería decir.
—De acuerdo —dije con una sonrisa—. ¿De qué color las quieres esta vez? Creo que la última vez eran rojas, pero las rojas no duran mucho, ¿verdad?
Lindy se agachó y cogió una rosa blanca entre los dedos.
—¿Sabes que estaba colada por un chico de la escuela?
—¿En serio? —Sus palabras se me clavaron como un picador de hielo, y me pregunté si sería alguien que conocía—. ¿Cómo era?
—Perfecto. —Se puso a reír—. El típico tío ante el que es imposible resistirse. Guapo, popular. Creo que también era listo, aunque tal vez solo lo creía porque quería que lo fuese. Me sentía un poco incómoda que pudiera gustarme alguien solo por su apariencia. Ya sabes a qué me refiero.
Aparté la cabeza para no ver mis garras animales junto a las rosas. Entre estas y sus recuerdos de aquel tío tan atractivo, empecé a sentirme más horrible de lo habitual.
—Es extraño —dijo ella—. La gente le da demasiada importancia al aspecto físico, pero, cuando hace tiempo que conoces a alguien, dejas de fijarte en eso, ¿no crees? Es simplemente su aspecto.
—¿En serio crees eso? —Me acerqué más a ella, al tiempo que imaginaba cómo sería recorrer su oreja con mi dedo de animal, oler su pelo—. ¿Cómo se llamaba ese tío?
—Kyle. Kyle Kingsbury. ¿No es un nombre increíble? Su padre es ese locutor tan famoso. A veces lo veo y me acuerdo de Kyle. Se parecen mucho.
Me crucé de brazos para controlar todos los sentimientos que me dominaban.
—¿Así que te gustaba ese tal Kyle porque era muy guapo y porque tenía un padre rico y un nombre increíble?
Lindy se puso a reír, como si se hubiera dado cuenta de lo superficial que sonaba todo aquello.
—Bueno, no era solo eso. Era un chico muy seguro de sí mismo, valiente. Todo lo contrario que yo. Hablaba con sinceridad. No sabía que yo existía, por supuesto, salvo una sola vez… aunque fue una tontería.
—No. Cuéntamelo. —Aunque ya sabía lo que iba a decir.
—Estaba ayudando en el baile, algo que odiaba profundamente. Me sentía estúpida y pobre, pero te… animaban a hacerlo si tenías una beca. Da igual, estaba allí con su novia, una chica completamente estúpida llamada Sloane Hagen. Recuerdo que le había comprado un ramo, una maravillosa rosa blanca. —Recorrió con la punta de los dedos las rosas que tenía delante—. Sloane se puso como loca porque no era una orquídea; supongo que pensaba que no era suficientemente cara. Pero recuerdo que pensé que si un chico como Kyle Kingsbury me regalara una rosa como aquella, sería la chica más feliz del mundo. Y justo cuando pensaba aquello, Kyle se acercó a mí y me la regaló.
—¿En serio? —Estaba a punto de asfixiarme.
Lindy asintió.
—Estoy segura de que para él fue un gesto insignificante, pero hasta entonces nadie me había regalado flores. Nunca. Me pasé la noche mirándola, el modo en que el cáliz se arrullaba sobre sí mismo para formar una especie de manita. Incluso tenía un pequeño vial de agua para prolongar su vida. Y el olor. En el metro, de camino a casa, la olí todo el rato, y después la guardé entre las páginas de un libro para poder recordar el momento para siempre.
—¿Aún la tienes?
Lindy asintió.
—Está arriba. La traje conmigo. El lunes siguiente, busqué a Kyle para darle las gracias de nuevo, pero no vino a la escuela. Se había puesto enfermo durante el fin de semana y se perdió el resto del curso. Después entró en un internado. No volví a verle.
Parecía muy triste, y comprendí que si me hubiera dado las gracias por haberle regalado aquella rosa vieja y rota me habría reído de ella. Me habría reído de ella en su propia cara. Por primera vez me alegré de no haber ido a la escuela aquel lunes. Kendra la había protegido de mí.
—¿Recogemos unas cuantas? —dije.
—Me encantan las rosas que me regalas, Adrian.
—¿De verdad?
Ella asintió.
—Nunca he tenido cosas hermosas. Aunque me entristece ver cómo mueren. Las rosas amarillas son las más resistentes, pero, aun así, viven muy poco.
—Por eso construí el invernadero, para tener rosas todo el año. Aquí nunca es invierno, aunque dentro de poco el suelo se cubrirá de nieve.
—Pero me gusta el invierno. Falta poco para Navidad. Echo de menos salir a la calle y jugar con la nieve.
—Lo siento, Lindy. Me gustaría poder darte todo lo que quisieras.
Y era verdad. Me había esforzado tanto para que todo fuera perfecto. Le había regalado rosas, había empezado a leer poesía. Lo único que tenía que hacer el guapo de Kyle Kingsbury para que ella le amara era pasear su belleza por el mundo. Si hubiera estado encerrada allí con él, si hubiera sabido que lo estaba, se habría sentido completamente feliz. Pero estaba encerrada conmigo y seguía pensando en él. Pese a todo, no deseaba convertirme en el chico que era antes, con todo lo que aquello implicaba, ni siquiera si hubiese podido. Viviría como mi padre, a quien solo le preocupaba el dinero y las apariencias. Hubiese sido infeliz pero no sabría por qué lo era.
Si no me hubiera transformado, jamás habría descubierto lo que me estaba perdiendo.
Ahora al menos lo sabía. Si debía vivir para siempre siendo una bestia, sería mejor persona de lo que lo había sido antes.
Saqué unas tijeras de un bolsillo, busqué la rosa blanca más perfecta y se la entregué. Quería dárselo todo, incluso su libertad.
Te quiero, pensé.
Pero no se lo dije. No es que tuviera miedo de que se riera en mi cara. Era demasiado educada para hacer algo así. Temía algo mucho peor: que no me respondiera lo mismo.
—No me amará nunca —le dije a Will un poco más tarde, en su habitación.
—¿Por qué dices eso? Hasta ahora todo va muy bien. Nos lo pasamos genial en clase, y puedo sentir la química que hay entre vosotros.
—Eso es porque estábamos en clase de química. Pero no me quiere. Ella quiere a un tipo normal, alguien que pueda pasear junto a ella por la nieve, alguien que pueda salir de casa. Soy un monstruo y ella quiere a alguien humano.
Will acarició a Piloto y le susurró algo al oído. El perro se acercó a mí.
—Adrian —dijo Will—, puedo asegurarte que eres más humano que mucha gente. Has cambiado muchísimo.
—Pero no es suficiente. No parezco humano. Si saliera a la calle, la gente gritaría al verme. La mayor parte de la gente te evalúa por tu apariencia. Es un hecho.
—No en mi mundo.
Le di unas palmaditas a Piloto.
—Me gusta tu mundo, Will, pero no está precisamente muy poblado. Voy a dejar que se marche.
—¿Y crees que eso es lo que ella quiere?
—Creo que nunca llegará a amarme, y…
—¿Qué?
—¿Sabes lo que es desear tocar a alguien con todas tus fuerzas y no poder hacerlo? Si nunca llegará a amarme, prefiero no seguir torturándome.
Will suspiró profundamente.
—¿Cuándo se lo dirás?
—No lo sé. —Un nudo en la garganta me impidió seguir hablando. Hubiese sido injusto por mi parte pedirle que siguiera visitándome. Probablemente lo hubiera hecho, pero solo sería por compasión. Había tenido una oportunidad de que se enamorara de mí y había fracasado—. Pero pronto.
—Voy a dejar que se marche —le dije a Kendra a través del espejo.
—¿Cómo? ¿Estás loco?
—No. Dejaré que se vaya.
—Pero ¿por qué?
—No es justo retenerla como si fuera una prisionera. No ha hecho nada malo. Tiene derecho a ser libre para hacer lo que desee, para tener su propia vida, para caminar por la estúpida y apestosa nieve. —Me acordé de un póster que tenía una chica que había conocido en su habitación, una fotografía de una mariposa con la frase SI AMAS ALGO, DEJA QUE SEA LIBRE. ¿Es necesario que diga que me pareció de lo más cursi?
—¿Nieve? —dijo Kendra—. Podrías echar abajo el invernadero y tendrías toda la que quisieras.
—Ya lo sé. Pero Lindy echa de menos el mundo real.
—Es tu vida, Kyle. Es más importante que…
—No soy Kyle. Me llamo Adrian. Y nada es más importante para mí que lo que ella desea. Lo haré esta noche, en la cena.
Kendra parecía preocupada.
—Eso significa que no podrás romper el hechizo.
—Lo sé. De todos modos, no lo iba a conseguir.
Aquella noche dediqué más tiempo del habitual a cepillarme el pelo y asearme para la cena. Oí cómo Magda me llamaba, pero me entretuve un poco más. No quería cenar aquella noche porque podía ser la última. Confiaba en que Lindy no se marchara inmediatamente y se quedara hasta la mañana siguiente, o mejor aún, que se tomara unos días para hacer las maletas y recoger los libros, los perfumes y todo lo que le había comprado. ¿Qué haría si se marchaba sin todo aquello? Solo serviría para que la recordara, como si hubiera muerto.
Aunque, evidentemente, lo que esperaba de verdad era que dijera algo como: «Oh, no, Adrian. No podría marcharme nunca. Te amo demasiado. Pero ha sido un detalle tan dulce y desinteresado que creo que voy a besarte». Y entonces nos besaríamos y el hechizo se rompería y viviríamos juntos para siempre. Aquello es lo que realmente quería: estar con ella para siempre.
Aunque no podía contar con eso.
—¡Adrian! —Magda estaba aporreando mi puerta. Llegaba cinco minutos tarde.
—Adelante.
Magda entró como una exhalación.
—Adrian, tengo una idea. —Intenté sonreír—. No tienes que dejarla ir. Ya sé cómo puedes lograr que se sienta más libre, que consiga todo lo que quiere.
—No puedo salir a la calle. —Recordé a la chica de la fiesta de Halloween—. Es imposible.
—No aquí —dijo ella—. Escúchame, se me ha ocurrido algo.
—Magda, no.
—La quieres, ¿verdad?
—Sí, pero es inútil.
—La chica también necesita que la quieran. Lo sé. —Hizo un gesto para que me sentara en una silla que había junto a la puerta—. Por una vez, escúchame.