2

Cada vez hacía más frío, más humedad, y, cada día que pasaba, podía hablar con Lindy sin preocuparme por cada una de las palabras que decía. Cierto día, después de nuestra sesión de tutoría, Lindy dijo:

—¿Qué hay en el quinto piso?

—¿Eh? —La había oído, pero quería ganar un poco de tiempo para pensar en una respuesta. No había vuelto a subir al quinto piso desde su llegada. Para mí, el quinto piso estaba relacionado con la desesperanza, con sentarse junto a la ventana y leer Nuestra Señora de París y sentirme tan solo como Cuasimodo. No quería volver a subir.

—El quinto piso —dijo Lindy—. Tú ocupas el primero, la cocina y el salón están en el segundo, yo en el tercero y Will y Magda, en el cuarto. Pero el día que llegué, vi cinco pisos con ventanas.

Ya estaba preparado.

—Oh, nada. Cajas viejas y cosas así.

—Guau, eso suena emocionante. ¿Podemos echar una ojeada? —Lindy se dirigió a las escaleras.

—Solo son cajas. ¿Qué tienen de interesantes? Empezarás a estornudar.

—¿Sabes qué hay dentro de las cajas? —Cuando negué con la cabeza, ella dijo—: Eso es lo que es emocionante. Podríamos encontrar un tesoro escondido.

—¿En Brooklyn?

—Vale, tal vez no un tesoro de verdad, pero sí otro tipo de tesoro: viejas cartas y fotografías.

—Es decir, basura.

—No hace falta que vengas. Puedo inspeccionarlo yo sola si no te interesa.

Pero la acompañé. Aunque con solo pensar en el quinto piso se me formara un nudo en el estómago que parecía compuesto de carne en descomposición, la acompañé porque quería pasar más tiempo con ella.

—Oh, mira esto. Hay un sofá junto a la ventana.

—Sí, mola mucho sentarse ahí y ver a la gente pasar por la calle. Quiero decir que debía de serlo para la gente que vivía aquí.

Lindy se sentó de un saltito en el marco de la ventana, mi marco de la ventana. Sentí una punzada en el estómago. Tal vez ella también echaba de menos salir a la calle.

—Oh, tienes razón. Desde aquí se ve hasta la estación de metro. ¿Qué estación es?

Pero yo estaba hablando.

—Puedes ver a la gente que va desde la estación a su trabajo y cómo regresa por la tarde. —Cuando me miró, dije—: Aunque yo no lo he hecho nunca.

—Yo lo haría. Apuesto a que la gente que vivía aquí lo hacía continuamente. Puedes ver un montón de vidas desde aquí arriba.

Se inclinó hacia delante para mirar hacia la calle. Yo la observé a ella, el modo en que su cola pelirroja descendía por su espalda, dorada al sol del atardecer, las pecas en su tez pálida. ¿Cómo funcionaban las pecas? ¿Te salían todas de golpe o poco a poco? Por último, me fijé en sus ojos, gris pálido, enmarcados por unas pestañas blanquecinas. Eran unos ojos que transmitían bondad, pero ¿serían lo suficientemente bondadosos como para ver más allá de mi monstruosidad?

—¿Y las cajas? —dije señalando las pilas que había en un rincón.

—Oh, es verdad. —Pero parecía decepcionada.

—La ventana es más interesante a partir de las cinco, cuando la gente empieza a salir del trabajo. —Lindy me miró—. Bueno, puede que me haya sentado ahí… una o dos veces.

—Oh, ya veo.

La primera caja que abrimos estaba llena de libros, y aunque Lindy tenía todos los que podría desear, se puso como loca.

—¡Mira! ¡La princesita! ¡Era mi preferido en quinto curso! —Me puse a su lado para observarlo bien. ¿Por qué las chicas se emocionarían tanto con tonterías como aquella?

El siguiente grito de Lindy fue aún más sonoro. Corrí a su lado para asegurarme de que no se hubiera hecho daño, pero entonces exclamó:

¡Jane Eyre! ¡Es mi favorito de todos los tiempos!

Recordé que lo había estado leyendo la primera vez que la observé a través del espejo.

—Tienes muchos favoritos. ¿No lo tienes ya?

—Sí. Pero mira esta edición.

Cogí el libro de entre sus manos. Olía más o menos cómo huele el metro. Era una edición de 1943 y tenía esas ilustraciones casi completamente negras que ocupaban toda la página. Lo abrí por una ilustración en la que aparecía una pareja montándoselo.

—Nunca había visto un libro para adultos con ilustraciones. Mola.

Me lo arrebató de las manos.

—Adoro este libro. Me encanta porque dice que si dos personas están predestinadas a estar juntas, lo estarán, incluso si algo los separa. Que la magia existe.

Pensé en cómo nos habíamos conocido en el baile, cómo la había observado a través del espejo y cómo ahora estaba allí, conmigo. ¿Era magia aquello? ¿La magia de Kendra? ¿O simplemente era suerte? Sabía que la magia existía. Lo que no sabía era si podía servir para algo bueno.

—¿Crees en eso? —le dije—. ¿En la magia y esas cosas?

Su rostro se ensombreció, como si estuviera pensando en otra cosa.

—No lo sé.

Volví a mirar el libro.

—Me gustan las ilustraciones.

—¿No capturan el libro a la perfección?

—No lo sé. No lo he leído. ¿No es un libro para chicas?

—¿Que nunca lo has leído? ¿En serio? —Supe lo que vendría a continuación—. Bueno pues tienes que leerlo. Es el libro más maravilloso del mundo, una historia de amor. Lo leía cada vez que nos cortaban la luz. Es el libro perfecto para leer a la luz de las velas.

—¿Cómo que os cortaban la luz?

Lindy se encogió de hombros.

—Supongo que nos pasaba más a menudo de lo normal. A veces mi padre necesitaba el dinero para otras cosas.

Cosas como meterse algo por la nariz o en las venas. Debía de tener sus prioridades. Volví a pensar en lo parecidos que éramos Lindy y yo. Y en lo parecidos que eran nuestros padres; para el mío, la droga era su trabajo.

Lindy me pasó el libro. Supe que me pasaría la noche en vela leyéndolo.

Finalmente, nos pusimos con el resto de las cajas. La segunda estaba llena de álbumes y recortes, todos ellos sobre una actriz llamada Ida Dunleavy. Extraje de la caja un cartel: Ida Dunleavy como Portia en El mercader de Venecia. Ida Dunleavy en La escuela del escándalo.

También había algunas críticas.

—Escucha esto —dijo Lindy—. «Ida Dunleavy será recordada como una de las mejores actrices teatrales de nuestro tiempo».

—Pues parece que no. Nunca había oído hablar de ella. —Miré la fecha del recorte: 1924.

—Mira qué guapa era. —Lindy me mostró otro recorte con una instantánea de una hermosa mujer de pelo oscuro y con un vestido pasado de moda.

Los siguientes recortes describían una boda. «La actriz Ida Dunleavy se casa con el prominente banquero Stanford Williams».

Entonces, los recortes sobre obras de teatro y actuaciones daban paso a las noticias relativas a diversos niños. Eugene Dunleavy Williams, nacido en 1927, Wilbur Stanford Williams en 1929. Las páginas estaban llenas de elaboradas anotaciones, escritura pomposa y mechones de cabello rubio.

En un recorte de 1930 se podía leer: «El banquero Stanford Williams se quita la vida».

—Se suicidó —dijo Lindy mientras leía—. Saltó por una ventana. Pobre Ida.

—Debió de ser uno de esos tipos que lo perdió todo en el crack del 29.

—¿Crees que vivían aquí? —Lindy pasó los dedos por el papel amarillento.

—Tal vez sus hijos o nietos.

—Qué triste. —Y siguió hojeando el resto del álbum. Había unos artículos más sobre Stanford, una fotografía de dos niños pequeños de unos tres o cuatro años, y después nada más. Lindy dejó a un lado el álbum y buscó más abajo. Sacó una caja, la abrió y apartó varias hojas de papel de seda que se convirtieron en polvo entre sus manos. Finalmente, extrajo de la caja un vestido de satén verde, a medio camino entre el color de la menta y el del dinero.

—¡Mira! Es el vestido que Ida llevaba en la foto. —Lo sujetó delante de ella como si se lo estuviera probando.

Parecía ser de su talla.

—Deberías probártelo.

—Oh, no creo que me quede bien. —Pero me di cuenta de que continuó sujetándolo, recorriendo con los dedos el lazo amarillento que ceñía el talle. Algunos abalorios colgaban solo de un hilo, pero, aparte de eso, parecía estar en buen estado.

—Pruébatelo —dije—. Puedes ir al piso de abajo si te da vergüenza hacerlo delante de mí.

—No es eso. —Pero levantó el vestido y se dio la vuelta con él entre los brazos. Desapareció escaleras abajo.

Me acerqué al baúl. Quería encontrar algo interesante para mostrarle cuando regresara. En una sombrerera encontré un sombrero de copa. Me lo probé pero no encajaba en mi cabeza de animal. Lo oculté tras el sofá. También había un par de guantes y una bufanda que, aunque un poco justos, me quedaban bastante bien. Stanford debió de ser un hombre con unas manos muy grandes. Abrí otra caja y descubrí un viejo gramófono y unos cuantos discos. Estaba a punto de sacarlos de la caja cuando regresó Lindy.

Tenía razón. El vestido le sentaba como si lo hubieran confeccionado especialmente para su cuerpo… su cuerpo. Había dado por supuesto que no era nada del otro mundo porque siempre lo ocultaba bajo sudaderas y tejanos anchos. Pero ahora que el satén y los lazos envolvían cada una de sus curvas, no podía apartar la vista de él. Y sus ojos, que hasta entonces había creído que eran grises, ahora parecían tan verdes como el vestido. Tal vez se debía al escaso contacto que había tenido recientemente con chicas de mi edad, pero estaba impresionante. ¿Ella también se había transformado, como yo? ¿O siempre había sido así pero yo no me había fijado?

—Deshazte la coleta —dije sin pensarlo. ¿Era lo apropiado?

Lindy hizo una mueca pero me obedeció. Se soltó el pelo y este cayó sobre sus hombros como una cascada de fuego.

La miré detenidamente.

—¡Dios! Qué hermosa eres, Lindy —dije en un susurro.

Ella se puso a reír.

—Oh, claro. Crees que soy hermosa porque… —Se detuvo.

—¿Porque yo soy feo? —terminé la frase por ella.

—No iba a decir eso. —Pero se había sonrojado.

—No temas herir mis sentimientos. Sé que soy feo. ¿Cómo no iba a serlo?

—De verdad, no iba a decir eso. Iba a decir que crees que soy hermosa porque no conoces a otras chicas, a otras más hermosas que yo.

—Eres hermosa —repetí, imaginando qué sentiría si pudiera tocarla, recorrer con mis manos el frío y resbaladizo satén y sentir la calidez de su cuerpo bajo la tela. Tenía que dejar de pensar en aquellas cosas. Debía mantener el control. Si descubría lo mucho que la deseaba, puede que se sintiera incómoda. Le ofrecí un espejo, el espejo. Y mientras ella examinaba su reflejo, yo la observé en secreto, deteniéndome en el modo en que su melena pelirroja serpenteaba a la altura de su cintura. También se había maquillado, pintalabios color cereza y colorete rosa. Nunca lo había hecho hasta entonces. Pero comprendí que no era por mí, sino por el vestido.

—Encontré un viejo gramófono en una caja —dije—. Deberíamos ver si funciona.

—¿De veras? Genial —dijo, aplaudiendo.

Le mostré el viejo tocadiscos. La etiqueta en el pequeño y grueso disco indicaba que la pieza que contenía era «El Danubio azul».

—Creo que esto va así. —Coloqué la aguja sobre el disco—. Y entonces damos vueltas a la manivela. —Pero cuando lo hice, no salió ningún sonido.

Aunque Lindy parecía decepcionada, se puso a reír.

—De todas formas no sé bailar el vals.

—Yo sí. Mi ami… —Me detuve. Había estado a punto de decir que mi amigo Trey me había arrastrado a una clase de baile a la que su madre le había obligado a asistir en su club de campo cuando teníamos once años. Pero me contuve a tiempo—. Una vez vi una clase de baile por la tele. Puedo enseñarte. Es muy fácil.

—Fácil para ti.

—Y para ti también. —Saqué los guantes y la bufanda de la caja. Deseaba tocarla, pero no quería repugnarla con mis abominables garras. Alargué una mano enguantada.

—¿Me concede este baile?

Ella se encogió de hombros.

—¿Qué hago?

—Coge mi mano.

Lo hizo. Durante un segundo, me quedé paralizado.

—¿Y la otra? —dijo de pronto.

—Mmm, en el hombro. Y la mía… —La deslicé por su cintura, mirando por la ventana mientras lo hacía—. Y ahora limítate a copiar lo que hago. —Le enseñé los pasos más sencillos del vals—. Adelante, de lado, juntos.

Lindy lo intentó pero no le salió bien.

—Aquí. —La acerqué a mí más de lo recomendable, de modo que sus piernas quedaron entre las mías. Noté que todos los nervios, todos los músculos de mi cuerpo se tensaban, y confié en que no percibiera lo acelerado que me latía el corazón. Aun así, la guie durante un rato y, tras varios intentos, memorizó los pasos.

—No hay música —dijo ella.

—Sí hay. —Empecé a tararear «El Danubio Azul» y me deslicé con ella en brazos, alejándonos de las cajas y recorriendo toda la habitación. Nos enredamos un poco el uno con el otro, lo que me obligó a pegarme más a ella. Aunque tampoco me importó mucho. Me di cuenta de que también se había puesto perfume, y entre eso y el tarareo, empecé a marearme ligeramente. Pero seguí deslizándome por la habitación, ahora conduciéndola en pequeños círculos como nos había enseñado el profesor de baile, deseando recordar cómo seguía la canción para hacer que durara eternamente. Pero, finalmente, me quedé sin notas y tuve que detenerme.

—Bailas como los ángeles, querida Ida —dije. ¡Menudo idiota estaba hecho!

Le entró una risita tonta y me soltó la mano, aunque no se alejó de mí.

—Nunca había conocido a alguien como tú, Adrian.

—Ya, supongo que no.

—No. Quiero decir que nunca he tenido a un amigo como tú, Adrian.

Amigo. Había dicho amigo, lo que era mejor que las palabras que había utilizado anteriormente. Secuestrador. Carcelero. Pero aún no era suficiente. Quería más, y no solo por el hechizo. Lo quería todo de ella. ¿Me molestaba saber que la única razón por la que no nos estábamos besando, la única razón por la que no me deseaba era porque tenía el aspecto que tenía? Pues claro. Sin embargo, si me esforzaba más, tal vez no se fijara en eso, tal vez viera mi yo auténtico. El problema es que ya no sabía quién era «mi auténtico yo». Me había transformado; no solo mi cuerpo, sino también todo lo demás.

—Te odiaba por obligarme a estar aquí —continuó Lindy.

—Lo sé. Pero tenía que hacerlo, Lindy. No podía seguir solo. Esa es la única…

—¿Crees que no me doy cuenta? Debías de sentirte tan solo. Lo entiendo.

—¿De verdad? —Cuando asintió, casi deseé que no lo hubiera hecho, deseé poder liberarla y que ella dijera: «No. Me quedaré. No porque me obligues, ni porque sienta lástima de ti, sino porque quiero estar contigo». Pero no podía hacerlo, y ella no lo haría. Aunque tampoco me había pedido que la liberara. ¿Significaba aquello que ya no lo deseaba, que era feliz a mi lado? No me atreví a preguntárselo. Preferí disfrutar de su perfume, el perfume que no se había puesto hasta aquel momento. Tal vez.

—Adrian, ¿por qué eres… así?

—¿Así cómo?

—Da igual. —Se dio la vuelta—. Lo siento.

Entonces recordé mi tapadera.

—Siempre he sido así. ¿Tan horrible soy que no puedes ni mirarme?

Durante unos momentos, Lindy no dijo nada, ni siquiera me miró. Era como si ambos hubiéramos olvidado que debíamos respirar, y todo parecía venirse abajo.

Pero, finalmente, ella dijo:

—No.

Volvimos a respirar.

—Tu aspecto no significa nada para mí —continuó—. Me he acostumbrado. Te has portado tan bien conmigo, Adrian.

Asentí.

—Soy tu amigo.

Nos quedamos toda la tarde en el quinto piso. Aquel día no estudiamos.

—Le diré a Will que mañana empezaremos más tarde —le dije a Lindy—. Tengo enchufe.

Al final del día, Lindy se quitó el vestido verde y volvió a guardarlo en la caja. Sin embargo, aquella noche subí las escaleras furtivamente y me llevé el vestido a mi habitación. Lo guardé bajo la almohada. Mis sentidos animales percibían perfectamente el sutil perfume. Recordé haber leído en alguna parte que el sentido del olfato es el que mejor conectado está con la memoria. Dormí con el vestido pegado a mi rostro y soñé que la tenía entre mis brazos, que Lindy anhelaba mi cuerpo. Sabía que era imposible. Me había dicho que era su amigo.

No obstante, a la mañana siguiente, cuando Lindy bajó a desayunar, llevaba el cabello suelto, cepillado y reluciente, y se había puesto perfume.

Empecé a soñar.