Al otro lado de las ventanas cerradas, las hojas empezaban a caer, pero en el interior, todo seguía igual. Todo excepto Lindy y yo. Nosotros cambiamos. Estudiábamos juntos, lo que me permitió descubrir que, pese a que ella era muy lista, yo no era un inútil total. Estaba convencido de que ya no me odiaba. Casi convencido. Tal vez incluso empezaba a gustarle.
Una noche hubo una tormenta, una de esas con rayos que recorren el cielo como vetas de metal y unos truenos que sugieren que está acercándose demasiado. Mi cama tembló, el mundo entero se sacudió, y me desperté. Subí medio dormido al salón para descubrir que no estaba solo.
—¡Adrian! —Lindy estaba sentada en el sofá, a oscuras, observando por la ventana cómo el cielo se iluminaba en la distancia—. Me he asustado. Parecían disparos.
—Disparos. —Me pregunté si habría oído disparos por las noches en su barrio—. Solo son truenos, y esta vieja casa es sólida. Estás a salvo.
Comprendí lo raro que sonaba decirle que estaba a salvo cuando era mi prisionera. Sin embargo, ella dijo:
—No todos los lugares donde he vivido eran seguros.
—Me he dado cuenta de que has elegido el sitio más alejado de la ventana.
—Piensas que me comporto como una estúpida.
—No. Yo también estoy aquí, ¿no? El ruido me ha despertado. Iba a hacerme unas palomitas y a ver si daban algo en la tele. —Me dirigí hacia la cocina. Me movía con precaución. Decidí que lo mejor era alejarme un poco de ella, para no asustarla. Era la primera vez que estábamos juntos desde el día en el jardín de rosas. Cuando estudiábamos, Will estaba con nosotros en todo momento; y durante las comidas, también Magda. Ahora que todo el mundo dormía, quería demostrarle que podía confiar en mí. No quería estropear el momento.
—Sí, por favor. ¿Puedes hacer dos bolsas? Me encantan las palomitas.
—Claro. —Entré en la cocina y encontré las palomitas de microondas. Lindy recorrió diversos canales y se decidió por una película antigua: La princesa prometida—. Es muy buena —dije cuando las palomitas empezaron a saltar.
—No la he visto nunca.
—Te encantará, creo. Tiene un poco de todo: luchas con espadas para mí, princesas para ti. —La primera bolsa dejó de saltar y la saqué del microondas—. Lo siento. Eso habrá sonado un poco sexista.
—No pasa nada. Soy una chica. Todas las niñas fingen ser princesas un momento u otro, por muy humilde que sea su vida. Y, además, me gusta la idea de «y vivieron felices para siempre». —Dejó el canal donde daban la película. Yo me quedé mirando cómo daba saltitos la segunda bolsa mientras me preguntaba qué hacer con las palomitas: ponerlas en un cuenco para compartir, como solía hacer Magda cuando venía a verme alguna chica, o dejarlas en la bolsa.
Finalmente, dije:
—¿Las pongo en un cuenco? —Ni siquiera sabía dónde guardaba Magda los cuencos. Qué triste.
—Oh, no hace falta que te molestes.
—No es ninguna molestia. —Sin embargo, saqué la bolsa del microondas, la abrí y llevé ambas al salón. Probablemente me pediría una bolsa para que nuestras manos no se rozaran. No la culpaba. Me senté a unos treinta centímetros de ella y me puse a ver la película. Era la escena en la que Westley, un pirata, reta a un duelo de ingenio al asesino, Vizzini.
—¡Eres otra víctima de un clásico error! —dijo Vizzini en la pantalla—… ¡Jamás te enfrentes a un siciliano cuando está en juego tu vida!
Para cuando Vizzini cayó al suelo, muerto, había terminado mis palomitas y dejé la bolsa en el suelo. Quería más. Parecía como si nunca pudiera saciar a la bestia. Si conseguía deshacer el hechizo, ¿habría engordado?
—¿Quieres más palomitas? —dijo Lindy.
—Da igual. Has dicho que te encantaban.
—Y así es. Pero puedes coger unas cuantas. —Y me ofreció la bolsa.
—De acuerdo. —Me acerqué a ella unos centímetros y no gritó ni se apartó. Cogí un puñado de palomitas confiando en que no se me cayeran. Se oyó un trueno descomunal y Lindy pegó un bote, volcando la mitad de la bolsa.
—Oh, lo siento —dijo.
—No te preocupes. —Recogí las que pude y las metí en mi bolsa vacía—. Recogeremos el resto por la mañana.
—Es que me dan mucho miedo los rayos y los truenos. Cuando era pequeña, mi padre solía salir por las noches, después de acostarme. Y entonces, si me despertaba algún ruido, él no estaba para tranquilizarme y me asustaba mucho.
—Debió de ser muy duro. Mis padres solían gritarme cuando me levantaba a media noche. Me decían que debía ser valiente, o lo que es lo mismo, que les dejara en paz. —Le pasé las palomitas—. El resto es para ti.
—Gracias. —Metió la mano en la bolsa—. Me gustaría…
—¿Qué?
—Nada. Solo… gracias por las palomitas.
Estaba tan cerca que podía sentir su respiración. Quería acercarme más a ella, pero me controlé. Continuamos viendo la película en silencio, sentados a la luz azul del televisor. Cuando terminó, me di cuenta de que se había quedado dormida. La tormenta se había alejado, y lo único que deseaba era contemplarla mientras dormía, observarla fijamente como hacía con mis rosas. No obstante, si despertaba, pensaría que mi comportamiento era un poco extraño. Y, de hecho, ya pensaba que era alguien un poco raro.
De modo que apagué el televisor. La habitación estaba completamente a oscuras, y la cogí entre los brazos para llevarla a su habitación.
Lindy se despertó en mitad de las escaleras.
—¿Qué…?
—Te has quedado dormida. Te estaba llevando a tu habitación. No te preocupes. No te haré daño. Te lo prometo. Puedes confiar en mí. Y no te dejaré caer desde muy alto. —Apenas notaba su peso. La bestia era muy fuerte.
—Puedo andar —dijo ella.
—De acuerdo, si eso es lo que quieres. Pero ¿no estás cansada?
—Sí. Un poco.
—Entonces, confía en mí.
—Muy bien. Supongo que si pretendías hacerme daño, ya lo hubieras hecho.
—No voy a hacerte ningún daño —le dije, estremeciéndome al comprender que aquello era lo que había pensado de mí hasta aquel momento—. No puedo explicarte por qué necesito que estés aquí, pero no es por eso.
—Entendido. —Volvió a recostarse en mis brazos, contra mi pecho. La llevé hasta el final de las escaleras e intenté abrir la puerta. Lindy puso la mano sobre el pomo. Oí su voz en la oscuridad.
—Nadie me había llevado jamás en brazos. Al menos, no lo recuerdo.
La apreté aún más contra mi cuerpo.
—Soy muy fuerte —dije.
Tras eso, no dijo nada más. Se había vuelto a quedar dormida. Confiaba en mí. Me abrí paso en la oscuridad hasta su habitación, comprendiendo que para Will siempre sería así, moviéndose con precaución, esperando no tropezar con algún obstáculo. Cuando llegué junto a su cama, la dejé sobre ella y la tapé con el suave edredón. Sentía deseos de besarla, allí, en la oscuridad. Hacía tanto tiempo que no tocaba a nadie, tocarlo de verdad. Sin embargo, hubiese sido un error aprovecharme de su sueño. Y si despertaba, no me lo perdonaría jamás.
Finalmente, dije:
—Buenas noches, Lindy —y empecé a alejarme.
—¿Adrian? —Su voz me llegó cuando ya estaba en la puerta—. Buenas noches.
—Buenas noches, Lindy. Gracias por sentarte a mi lado. Ha sido muy bonito.
—Bonito. —La oí removerse sobre la cama, quizá poniéndose boca abajo—. ¿Sabes una cosa? En la oscuridad, tu voz me resulta muy familiar.