Los siguientes días trabajé con más tesón del que había empleado en hacer algo en toda mi vida decorando el amplio dormitorio del tercer piso que nadie utilizaba. La habitación de Linda. Los muebles que contenía eran los típicos de una sala de estar, además de estanterías vacías; el perfecto recordatorio de que mi padre no planeaba vivir allí. Convertí aquel espacio en el dormitorio y la biblioteca perfectas para una chica, y envié a Will en busca de catálogos de muebles, pintura, papel, de todo.
—¿Y te parece bien? —dijo Will—. ¿Obligarla a venir? No creo que pueda participar en un…
—¿Secuestro?
—Pues sí.
—Tú no viste al tipo, Will. Entró en casa, seguramente con la intención de robar algo para comprar droga. Y después, para librarse, me ofreció a su propia hija. Tal vez lo haya hecho otras veces. ¿Has pensado en eso? De modo que acepté. Sabes que no pretendo hacerle nada malo. Quiero amarla. —Dios, ya empezaba a hablar como el fantasma de la ópera.
—Sigo pensando que no está bien, solo porque sea bueno para ti. ¿Y qué hay de ella?
—¿Qué hay de ella? Si su padre accede a entregármela, ¿quién te dice que no puede hacer lo mismo con otra persona? ¿Que la venda como una esclava o algo peor para conseguir más drogas? Yo sé que no voy a hacerle nada malo. ¿Puedes decir lo mismo del próximo tipo con el que intente lo mismo?
Will asentía, lo que indicaba que al menos estaba reflexionando sobre ello.
—¿Y cómo sabes que ella es la persona adecuada para enamorarse? —preguntó Will—. Si el padre es un desgraciado…
Porque ya la conocía.
—Es mi última esperanza. Tengo que amarla —le dije a Will—. Y ella debe corresponder ese amor o todo habrá terminado. —Y si podía querer a un padre como aquel, tal vez podría ver más allá de mi aspecto y amarme también a mí.
Pasaron tres días. Elegí sábanas y cojines rellenos de plumas. La imaginé tumbándose en la cama, la mejor que habría tenido nunca. Escogí las alfombras orientales más refinadas, lámparas de cristal. Apenas podía dormir por la noche, de modo que trabajaba desde las cuatro de la madrugada hasta entrada la noche. Pinté el estudio que había convertido en biblioteca de un amarillo cálido con adornos en blanco. Para el dormitorio, elegí un papel con una enredadera de rosas. Will me ayudó, y Magda, pero por las noches trabajaba solo. Finalmente, la habitación quedó perfecta. Aún no podía creer que vendría, pero hice algo más. Con la ayuda del espejo, me colé en su habitación y exploré sus cajones. Después me conecté a Internet y compré el departamento juvenil de Macy para su talla. Lo dispuse todo en el armario empotrado de su nuevo dormitorio. Y compré libros —cientos de libros— y los coloqué en estanterías que llegaban hasta el techo. Compré todos los libros que encontré en Internet, incluyendo mis favoritos, los que había estado leyendo. Así podríamos hablar de ellos. Sería genial tener alguien de mi misma edad con el que poder hablar, aunque solo fuera de libros.
La noche del sexto día, inspeccioné lo que serían sus habitaciones. Aún tenía que arreglar mi invernadero, mi hermoso invernadero. Pero, afortunadamente, hacía buen tiempo. Lo arreglaría más tarde. Por ahora me dediqué a estudiar la habitación. El suelo, encerado meticulosamente, brillaba entre alfombras de matices que iban del verde al dorado. El aire olía a desinfectante de limón y a cientos de rosas. Había elegido las amarillas, pues había leído que simbolizaban la alegría, el gozo, la amistad y la promesa de un nuevo despertar, y las coloqué en jarrones de cristal Waterford repartidos por toda la habitación. En su honor, había plantado una nueva rosa, una miniatura amarilla denominada «Pequeña Linda». No corté ninguna de esas, pero se las mostraría en cuanto visitara por primera vez el invernadero. Dentro de poco. Esperaba que le gustaran. Estaba convencido de que sería así.
Fui hasta la puerta de la suite y, usando un pequeño pincel y una plantilla, le di el toque final. Nunca había sido una persona muy pulcra, pero aquello era importante. En la puerta se leía, en una caligrafía perfecta:
La Habitación de Lindy
Cuando volví a mi habitación, comprobé el espejo. Lo había vuelto a guardar junto a la cama.
—Quiero ver a Lindy —probé.
Y apareció ella. Estaba dormida porque era más de la una. Junto a la puerta vi una maleta maltrecha. Venía de verdad.
Me tumbé en la cama y me quedé dormido profundamente por primera vez en más de un año; no el sueño del aburrimiento, del fracaso o del cansancio, sino el sueño de la expectación. Mañana ya estaría aquí. Todo sería distinto.