Aquella noche, tumbado en la cama a punto de quedarme dormido, oí un estrépito. Me tapé las orejas y deseé que nada me despertara. Pero al oír el ruido de cristales rotos, no pude evitarlo.
El invernadero. Alguien estaba invadiendo mi invernadero, mi único santuario. Sin tan siquiera vestirme, corrí hasta la sala de estar y abrí la puerta que daba al exterior.
—¿Quién osa molestar a mis rosas?
¿Por qué dije aquello?
El invernadero estaba bañado por la luz de la luna y de las farolas de la calle, mucho más brillante por culpa del agujero en uno de sus paneles. Una sombra se ocultaba en un rincón. Había escogido un mal punto de entrada, junto a una enredadera. La había volcado y esta yacía en el suelo, con las ramas partidas y rodeada de tierra.
—¡Mis rosas! —Me abalancé sobre él al mismo tiempo que el desconocido se lanzaba en dirección al boquete abierto en el muro. Sin embargo, mis piernas animales eran mucho más rápidas que las suyas, y más fuertes. Mis uñas se clavaron con facilidad en su muslo. Soltó un alarido.
—¡Suéltame! —gritó—. ¡Tengo una pistola! ¡Te dispararé!
—Adelante. —No sabía si era invulnerable a los disparos de bala, pero la ira que sentía correr por mis venas, como si fuera lava, me hacía sentir poderoso, invencible. Había perdido todo lo que podía perder. Si también perdía mis rosas, solo me quedaría la muerte. Lo lancé al suelo y después me abalancé sobre él, inmovilizándole los brazos contra el suelo y arrebatándole los objetos que llevaba en las manos.
—¿Ibas a dispararme con esto? —gruñí mientras blandía la palanca que le había quitado. La sujeté en alto—. ¡Bang!
—¡Por favor! ¡Deja que me vaya! —gritó—. Por favor, no me comas. ¡Haré lo que quieras!
Entonces recordé mi aspecto. Aquel tipo creía que era un monstruo. Pensaba que iba a triturarle los huesos para hacer pan. Y tal vez lo hubiera hecho. Me reí y le agarré por la cabeza mientras el tipo intentaba soltarse. Le sujeté ambos brazos con mi otra garra, lo arrastré hasta las escaleras y lo subí hasta el quinto piso. Me acerqué a la ventana y le saqué la cabeza por ella. A la luz de la luna, vi su cara. Me resultaba familiar. Probablemente le habría visto por la calle.
—¿Qué vas a hacerme? —dijo entrecortadamente.
Ni idea. Pero le dije:
—Voy a tirarte por la ventana, desgraciado.
—Por favor. Por favor, no lo hagas. No quiero morir.
—Cómo si me importara mucho. —No pretendía tirarlo, de verdad. Habría venido la policía, con todas sus preguntas, y no podía permitirme aquello. Ni siquiera podía llamar a la policía para que lo arrestaran. Pero quería aterrorizarlo, que me suplicara por su vida. Había destrozado mis rosas, lo único que me quedaba. Quería que se meara de miedo en los pantalones.
—¡Ya sé que no te importa! —El tipo estaba temblando, no solo de miedo, comprendí, sino porque tenía el mono. Un drogadicto. Metí la mano en uno de sus bolsillos en busca de drogas. Las saqué junto a su carné de conducir.
—¡Por favor! —seguía suplicando—. ¡No me mates! ¡Te daré lo que quieras!
—¿Qué tienes que pueda interesarme?
Se retorció y empezó a pensar.
—Drogas. ¡Puedes quedártelas! Puedo conseguirte más, ¡tantas como quieras! Tengo muchos clientes.
Ah. Un pequeño emprendedor.
—No me gustan las drogas, gusano.
Era verdad. Tenía demasiado miedo de hacer algo descabellado mientras estaba colocado, como salir a la calle. Alargué aún más el brazo con el que lo sujetaba.
El tipo volvió a gritar.
—Dinero, entonces.
Le apreté el cuello con más fuerza.
—¿Para qué lo querría?
Se estaba asfixiando. Sollozaba.
—Por favor… tiene que haber algo.
Apreté aún más.
—No tienes nada que quiera.
Intentó golpearme, desembarazarse de mí.
—¿Quieres una novia? —Casi no podía respirar y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
—¿Cómo? —Estuve a punto a soltarlo, pero logré clavarle las uñas más profundamente. Volvió a gritar.
—¿Una novia? ¿Quieres una chica?
—No juegues conmigo. Te advierto…
Pero percibió mi interés. Se separó un poco de mí y yo se lo permití.
—Tengo una hija.
—¿Qué pasa con ella? —Aflojé ligeramente la garra con la que le sujetaba el cuello y el tipo lo aprovechó para meter la cabeza en la habitación.
—Mi hija. Puedes quedártela. Pero deja que me vaya.
—¿Que puedo qué? —Le miré fijamente.
—Puedes quedártela. Te la traeré.
Estaba mintiendo. Estaba mintiendo para que le dejara ir. ¿Qué padre entregaría a su propia hija? ¿A una bestia? Pero aun así…
—No te creo.
—Es verdad. Mi hija. Es muy guapa…
—Háblame de ella. Dime algo de ella para que pueda creer que dices la verdad. ¿Qué edad tiene? ¿Cómo se llama?
Se echó a reír. Sabía que me tenía.
—Tiene dieciséis años, creo. Se llama Lindy. Le encantan… los libros, leer y cosas estúpidas como esas. Por favor, quédatela, haz con ella lo que quieras. Coge a mi hija pero deja que me vaya.
Empezaba a creerle. ¡Una chica! ¡Una chica de dieciséis años! ¿Realmente la traería? ¿Podría ser mi chica, la chica que necesitaba? Recordé las palabras de Kendra: A veces suceden cosas inesperadas.
—Evidentemente, estaría mejor lejos de ti —dije. Y entonces me di cuenta de que lo creía de verdad. Cualquiera estaría mejor sin un padre como aquel. También la ayudaría a ella. Al menos, eso creía.
—Tienes razón. —Estaba llorando, riendo—. Estaría mucho mejor. Quédatela.
Tomé una decisión.
—Dentro de una semana, traerás a tu hija. Se quedará a vivir aquí.
—Claro. Por supuesto. Iré ahora mismo y te la traeré. —Ahora solo reía.
Me di cuenta de lo que intentaba hacer.
—No creas que podrás librarte de mí. —Volví a sacar su cabeza por la ventana, más lejos que la vez anterior. Gritó como si fuera a dejarlo caer, pero señalé hacia abajo, al equipo de vigilancia junto al invernadero—. Tengo cámaras en toda la casa que demuestran lo que has hecho. Tengo tu carné de conducir, tus drogas. Y también tengo otra cosa. —Tenía el pelo largo y grasiento. Se lo agarré y lo conduje hasta la vieja cómoda donde guardaba el espejo—. Quiero ver a su hija. Lindy.
La imagen del espejo cambió, de mi imagen grotesca a la de una cama, una niña durmiendo en ella. Y después su rostro. Linda. Linda Owens, la chica de la escuela, la chica a la que le había regalado la rosa, la chica que había estado observando a través del espejo. Linda. ¿Podría ser la chica?
Le pegué el espejo contra su cara.
—¿Es ella?
—¿Cómo…?
Entonces le dije al espejo:
—Quiero ver dónde vive.
El espejo salió por la puerta del apartamento y se centró en una placa con el nombre de una calle.
—No puedes escapar. —Se lo mostré—. Vayas donde vayas, sabré exactamente dónde estás. —Consulté su carné de conducir—. Daniel Owens, si no vuelves, te encontraré y las consecuencias serán terribles.
¿Las consecuencias serán terribles? Vaya, ¿quién hablaba de aquel modo?
—Podría ir a la policía —dijo.
—Pero no lo harás.
Lo bajé de nuevo al invernadero.
—¿Estamos de acuerdo?
El tipo asintió.
—La traeré. —Alargó la mano y comprendí que pretendía que le devolviera la bolsa con la droga y el carné de conducir—. Mañana.
—Dentro de una semana —le dije—. Necesito tiempo para preparar algunas cosas. Mientras tanto, me quedaré con esto, para asegurarme de que vuelvas.
Entonces dejé que se fuera. Se internó en la oscuridad como el ladrón que era.
Lo observé mientras se alejaba y, después, regresé al piso de abajo a grandes zancadas. Linda.
Will estaba en el rellano del tercer piso.
—He oído la conmoción —dijo—. Pero he pensado que lo mejor era dejarlo en tus manos.
—Has pensado bien. —Estaba sonriendo—. Dentro de poco tendremos a una nueva inquilina. Necesitaré que compres algunas cosas para que se encuentre a gusto.
—¿Inquilina?
—Sí, Will. Es una chica. Quizá sea la chica que consigue romper el hechizo, que pueda… amarme. —Casi me atraganto con la última palabra; sonaba tan desesperada—. Es mi única esperanza.
Will asintió.
—¿Cómo sabes que es ella?
—Porque tiene que serlo. —Pensé en su padre, dispuesto a cambiar a su hija por las drogas y la libertad. Un padre de verdad se hubiera negado, incluso si le arrestaban—. Y porque tampoco tiene a nadie.
—Ya veo —dijo Will—. ¿Y cuándo llegará?
—Dentro de una semana. —Entonces recordé que tenía las drogas aún en la mano—. Es probable que antes. Hemos de trabajar deprisa. Pero todo ha de ser perfecto.
—Sé a qué te refieres —dijo Will.
—Sí. La tarjeta de crédito de papá.