(7 meses después)
Cogí un pétalo de la mesita de noche, saqué la mano por la ventana y la abrí. Lo observé caer. Un año. Desde la noche de Halloween, solo había hablado con Will y Magda. No había salido a la calle. La única luz que había visto era la del jardín.
El 1 de noviembre le dije a Will que quería construir un invernadero. Nunca había construido nada, ni siquiera una casita para pájaros ni un portaservilletas en un campamento. Pero ahora me sobraba el tiempo y el dinero de la tarjeta de crédito de papá. Así que compré libros sobre invernaderos, plantas de invernadero, materiales de invernadero… No quería uno de esos baratos de plástico, y necesitaba que las paredes fueran lo suficientemente gruesas como para ocultarme de las miradas de la gente. Lo construí yo mismo en el espacio que quedaba detrás de mi apartamento, uno tan gran grande que ocupaba todo el patio. Magda y Will me ayudaron en todo lo que requería trabajar desde el exterior. Trabajé de día, cuando la mayoría de los vecinos estaban en el trabajo.
Lo terminé en diciembre. Unas semanas más tarde, sorprendido por la súbita llegada de la primavera, las ramas se llenaron de hojas amarillentas y, poco después, aparecieron los primeros brotes verdes. Cuando cayó la primera nevada, todo había florecido, las rosas rojas relucientes bajo el sol invernal.
Las rosas se convirtieron en toda mi vida. Añadí más parterres y tiestos hasta tener cientos de flores, docenas de colores y formas, especies híbridas y rosas trepadoras, rosas centifolias de color morado del tamaño de mi puño y miniaturas del tamaño de mi meñique. Las adoraba. Ni siquiera me preocupaban las espinas. Todas las cosas vivas necesitan protegerse.
Dejé de jugar con la consola, de observar la vida de los demás en el espejo. Nunca abría las ventanas, ni miraba el exterior. Continué con mis clases con Will (había dejado de llamarlas sesiones de tutoría; sabía que no regresaría nunca más a la escuela), y el resto del día lo dedicaba al jardín, a leer o contemplar mis rosas.
También leí libros de jardinería. La lectura se convirtió en la solución perfecta, e investigué sobre el mejor abono, la tierra perfecta. No utilizaba pesticidas, pero rociaba las malas hierbas con una solución de agua jabonosa y controlaba la reinvasión. A pesar de tener cientos de flores, cada mañana reconocía las pequeñas muertes; una tras otra, todas las rosas acababan por marchitar. Eran reemplazadas por otras, por supuesto, pero no era lo mismo. Toda vida que florecía, por muy diminuta que fuera, solo lo hacía en el invernadero, y después moría. En ese aspecto, éramos iguales.
Un día, mientras arrancaba a unos cuantos amigos muertos de la parra, Magda entró en el jardín.
—Sabía que te encontraría aquí —dijo. Llevaba una escoba, y empezó a barrer las hojas muertas.
—No, no lo hagas —le dije—. Me gusta hacerlo a mí. Es parte de mi tarea diaria.
—Pero yo no tengo nada que hacer. No usas tus habitaciones, de modo que no hay nada que limpiar.
—Preparas las comidas. Compras. Me traes abono. Me lavas la ropa. No podría vivir sin ti.
—Hace tiempo que has dejado de vivir.
Arranqué una rosa blanca.
—Una vez me dijiste que tenías miedo por mí. Entonces no lo entendí, pero ahora sí. Tenías miedo de que nunca fuera capaz de apreciar la belleza, como esta rosa. —Se la regalé. No era algo fácil de hacer, cortar una rosa, pues sabía que de aquel modo vivirían todavía menos. Sin embargo, estaba aprendiendo a deshacerme de las cosas. Ya me había deshecho de unas cuantas—. Aquella noche, había una chica en el baile. Le regalé una rosa. La hice tan feliz. No entendía por qué se ponía de aquel modo por una simple rosa, una rosa estúpida a la que le faltaban unos cuantos pétalos. Ahora lo entiendo. Ahora que ha desaparecido toda la belleza de mi vida, la ansío como la comida. Algo hermoso como esta rosa… casi siento la necesidad de comérmela, tragármela entera para sustituir la belleza que he perdido. Aquella chica sentía lo mismo.
—Pero no… ¿no intentarás romper el hechizo?
—Aquí tengo todo lo que necesito. Nunca podré romper el hechizo. —Le hice un gesto para que me pasara la escoba.
Ella asintió con cierta tristeza y me la pasó.
—¿Qué haces aquí, Magda? —dije mientras barría. Era algo que me preguntaba desde hacía tiempo—. ¿Qué haces en Nueva York, cuidando de un mocoso como yo? ¿No tienes familia?
Podía preguntarle aquello porque ella sabía que yo ya no tenía una familia. Sabía que me habían abandonado.
—Tengo una familia en mi país. Mi marido y yo vinimos aquí a ganar dinero. Era profesora, pero no había trabajo. Así que vinimos aquí. Pero mi marido no pudo conseguir la tarjeta verde y tuvo que regresar. Trabajo mucho para enviarles dinero.
Me encorvé para recoger las hojas con la pala.
—¿Tienes hijos?
—Sí.
—¿Dónde están?
—Crecieron. Sin mí. Ahora son mayores que tú, y tienen sus propios hijos que aún no conozco.
Levanté las hojas muertas.
—Entonces, ¿sabes lo que se siente al estar solo?
—Sí —dijo con un asentimiento. Me quitó de las manos la escoba y la pala—. Pero ahora ya soy mayor. Cuando tomé la decisión, no pensaba que fuera para siempre. Es muy distinto bajar los brazos cuando eres muy joven.
—Yo no he bajado los brazos —dije—. Solo he decidido vivir para mis rosas.
Aquella noche miré en el espejo. Me lo había llevado al quinto piso y lo había dejado sobre un viejo aparador.
—Quiero ver a Kendra —dije.
Tardó unos minutos, pero cuando finalmente apareció, parecía feliz de verme.
—Cuánto tiempo —dijo.
—¿Por qué tardas tanto en aparecer cuando con los demás es instantáneo?
—Porque a veces estoy haciendo algo que no puedes ver.
—¿Como qué? ¿Ir al lavabo?
Kendra frunció el ceño.
—Cosas de brujas.
—Muy bien. Lo pillo. —Pero en voz baja, me mofé—: Kendra está en el baño.
—¡No lo estaba!
—Entonces, ¿qué haces cuando no puedo verte? ¿Convertir a la gente en rana?
—No. Viajo mucho.
—¿American Airlines o proyección astral?
—Las líneas comerciales son poco fiables. No tengo tarjeta de crédito. Parece ser que si pagas en metálico te conviertes en un peligro de seguridad.
—Pero lo eres, ¿verdad? Seguro que puedes hacer estallar un avión o algo así solo con mover la nariz.
—Eso está muy mal visto. Además, si lo hago a mi manera, puedo viajar en el tiempo.
—¿En serio?
—Claro. Dijiste que querías ir a París para ver Notre Dame. Pero ¿qué te parecería ver cómo se construyó? ¿O cómo era la Roma del tiempo de Julio César?
—¿Puedes hacer todo eso pero no puedes romper el hechizo? Oye, ¿puedo ir contigo?
—Negativo. Si me vieran con una bestia, sabrían que soy una bruja. Y en ese tiempo quemaban a las brujas. Por eso prefiero este siglo. Es más seguro. La gente hace cosas muy raras, sobre todo en Nueva York.
—¿Puedes hacer otras cosas con tu magia? Dijiste que sentías mucho lo del hechizo. ¿Podrías hacer algo para compensarlo?
—¿Como qué? —dijo con el ceño fruncido.
—Por mis amigos, Magda y Will.
—¿Tus amigos? —Parecía sorprendida—. ¿Qué les ocurre?
—Will es un gran profesor, pero no puede conseguir un buen empleo, es decir, aparte de hacerme de tutor, porque nadie quiere contratar a un tipo ciego. Y Magda trabaja mucho para enviar dinero a sus hijos y nietos, pero no puede verlos nunca. No es justo.
—El mundo está lleno de injusticias —dijo Kendra—. ¿Desde cuándo eres tan filantrópico, Kyle?
—Me llamo Adrian, no Kyle. Y ellos son mis amigos, mis únicos amigos. Sé que les pagan por estar aquí, pero son amables conmigo. No puedes deshacer lo que me hiciste, pero podrías hacer algo por ellos. Ayudar a Will a recuperar la vista y traer a la familia de Magda, o enviarla a ella a su país, aunque solo sea de vacaciones.
Me miró fijamente durante un minuto y después agitó la cabeza.
—Eso es imposible.
—¿Por qué? Tienes poderes increíbles, ¿no es cierto? ¿Existe algún tipo de código para brujas que permite convertir a la gente en bestias pero que prohíbe ayudar a los demás?
Temí que se enfadara con aquello, pero, en lugar de eso, dijo:
—Bueno, pues sí. En cierto modo. La cuestión es que no puedo conceder deseos solo porque alguien me lo pida. No soy un genio. Si intentara actuar como uno, es probable que acabara atrapada en una lámpara.
—Oh, no sabía que había tantas reglas.
Kendra se encogió de hombros.
—Sí. Es una mierda.
—Por primera vez quiero algo para otra persona, y no puedo tenerlo.
—Ya te he dicho que es una mierda. Espera un segundo. —Alargó el brazo y cogió un libro muy grueso. Pasó unas cuantas páginas—. Aquí dice que puedo hacerte un favor si es algo que tiene relación con lo que debes hacer.
—¿Como qué?
—Bueno, digamos que si rompes el hechizo, también ayudaré a Magda y Will. Se puede hacer.
—Eso es lo mismo que decir que no se puede hacer nada. Nunca podré romper el hechizo.
—¿Quieres hacerlo?
—No. Quiero ser un monstruo el resto de mi vida.
—Un monstruo con un hermoso jardín de rosas…
—… sigue siendo un monstruo —dije—. Sí, me gusta la jardinería. Pero si fuera normal, también podría tener un jardín.
Kendra no dijo nada. Volvió a consultar su libro y enarcó una ceja.
—¿Qué ocurre ahora?
—Tal vez haya una esperanza —dijo.
—No la hay.
—No estés tan seguro —dijo—. A veces suceden cosas inesperadas.