Me cambié el nombre.
Kyle Kingsbury ya no existía. Ya no quedaba nada de él. Kyle Kingsbury estaba muerto. Renuncié a aquel nombre.
Busqué en Internet el significado de Kyle y aquello me dio la idea. Kyle significa «guapo». Pero yo ya no lo era. Encontré un nombre que significaba «feo», Feo (¿quién le pondría aquel nombre a su hijo?), pero finalmente me decidí por Adrian, que significa «oscuro». Aquel era yo, el oscuro. Ahora todo el mundo —es decir, Magda y Will— me llamaba Adrian. Era la oscuridad.
Ahora vivía en la oscuridad. Empecé a dormir durante el día y a recorrer las calles y moverme en metro por las noches, cuando nadie podía verme. Terminé de leer Nuestra Señora de París (todos mueren), así que empecé El fantasma de la ópera. En el libro —al contrario de lo que ocurre en el musical de Andrew Lloyd Webber— el Fantasma no era un perdedor romántico incomprendido. Era un asesino que aterroriza el teatro durante años antes de secuestrar a una joven cantante e intentar que se convierta en el amor que una vez le fue negado.
Lo entendí. Ahora sabía qué se sentía al estar desesperado. Al merodear en la oscuridad buscando un pequeño rayo de esperanza y no encontrar nada. Qué se sentía al estar tan solo que podrías llegar a matar por ello.
Deseé tener un teatro de la ópera. Deseé tener una catedral. Deseé poder escalar hasta la punta del Empire State Building como King Kong. Pero solo tenía libros, libros y las anónimas calles de Nueva York con sus millones de habitantes estúpidos e ignorantes. Me habitué a merodear callejones junto a bares donde las parejas solían montárselo. Oía sus suspiros y gemidos. Cuando veía a una pareja así, imaginaba que yo era el hombre, que las manos de la chica recorrían mi cuerpo, su cálido aliento en mi cuello, y, en más de una ocasión, me pregunté qué sentiría al clavar mis garras en el cuello del hombre, al matarlo y llevarme a la chica a mi guarida secreta y hacerle el amor aunque fuera contra su voluntad. No lo hubiera hecho nunca, pero el mero pensamiento me aterrorizaba. Me daba miedo a mí mismo.
—Adrian, tenemos que hablar.
Aún estaba en la cama cuando Will entró. Había estado observando el jardín a través de la ventana, con los ojos entreabiertos.
—La mayoría de las rosas están muertas, Will.
—Es lo que suele ocurrir con las rosas. Estamos en octubre. Dentro de poco desaparecerán hasta la primavera.
—Las ayudo, ¿sabes? Cuando veo que una se ha puesto mustia pero no acaba de caer, la ayudo. Las espinas no me preocupan. Me curo rápido.
—Entonces hay algunas ventajas, ¿no?
—Sí. Creo que está bien que las ayude a morir. Cuando ves algo luchando de ese modo, no debería seguir sufriendo. ¿No crees?
—Adrian…
—A veces pienso que alguien tendría que hacer algo así por mí. —Will me miraba fijamente—. Pero quedan algunas como esa rosa roja, aún sujetas al tallo. No hay manera de que caiga. Me pone nervioso.
—Adrian, por favor.
—¿No quieres hablar de las flores? Creí que te gustaban, Will. Fuiste tú quien las plantaste.
—Me gustan las flores, Adrian. Pero ahora mismo me gustaría hablar de nuestra relación como alumno y tutor.
—¿Qué le ocurre?
—Que no existe. Me contrataron para ser tu tutor, y últimamente lo único que hago es recibir una gran suma de dinero solo por vivir aquí y ponerme al día con la lectura.
—¿Y no te parece bien? —En el exterior, la última rosa roja se movió con una brisa repentina.
—No, en absoluto. Cobrar por no hacer nada se parece mucho a robar.
—Considéralo una redistribución de la riqueza. Mi padre es un cabrón rico que no se merece lo que tiene. Tú eres pobre y te lo mereces todo. Es como ese tipo que robaba a los ricos para dárselo a los pobres. Creo que hay un libro sobre él.
Me di cuenta de que Piloto estaba a los pies de Will. Agité los dedos para atraer su atención y que se acercara.
—De todos modos, he estado estudiando. He leído Nuestra Señora de París, El fantasma de la ópera, Frankenstein. Ahora estoy con El retrato de Dorian Gray.
Will sonrió.
—Creo intuir un tema recurrente.
—El tema es la oscuridad… la gente que vive en la oscuridad.
Continué agitando los dedos a Piloto. El maldito perro no se movía.
—Tal vez podamos hablar de los libros. ¿Tienes alguna pregunta…?
—Ese tipo, Oscar Wilde… ¿era gay?
—¿Lo ves? Sabía que habrías llegado a una conclusión, alguna idea inteligente para contribuir a…
—No te pongas borde conmigo, Will. ¿Lo era?
—En realidad, sí, y es algo bastante conocido. —Will dio una sacudida a la correa de Piloto—. Este perro no se acercará a ti, Adrian. Está tan mosqueado contigo como lo estoy yo. Es la una de la tarde y aún sigues en la cama con el pijama.
—¿Cómo sabes que estoy en pijama? —Lo estaba.
—Puedo olerlo. El perro también, obviamente. Y ambos estamos mosqueados.
—De acuerdo, me vestiré en un minuto. ¿Contento?
—Lo estaré… cuando te des una ducha.
—Vale, vale. Pero háblame de Oscar Wilde.
—Lo llevaron a juicio tras mantener una relación con el hijo de un Lord. El padre del chico dijo que Wilde le había seducido. Murió en la cárcel.
—Yo también estoy en una cárcel —dije.
—Adrian…
—Es verdad. Cuando eres pequeño te dicen que lo que cuenta es el interior. La apariencia no es importante. Pero no es cierto. Los tipos como Febo, de Nuestra Señora de París, o Dorian, o el viejo Kyle Kingsbury pueden portarse mal con las mujeres y salirse con la suya porque son guapos. Ser feo es una especie de prisión.
—No lo creo, Adrian.
—El chico ciego es perspicaz. Puedes creerlo o no, pero es verdad.
Will suspiró.
—Adrian, ¿podemos volver al libro?
—Las flores están muriendo, Will.
—Adrian, si no dejas de dormir todo el día y me permites que haga de tutor, lo dejaré.
Me quedé mirándolo. Sabía que estaba cabreado conmigo, pero nunca pensé que se marcharía.
—¿Y adónde irías? —dije—. Debe de ser difícil encontrar un trabajo cuando eres… es decir, tú eres…
—Es difícil. La gente cree que no puedes hacer nada, y no quieren arriesgarse. Te ven como una cuestión de responsabilidad. Una vez un tipo me dijo en una entrevista de trabajo: «¿Y qué ocurre si te tropiezas y haces daño a un estudiante? ¿Y si el perro muerde a alguien?».
—Así que acabaste haciendo de tutor de un perdedor como yo.
No dijo ni que sí ni que no.
—He estudiado muy duro para poder trabajar y no tener que depender de nadie. No puedo renunciar a eso.
Estaba hablando de mí. Eso es lo que estaba haciendo yo, renunciando a papá, lo que siempre haría si no podía encontrar el modo de romper el hechizo.
—Haz lo que tengas que hacer —dije—. Pero no quiero que te vayas.
—Tengo una solución. Regresemos a nuestras habituales sesiones de tutoría.
Asentí.
—Mañana. Hoy no, mañana. Hoy debo hacer algo.
—¿Estás seguro?
—Sí. Mañana. Lo prometo.