Podría decirse que Will y yo establecimos vínculos durante la siguiente semana, con la ayuda de la tarjeta de crédito de papá. Lo primero que hicimos fue pedir libros, ya que ahora era un estudiante de verdad. Libros de texto, pero también novelas, y versiones en Braille para Will. Era muy gracioso ver cómo Will leía con las manos. Compramos muebles y una radio por satélite para la habitación de Will. Aunque dijo que no deberíamos gastar tanto, tampoco insistió demasiado.
Le conté a Will todo lo relativo a Kendra y el hechizo.
—Absurdo —dijo—. Las brujas no existen. Debe de ser algún tipo de enfermedad.
—Dices eso porque no puedes verme. Si pudieras, creerías en las brujas.
También le dije que necesitaba encontrar el amor verdadero para romper el hechizo. Aunque dijo que no, creo que finalmente me creyó a medias.
—He escogido un libro que creo que te gustará. —Will señaló la mesa. Cogí el libro: Nuestra Señora de París.
—¿Estás loco? Tiene más de quinientas páginas.
Will se encogió de hombros.
—Dale una oportunidad. Tiene mucha acción. Si resulta que no eres lo bastante listo para leerla, escogeremos otra cosa.
Pero lo leí. Las horas y los días se me hacían muy largos, así que leía. Me gustaba hacerlo en las habitaciones del quinto piso. Había allí un viejo sofá que había acercado a una de las ventanas. Me sentaba en él durante horas, a veces leía, otras observaba a la gente en la calle, de camino al metro o de compras, la gente de mi edad que se dirigía a la escuela o que hacía campana. Tenía la sensación de que los conocía a todos.
Pero también leí la historia de Cuasimodo, el jorobado que vivía en la catedral de Notre Dame. Sabía por qué Will había elegido aquel libro, por supuesto. Cuasimodo era como yo, encerrado y apartado del mundo. Y en mi habitación del quinto piso, observando toda la ciudad, me sentía como él. Cuasimodo observaba a los parisinos y a la bella gitana, Esmeralda, quien bailaba a los pies de la catedral. Yo contemplaba Brooklyn.
—El autor, Víctor Hugo, debió de ser un tío muy divertido —le dije a Will en una de nuestras clases de tutoría—. Creo que le hubiera invitado a una fiesta.
Estaba siendo sarcástico. El libro era absolutamente deprimente, como si el autor odiara a todo el mundo.
—Pero era muy subversivo —dijo Will.
—¿Por qué? ¿Porque hizo que el cura fuera el malo y el tío feo el bueno?
—En parte, sí. Lo ves, eres lo suficientemente listo para leer un libro tan largo.
—No es un libro difícil. —Sabía qué intentaba hacer Will: motivarme para que me esforzara más. Pese a todo, me di cuenta de que estaba sonriendo. Nunca me había considerado una persona inteligente. Algunos de mis profesores me habían dicho que lo era, que no sacaba buenas notas porque no «me aplicaba», algo que los profesores siempre dicen para crearte problemas con tus padres. Pero tal vez era verdad. Me pregunté si quizá el hecho de ser feo me hacía más inteligente. Will dijo que cuando una persona era ciega, los otros sentidos —como el olfato o el oído— se agudizan para compensar la deficiencia. ¿Puede que me estuviera volviendo más listo para compensar mi monstruosidad?
Normalmente, leía por las mañanas, y por las tardes lo comentábamos. Will solía venir a verme sobre las once.
Un sábado, sin embargo, Will no apareció. Al principio no me di cuenta porque estaba leyendo una parte muy importante del libro, cuando Cuasimodo rescata a Esmeralda antes de que la ejecuten y se la lleva a la catedral, gritando «¡Santuario, santuario!». Sin embargo, pese a que la ha salvado, Esmeralda no puede mirarlo a la cara porque es demasiado feo.
¡Para que hablen de depresión! Oí el reloj dar las doce. Decidí ir al piso de abajo.
—¡Will! ¡Levanta! ¡Es hora de inculcar conocimientos!
Sin embargo, me encontré a Magda en el tercer piso.
—Will no está, Kyle. Tenía una cita muy importante. Me dijo que te tomaras el día libre.
—Toda mi vida es un día libre.
—No tardará en volver.
No quería leer más, de modo que, después de comer, me conecté a Internet. La semana anterior había encontrado una página genial donde podías ver el mundo por satélite. Hasta entonces, había encontrado el Empire State Building, Central Park y la Estatua de la Libertad. Incluso había encontrado mi casa. ¿No molaría encontrar la catedral de Notre Dame en París? Volví a centrarme en Nueva York, haciendo un zoom desde el Empire State Building a St. Patrick. ¿Sería Notre Dame tan grande como St. Patrick? Necesitaba un atlas, y una guía de viajes. Las pedí por Internet.
Entonces, ya que estaba conectado y no tenía nada más que hacer, comprobé MySpace.com. Conocía a gente que se había conocido por Internet. Tal vez yo también pudiera conocer a alguien de esa forma, conseguir que se enamorara de mí a través de los mensajes instantáneos, y después explicarle con cuidado todo el tema de la bestia.
Me conecté a MySpace.com y busqué a chicas. Aún conservaba un perfil de cuando era Normal. Nunca había intentado encontrar a alguien en allí, no lo necesitaba. Así que añadí unas cuantas fotos, alguna descripción más y respondí todas las preguntas sobre mis intereses (hockey), película favorita (Orgullo y prejuicio —Sloane me había obligado a verla, y aunque la odié completamente, sabía que a las chicas les gustaba ese tipo de cosas) y héroes (mi padre, por supuesto; me pareció lo más lógico). En la casilla Me gustaría encontrar escribí «el amor verdadero», porque era verdad.
Inicié la búsqueda. No había ninguna categoría para mi edad, de modo que lo intenté con 18 a 20. De todos modos sabía que todo el mundo mentía en ese tema. Aparecieron setenta y cinco perfiles.
Probé con varios. Unos cuantos resultaron ser páginas de sexo. Evité cualquier cosa que contuviera la palabra pervertido, y, finalmente, encontré una que parecía normal. El nombre era Tímida23, pero el perfil no lo era en absoluto.
Me considero una chica un poco rara. No creo que exista nadie como yo. Mido 1,58, soy rubia y de ojos azules. Bueno, puedes ver las fotos. Me encanta bailar y estar con mis amigos. Me gusta la gente directa. También me encanta ir a fiestas. Voy a UCLA, donde estudio arte dramático. Me gusta pasármelo bien y vivir intensamente…
Miré el espejo y dije:
—Muéstrame a Tímida23.
El espejo se centró en un aula y después en una niña; una niña que obviamente no pasaba de los doce años. Presioné la tecla de Volver de mi teclado.
Entré en otro perfil, y en otro más. Intenté escoger los de las chicas de otros estados, ya que así no tendría que conocerlas demasiado pronto. Después de todo, ¿qué podía decirles? ¿«Soy la bestia con la flor amarilla en la solapa»? Disponía de dos años para enamorarme y conseguir que ella se enamorara de mí.
—Muéstrame a EstrelladeBaile112 —le ordené al espejo.
Tenía más de cuarenta.
Las siguientes tres horas las pasé buscando en MySpace.com y Xanga. De hecho, el término más adecuado sería rebuscando. Los siguientes perfiles que comprobé fueron estos:
Un ama de casa de cuarenta y tantos que me pedía una fotografía desnudo
Un tipo mayor
Una niña de 10 años
Un oficial de policía
Todos decían que eran de mi edad y que eran mujeres. Confiaba en que el poli estuviera allí intentando pillar a otros pervertidos. Le envié un mensaje de advertencia a la niña de diez años y me contestó, airada, diciéndome que no era su madre.
Magda apareció con la aspiradora.
—Ah, no sabía que estabas aquí, Kyle. ¿Te molesta si paso el aspirador?
—No. Solo estoy en Internet. —Sonreí—. Intentando conocer a una chica.
—¿Una chica? —Se acercó y miró la pantalla—. Ah. —Se encogió ligeramente de hombros. No estaba seguro de que supiera lo que era una sala de chat—. De acuerdo, haré poco ruido. Gracias.
Me quedé un rato más buscando. Había unas cuantas que parecían normales, pero ninguna de ellas estaba conectada. Decidí regresar más tarde.
A continuación me pasé otra media hora buscando en Google palabras como bestia, transformación, hechizo, maldición, solo para ver si aquello le había sucedido a alguien más aparte de a los personajes de los cuentos de Grimm o a Shrek. Encontré una página web de lo más extraña, administrada por un tipo llamado Chris Anderson, en la que encontré todo tipo de listas de chat, incluida una sobre gente que se había transformado en otras cosas. Probablemente sería uno de esos grupos de adolescentes que se pasan el día escribiendo sobre Harry Potter. Aun así, decidí que regresaría a ella otro día.
Finalmente, me desconecté. Hacía rato que había oído volver a Will, pero no había subido a hablar conmigo.
—¡Will, el día libre se ha acabado! —grité.
Ninguna respuesta. Comprobé los otros pisos. Ni rastro de Will. Finalmente, volví a mi apartamento.
—Kyle, ¿eres tú? —Su voz me llegó desde el jardín. No había vuelto a estar allí desde el primer día. La visión de la valla de madera de dos metros y medio que papá había hecho instalar para que la gente no me viera era tan deprimente que nunca descorría las cortinas.
Pero Will estaba allí fuera.
—¿Me ayudas, Kyle?
Will estaba rodeado de macetas, plantas, tierra y palas. De hecho, estaba atrapado contra un muro por un saco enorme de tierra.
—¡Will, tienes un aspecto horrible! —le grité a través de las puertas de vidrio.
—No puedo decir lo mismo —dijo él—. Pero si tienes el mismo aspecto que tu voz, pareces un idiota. Por favor, ayúdame.
Salí al jardín y le ayudé a levantar el saco de tierra. Se vertió por todas partes, sobre todo encima de Will.
—Lo siento.
Entonces vi que había estado plantando rosales, montones de rosales. Había rosas en parterres antes yermos, en tiestos y en enredaderas. Rojas, amarillas, rosas y, lo peor de todo, rosas blancas que me recordaron la peor noche de mi vida. No quería mirarlas, pero no pude evitar seguir avanzando por el jardín. Alargué la mano para tocar una y di un salto: una espina. Las uñas emergieron de mis dedos. Como el león y el ratón, pensé. Cogí la espina entre dos dedos y salió fácilmente. La herida se selló.
—¿Por qué tantas rosas? —dije.
—Me gusta la jardinería y el olor de las rosas. Me he cansado de verte abatido y con las cortinas corridas. Pensé que un jardín tal vez alegraría un poco las cosas. Decidí seguir tu consejo sobre lo de gastar el dinero de tu padre.
—¿Cómo sabías que las cortinas estaban cerradas?
—Una habitación está fría cuando está cerrada y vacía. No has visto el sol desde que llegué aquí.
—¿Y crees que plantar unas cuantas rosas lo arreglará? —Le di un puñetazo a uno de los rosales. Se vengó de mí clavándome unas cuantas espinas—. Claro, seré como uno de esos canales de telefilmes: «La vida de Kyle era vacía y desesperada. Hasta que un rosal lo cambió todo». ¿De verdad piensas eso?
Will sacudió la cabeza.
—A todo el mundo le gusta la belleza…
—¿Qué sabrás tú de la belleza? No me conoces.
—No siempre he sido ciego. Cuando era pequeño, mi abuela tenía un jardín de rosas. Me enseñó a cuidar de ellas. «Una rosa puede cambiar tu vida», solía decir. Murió cuando yo tenía doce años, justo cuando empecé a perder la vista.
—¿Empezar? —Aunque en realidad estaba pensando: Desde luego que una rosa puede cambiarte la vida.
—Al principio no podía ver por las noches. Después, visión de túnel, lo que me supo fatal porque no podía seguir jugando a béisbol, y se me daba bastante bien. Y, al final, perdí completamente la vista.
—Guau, debiste de alucinar.
—Gracias por tu comprensión, pero no te pongas en plan «reality show». —Will olió una rosa roja—. El olor me recuerda a aquellos tiempos. Puedo verlos en mi cabeza.
—Yo no huelo nada.
—Inténtalo con los ojos cerrados.
Lo hice. Will apoyó una mano en mi hombro, guiándome hacia las flores.
—Muy bien, ahora huélelas.
E inhalé. Tenía razón. El aire estaba intoxicado con el aroma de las rosas. Sin embargo, me trajo el olor de aquella noche. Me vi a mí mismo en el escenario, junto a Sloane, y después de nuevo en mi habitación con Kendra. Noté que algo se agitaba en mi estómago. Di un paso atrás.
—¿Cómo sabes cuáles has de comprar? —Aún tenía los ojos cerrados.
—Encargo lo que quiero y cruzo los dedos. Cuando llegó el repartidor, las clasifiqué por colores. Puedo distinguir un poco los colores.
—¿Ah, sí? —Seguía con los ojos cerrados—. ¿De qué color son estas, entonces?
Will me soltó.
—Esas son las que están en la maceta con el rostro de cupido.
—¿Pero de qué color son?
—Las de la maceta de cupido son blancas.
Abrí los ojos. Blancas. Las rosas que me habían traído aquellos recuerdos tan intensos eran blancas. Recordé a Magda diciéndome: «Los que no saben apreciar las cosas hermosas de la vida no pueden ser felices».
—¿Quieres ayudarme a plantar el resto? —preguntó Will.
—Al menos me mantendrá ocupado —dije con un encogimiento de hombros.
Will tuvo que enseñarme cuánta tierra, turba y abono debía colocar en cada maceta. Y después a levantar la planta y a ubicarla en el lecho de tierra.
—A Magda le gustan las rosas blancas.
—Deberías llevarle unas cuantas.
—No lo sé.
—De hecho, lo del jardín fue idea suya. Me dijo que te pasabas las mañanas en el piso de arriba, mirando por la ventana. «Como una flor en busca del sol», dijo. Está preocupada por ti.
—¿Por qué debería estarlo?
—No tengo ni idea. Quizá tenga un buen corazón.
—De eso nada. Es porque le pagan.
—A ella le pagan igual si eres feliz o no, ¿verdad?
Tenía razón. No tenía ningún sentido. Siempre había sido muy grosero con Magda, y allí estaba ella, haciendo cosas por mí que no formaban parte de su trabajo. Como Will.
Empecé a cavar otro agujero.
—Gracias por hacer esto, Will.
—De nada.
Le dio una patada al saco de tierra en mi dirección, para recordarme lo que debía hacer a continuación.
Más tarde, corté tres rosas blancas y se las llevé a Magda. Quería dárselas en persona, pero cuando llegué a su habitación, me sentí como un estúpido. Así que las dejé junto a la cocina donde estaba preparando la cena. Confié en que supiera que se las había llevado yo, no Will. Sin embargo, cuando bajó para traerme la bandeja con la cena, fingí estar en el baño y le grité que la dejara junto a la puerta.