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A veces, cuando caminas por Nueva York —probablemente en cualquier ciudad, pero sobre todo en Nueva York, ya que aquí vive mucha gente— te cruzas con ese tipo de personas, como tíos en silla de ruedas con las piernas que no sobresalen del asiento o gente con cicatrices de quemaduras en la cara. Tal vez perdieron las piernas en una guerra o alguien les tiró ácido. Nunca había pensado mucho en ellos. Como mucho pensaba en cómo podía pasar junto a ellos sin tocarlos. Me daban repugnancia. Sin embargo, ahora pienso en ellos todo el tiempo, cómo en un momento dado puedes ser normal —incluso guapo— y al siguiente te sucede algo que te cambia. Puedes sufrir daños irreparables. Convertirte en un monstruo. Yo era uno, y si me quedaran cincuenta, sesenta, setenta años por delante, los viviría como un monstruo por culpa de aquel instante en que Kendra me lanzó aquel hechizo por lo que hice.

Lo que me ocurrió con el espejo fue muy curioso. En cuanto lo utilicé una vez, me obsesioné con él. Al principio, observé a todos mis amigos (antiguos amigos, como diría Kendra), pillándolos en situaciones comprometidas: mientras sus padres los abroncaban, hurgándose la nariz, desnudos o, en general, no pensando en absoluto en mí. También observé a Sloane y a Trey. Sí, estaban juntos, pero Sloane tenía otro novio, un chico que no iba a Tuttle. Me pregunté si a mí también me habría engañado.

Entonces empecé a observar a otras personas. En aquellas largas semanas de agosto no había nadie en el apartamento. Magda me preparaba las comidas, pero yo solo salía cuando la oía pasar el aspirador en la otra punta de la casa, o cuando salía. Recuerdo que le oí decir que yo le daba miedo. Probablemente pensaba que había recibido mi merecido. La odié por pensar aquello.

Y entonces se me ocurrió algo: cogía el anuario de la escuela, elegía una página y señalaba una persona al azar, casi siempre algún perdedor en quien no me habría fijado cuando iba a la escuela. Leía su nombre y miraba en el índice qué actividades realizaba. Pensaba que conocía a todo el mundo, pero ahora me daba cuenta de que no sabía nada de la mayoría de ellos. Ahora conocía todos sus nombres.

El juego consistía en lo siguiente: elegía a una persona e intentaba adivinar dónde estaba a través del espejo. A veces era sencillo. Los cerebritos siempre estaban delante de un ordenador. Los atletas casi siempre estaban en el exterior, corriendo.

El domingo por la mañana elegí la foto de Linda Owens. Me resultaba familiar. Entonces me di cuenta de que era la chica del baile, la chica a la que le había regalado la rosa y que se había emocionado tanto por ello, la que me había proporcionado la segunda oportunidad. En la escuela nunca me había fijado en ella hasta aquel día. Ahora repasé sus páginas del anuario, las cuales se parecían bastante a un currículo: Sociedad Honorífica Nacional, Sociedad Honorífica de Francés, Sociedad Honorífica de Lengua… bueno, todas las sociedades honoríficas.

Tenía que estar en la biblioteca.

—Quiero ver a Linda —le dije al espejo.

Busqué la biblioteca. Normalmente, el espejo empezaba por la localización, como en una película, de modo que esperaba una toma de los leones de cemento y después una de Linda, estudiando pese a que estábamos en agosto.

En lugar de eso, el espejo mostró la imagen de un vecindario que no había visto nunca… y que tampoco tenía ningún interés en conocer. En la calle discutían dos mujeres de aspecto agotado, vestidas con tops ajustados. Un yonqui estaba desplomado en un portal, inyectándose. El espejo se centró en un pórtico, pasó a través de una puerta, subió una escalera con un escalón roto y un fluorescente desnudo con unos cables colgando, y terminó en un apartamento.

La pintura de las paredes estaba desconchada y el suelo era de linóleo. Había cajas a modo de estanterías. Sin embargo, todo parecía limpio, y Linda estaba sentada en el centro de la habitación, leyendo. Al menos no me había equivocado en eso.

Pasó una página, luego otra, y otra más. Debí de observarla mientras leía durante unos diez minutos. Sí, estaba muy aburrido. Pero era más que eso. Era genial verla leer de aquel modo, aislada de todo lo que le rodeaba.

—¡Oye, niña! —dijo una voz. Me sobresalté. Hasta entonces el silencio había sido tan profundo que no había reparado en que había alguien más en la habitación.

Linda levantó la cabeza del libro.

—¿Sí?

—Tengo… frío. Tráeme una manta, ¿quieres?

Linda suspiró y puso el libro boca abajo. Miré el título. Jane Eyre. En aquel momento estaba tan aburrido que pensé que tal vez algún día lo leería.

—De acuerdo —dijo ella—. ¿Quieres también un té? —Ya estaba de pie, a medio camino de la cocina.

—Sí. —La respuesta fue poco más que un gruñido—. Pero date prisa.

Linda abrió el grifo y dejó correr el agua mientras cogía una gastada tetera roja. Llenó la tetera y la dejó sobre la encimera.

—¿Dónde está esa manta? —La voz parecía enfadada.

—Ya voy. Lo siento. —Tras una mirada rápida a su libro, se dirigió al armario y desplegó una miserable manta azul. Se la llevó a un hombre acurrucado en un viejo sofá. Estaba tapado con otra manta, de modo que no pude verle la cara, pero temblaba pese al calor que hacía. Linda le arropó los hombros con la manta.

—¿Mejor?

—No mucho.

—El té te sentará bien.

Linda preparó el té y buscó algo en la prácticamente desierta nevera, lo dejó estar y le llevó el té al hombre. Pero este ya se había dormido. Se arrodilló junto a él un momento, escuchando. A continuación, metió la mano bajo el cojín como si buscara algo. Nada. Regresó a la lectura mientras daba sorbitos de té. Continué observándola pero no ocurrió nada más.

Normalmente, observaba a una persona una sola vez. Pero la semana siguiente, continué regresando a Linda. No es que estuviera buena ni que hiciera cosas interesantes. La mayor parte de la gente de Tuttle estaba de campamento, o incluso en Europa. De modo que, si lo deseaba, podría haber observado a alguien que estuviera en el Louvre. O, mejor aún, podría haberme colado en las duchas de un campamento y ver a las chicas desnudas… de acuerdo, eso también lo hice. Pero, sobre todo, observé a Linda mientras leía. ¡No podía creer que pudiera leer tanto en verano! De vez en cuando se reía de algo, y en una ocasión incluso se le escapó una lágrima. No entendía cómo alguien podía tomarse tan en serio los libros.

Cierto día, mientras ella leía, se produjo un ruido. Alguien llamaba a la puerta. Vi cómo la abría.

Una mano la agarró y yo pegué un bote.

—¿Dónde está? —exigió una voz. Una forma corpulenta apareció en la imagen. No podía verle la cara, solo que era alguien muy grande. Me pregunté si debía llamar a la policía.

—¿Dónde está el qué? —dijo Linda.

—Ya lo sabes. ¿Qué pretendes hacer con ello?

—No sé a qué te refieres. —Su voz parecía calmada, y se separó de él con una risita e hizo ademán de seguir con la lectura.

Pero él volvió a agarrarla y la atrajo hacia él.

—Dámelo.

—Ya no lo tengo.

—¡Zorra! —La abofeteó, y Linda tropezó y cayó al suelo—. Lo necesito. ¿Te crees mejor que yo, que puedes robarme? ¡Dámelo!

El hombre se acercó a ella como si pretendiera abofetearla de nuevo, pero Linda se recuperó, se puso en pie y se escondió detrás de la mesa. Cogió el libro y se protegió con él, como si fuera un escudo.

—Aléjate de mí o llamaré a la poli.

—No llamarías a la poli para denunciar a tu propio padre.

Di un salto al oír la palabra padre. ¿Aquel deshecho humano era su padre? ¿El mismo al que había arropado con la manta la semana anterior?

—No lo tengo —dijo ella. Su rostro tenía la mirada descompuesta de alguien que estaba al borde de las lágrimas—. Lo he tirado, por el retrete.

—¿Que lo has tirado? ¿Cientos de pavos en mierda? Tú…

—¡No deberías tenerlo! Me prometiste…

El hombre se abalanzó sobre ella, pero perdió el equilibrio y Linda logró escapar y se dirigió hacia la puerta. Con el libro aún entre los brazos, huyó del asqueroso apartamento, bajó las escaleras, gastadas y cubiertas de telarañas, y salió a la calle.

—¡Huye! —le gritó su padre—. ¡Lárgate como hicieron las putas de tus hermanas!

Corrió por la calle y entró en una estación de metro. Vi cómo bajaba las escaleras y cómo se metía en un convoy. Solo entonces empezó a llorar.

Deseé poder consolarla.