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Aquella noche no pude dejar de darle vueltas a lo que había dicho el doctor Endecott, aquello sobre que no podía ayudarme porque yo no podía cambiar. Ahora todo tenía sentido, el modo en que me crecía el pelo inmediatamente después de cortármelo. Y lo mismo ocurría con las uñas; ahora zarpas.

Papá no estaba en casa, y Magda había salido aquella noche. Papá le había subido el sueldo y le había hecho prometer que guardaría el secreto. Así que cogí unas tijeras de la cocina y una cuchilla de afeitar. Me rasuré el pelo del brazo izquierdo todo lo que pude y después lo afeité hasta dejarlo incluso más suave que antes de la transformación.

Esperé sin dejar de mirarme el brazo. No ocurrió nada. Tal vez el secreto era dejarlo lo más rasurado posible; no recortarlo sino eliminar el pelo completamente. Incluso si papá había de contratar a alguien para que me depilara con cera caliente a diario, valdría la pena si con aquello podía aparentar cierta normalidad. Regresé a mi habitación sintiendo algo —esperanza— que no había sentido desde el día que llamara a Sloane para conseguir un beso.

Pero cuando entré en la brillante luz de mi cuarto, el pelo había vuelto a crecer. Me miré ambos brazos. El pelo que cubría el izquierdo parecía más recio que antes.

Algo —quizá un grito— pugnaba por salir de mi garganta. Corrí a la ventana. Quería aullar a la luna eterna como una bestia en una película de terror. Pero la luna estaba oculta entre dos edificios. Aun así, abrí la ventana y rugí a la calurosa atmósfera de julio.

—¡Cállate! —Una voz salió del apartamento inferior. En la calle, una mujer apretó el paso mientras aferraba con más fuerza su bolso. Una pareja se besaba en las sombras que proyectaba un farol. Ni siquiera repararon en mi presencia.

Corrí a la cocina y me hice con el cuchillo más grande que encontré. Después, me encerré en el baño y, apretando los dientes en previsión del dolor, me corté un trozo de carne del brazo. Me quedé contemplando la sangre que brotaba del corte. Me gustó la atroz herida roja. Me esforcé por apartar la mirada.

Cuando volví a mirar, la herida había desaparecido. Era indestructible, inalterable. ¿Significaba aquello que era un superhombre? ¿Que no podía morir? ¿Qué ocurriría si alguien me disparaba? Y, de ser así, ¿qué era peor? ¿Morir o vivir para siempre como un monstruo?

Cuando volví a acercarme a la ventana, no vi a nadie en la calle. Eran las dos en punto. Quería conectarme a Internet, chatear con mis amigos como solía hacer antes. Había mantenido la historia de papá sobre la neumonía hasta final de curso, momento en el que les dije a todos que pasaría el verano en Europa y que en otoño iría a un internado. Les prometí que los vería antes de marcharme en agosto, aunque sabía que no era verdad. No importaba. Apenas me habían escrito. No quería regresar a Tuttle. No como un monstruo. En Tuttle tratábamos mal a la gente con zapatos baratos. Con aquel aspecto, me perseguirían con horcas. Pensarían, como papá, que tenía alguna enfermedad rara y no se acercarían a mí. E incluso, si lo hacían, no podía enfrentarme al hecho de ser un monstruo en una escuela en la que había pertenecido al Grupo de los Guapos.

En la calle, un vagabundo caminaba con dificultad. Llevaba una enorme mochila sobre los hombros. ¿Qué se sentiría siendo él, no tener a nadie, que nadie esperara nada de ti? Le observé hasta que desapareció entre dos edificios, como la luna.

Finalmente, me dejé caer en la cama.

Cuando mi cabeza golpeó la almohada, noté algo duro debajo. Deslicé una mano y encontré un objeto. Encendí la luz para ver qué era.

Un espejo.

No me había mirado en uno desde la transformación, desde el día en que había roto el de mi cuarto. El que tenía en las manos era un espejo cuadrado, con mango y un marco de plata, muy parecido al que tenía Kendra aquel día en la escuela. Pensé en hacerlo añicos. Uno encuentra satisfacción donde puede.

Pero entonces vi mi rostro reflejado en él. Era mi auténtico rostro… mi viejo rostro, aquella cara de ojos azules, perfecta, que aún me pertenecía aunque fuera solo en mis sueños. Acerqué el espejo mientras lo sujetaba con ambas manos, como si fuera una chica a la que fuera a besar.

El reflejo se disolvió y volvió a aparecer el rostro de la bestia. ¿Me estaba volviendo loco? Alcé el espejo.

—¡Espera!

La voz había salido del interior del espejo. Lentamente, volví a bajarlo.

La cara había vuelto a cambiar. Ahora era la de Kendra, la bruja.

—¿Qué estás haciendo ahí?

—No lo rompas —dijo ella—. Tiene poderes mágicos.

—Claro —dije—. ¿Y qué más?

—En serio. Llevo un mes observándote. Veo que has comprendido que no puedes salir de esto con el dinero de papá; dermatólogos, cirujanos plásticos. Tu padre incluso llamó a esa clínica de Costa Rica donde él se hizo la última operación de alto secreto. Todos te han dicho lo mismo: «Lo sentimos, chaval. Debes aprender a vivir con ello. Ve a ver a un psicólogo».

—¿Cómo sabes…?

—También vi cómo te fallaba Sloane.

—No me falló. La besé antes de que me viera.

—Pero no te transformaste, ¿a qué no?

Negué con la cabeza.

—Te lo dije, tienes que amar a la persona a la que beses. Y ella también debe amarte a ti. ¿Amas a Sloane?

No contesté.

—Creo que no. El espejo tiene poderes mágicos. Si miras en su interior, puedes ver a quien quieras, en cualquier parte del mundo. Piensa en el nombre de alguien, tal vez en uno de tus antiguos amigos… —Cuando dijo antiguos, su rostro adquirió una expresión desdeñosa—. Pídeselo y el espejo te mostrará a esa persona, esté donde esté.

No quería hacerlo. No quería hacer nada que dijera ella. Pero no pude evitarlo. Pensé en Sloane, e instantáneamente, la imagen del espejo cambió y apareció el apartamento de Sloane, tal y como lo recordaba del día del baile. Sloane estaba en el sofá, montándoselo con un tío.

—De acuerdo, ¿y ahora qué? —grité antes de saber si Sloane podría oírme.

Kendra volvió a aparecer en el espejo.

—¿Puede oírme? —dije en susurro.

—No, solo yo puedo hacerlo. Con el resto es unidireccional, como los monitores de los bebés. ¿Te gustaría ver a alguien más?

Empecé a negar con la cabeza, pero de nuevo mi subconsciente me traicionó. Pensé en Trey.

El espejo regresó al apartamento de Sloane. Trey era el tío que estaba montándoselo con Sloane.

Tras un minuto, Kendra dijo:

—¿Qué harás ahora? ¿Volverás a la escuela?

—Por supuesto que no. No puedo ir a la escuela siendo un monstruo. Me he estado relacionando más con mi padre. —Miré el reloj. Eran más de la diez y papá aún no había vuelto a casa. Me estaba evitando. Las pocas semanas que habíamos ido de un médico a otro era el tiempo más largo que habíamos pasado juntos desde… bueno, desde siempre. Pero sabía que aquello terminaría. Había vuelto a mi vida anterior, cuando solo veía a papá por la televisión. Cuando tenía una vida, no me había importado. Pero ahora no tenía nada, nadie.

—¿Has pensado en cómo vas a romper el hechizo?

Me puse a reír.

—Tú puedes cambiarme.

Volvió a apartar la mirada.

—No puedo.

—No quieres.

—No, no puedo. Debes ser tú quien lo rompa. El único modo de romperlo es cumpliendo los requisitos… debes encontrar el amor verdadero.

—No puedo hacer eso. Soy un monstruo.

Kendra sonrió tímidamente.

—Sí, un poco sí que lo eres, ¿verdad?

Sacudí el espejo.

—Tú me hiciste esto.

—Eras un estúpido integral. —Hizo una mueca—. ¡Y deja de sacudir el espejo!

—¿Te molesta? —Le di otra sacudida—. ¡Qué pena!

—Tal vez no cometí un error al transformarte. Tal vez me equivoqué al intentar ayudarte.

—¿Ayudarme? ¿Qué tipo de ayuda puedes ofrecerme? Has dicho que no puedes devolverme mi aspecto anterior.

—Puedo aconsejarte, y mi primer consejo es el siguiente: no rompas este espejo. Podría serte muy útil.

Y entonces desapareció.

Dejé el espejo cuidadosamente en la mesita de noche.