Tenéis que saber algo importante: si eres una bestia, los médicos no pueden curarte.
Durante las siguientes semanas, mi padre y yo recorrimos Nueva York de arriba abajo y hablamos con docenas de médicos, quienes nos dijeron en diversas lenguas y acentos que mi afección no tenía remedio. También viajamos fuera de Nueva York y visitamos brujas y vudúes. Todos nos dijeron lo mismo: no sabían cómo me había convertido en aquello, pero no podían hacer nada por mí.
—Lo siento, señor Kingsbury —le dijo a mi padre el último médico que visitamos.
Estábamos en una oficina en medio de ninguna parte, en Iowa o Idaho o quizá Illinois. Habíamos tardado trece largas y silenciosas horas en llegar, y cuando nos detuvimos en un área de servicio, me vestí como una mujer de Oriente Medio, con la ropa cubriéndome todo el cuerpo y el rostro. El médico trabajaba en un hospital situado en una ciudad de los alrededores, pero papá lo había arreglado para que nos recibiera privadamente en su casa de campo. Papá no quería que nadie me viera. Miré por la ventanilla. La hierba era de un verde intenso, como no lo había visto jamás, y había rosales de todos los colores. Miré las rosas. Eran hermosas, como Magda me había dicho.
—Sí, yo también.
—Nos encanta verle en las noticias, señor Kingsbury —dijo el doctor Endecott—. Especialmente mi mujer parece estar colada por usted.
¡Dios! ¿Iba aquel tipo a pedirle un autógrafo o a sugerirle un ménage à trois?
—Podría ir a una escuela para invidentes —interrumpí.
El médico se detuvo en mitad de su propuesta, o proposición.
—¿Cómo, Kyle?
Era el primero que me llamaba por mi nombre. Un vudú del East Village me había llamado engendro del demonio (lo que pensé que era tan insultante para mi padre como para mí). Quise marcharme en aquel momento, pero papá siguió hablando con él hasta el punto decisivo, cuando —sorpresa, sorpresa— dijo que no podía ayudarme. En realidad no culpaba a nadie por el hecho de que no quisieran estar en mi presencia. Yo tampoco hubiera querido estar conmigo, por eso pensaba que mi sugerencia era tan brillante.
—Una escuela de invidentes —dije—. Tal vez pueda ir a una.
Sería perfecto. Una chica ciega no podría ver lo feo que era, de modo que podría recurrir al encanto de los Kingsbury y conseguir que me amara. Entonces, en cuanto el hechizo se hubiera roto, podría regresar a mi antigua escuela.
—Pero tú no eres ciego, Kyle —dijo el médico.
—¿No podríamos decirles que lo soy? ¿Que perdí la visión en un extraño accidente de caza o algo así?
Meneó la cabeza.
—Entiendo perfectamente cómo te sientes, Kyle.
—Sí, claro.
—No, de verdad. Lo entiendo, un poco. De joven tenía un cutis terrible. Lo intenté todo, medicinas, preparados, y durante un tiempo funcionó, pero poco después empeoró. Me sentía tan feo y tímido que creía que nadie se interesaría nunca por mí. Hasta que un día crecí y me casé. —Señaló un retrato de una hermosa mujer rubia.
—¿Con un día se refiere a cuando terminó la universidad e hizo un montón de dinero y de ese modo las mujeres dejaron de fijarse en su aspecto? —dijo bruscamente mi padre.
—Papá… —dije. Pero yo pensaba lo mismo.
—¿Está comparando esto con el acné? —dijo papá señalándome—. Es una bestia. Se levantó una mañana y era un animal. Estoy seguro de que la ciencia médica…
—Señor Kingsbury, debe dejar de decir esas cosas. Kyle no es una bestia.
—¿Cómo lo llamaría usted? ¿Qué terminología existe?
El médico agitó la cabeza.
—No lo sé. Lo que sí sé es que solo está afectada su apariencia física, lo que es por fuera. —Puso su mano sobre la mía, lo que nadie se había atrevido a hacer hasta aquel momento—. Kyle, sé que es difícil, pero estoy convencido de que tus amigos aprenderán a aceptarte y a ser amables.
—¿En qué planeta vive? —le grité—. Porque definitivamente no debe de ser en la Tierra. No conozco a nadie amable, doctor Endecott. Y lo que es más importante, no quiero conocer a alguien así. Son perdedores. No tengo un pequeño problema. No voy en silla de ruedas. Soy un monstruo, simple y llanamente. —Me di la vuelta para que no vieran cómo me derrumbaba.
—Doctor Endecott —dijo mi padre—, hemos visitado a más de una docena de médicos y hospitales. En cierta ocasión… —Se detuvo—. Nos lo recomendaron encarecidamente. Si es una cuestión de dinero, pagaré lo que sea necesario para ayudar a mi hijo. No recurriremos al seguro.
—Lo entiendo, señor Kingsbury —dijo el médico—. Me gustaría…
—No se preocupe por los riesgos. Firmaré una autorización. Creo que tanto Kyle como yo estamos de acuerdo en que merece la pena intentarlo… antes de que continúe viviendo así. ¿Verdad, Kyle?
Asentí pese a entender que lo que mi padre quería decir era que prefería verme muerto a que siguiera viviendo con aquel aspecto.
—Sí.
—Lo siento, señor Kingsbury, pero no es una cuestión de dinero ni de riesgo. Simplemente no se puede hacer nada. Al principio creí que con injertos de piel, o incluso con un trasplante facial, pero hice algunas pruebas y…
—¿Qué? —dijo mi padre.
—Fue muy extraño, pero la estructura de la piel permaneció intacta, como si no pudiera cambiar.
—Eso es una locura. Todo puede cambiar.
—No. Nunca había visto nada parecido. No sé qué puede haberlo provocado.
Papá volvió a mirarme. Sabía que no quería que le hablara a nadie de la bruja. Ni siquiera él lo había aceptado del todo. Aún creía que padecía una extraña enfermedad que la medicina podía curar.
El doctor Endecott continuó:
—Me gustaría hacer más pruebas, con propósitos científicos.
—¿Ayudarán a mi hijo a volver a ser normal?
—No, pero pueden ayudarnos a conocer más cosas sobre su problema.
—Mi hijo no será un conejillo de indias —dijo mi padre con brusquedad.
El médico asintió.
—Lo siento, señor Kingsbury. Lo único que puedo sugerirle es que lo vea un psicólogo, para que le ayude a convivir con la nueva situación lo mejor posible.
En el rostro de papá se dibujó una tímida sonrisa.
—Sí, lo haré. Ya me he ocupado de eso.
—Bien. —El doctor Endecott se volvió hacia mí—. Y Kyle, siento mucho no poder ayudarte. Pero debes entender que, si te esfuerzas, esto no es necesariamente el final. Mucha gente con discapacidades consigue grandes logros. Ray Charles, un hombre ciego, poseía una maravillosa capacidad musical, y Stephen Hawkins, el físico, es un genio pese a la enfermedad en el sistema motor de las neuronas.
—Pero ese es el problema, doctor. Yo no soy ningún genio. Solo soy un chico normal.
—Lo siento, Kyle. —El doctor Endecott se puso en pie y volvió a darme una palmadita en el hombro, de un modo que decía tanto Eso es, eso es como Lárgate ya. Lo comprendí y me levanté.
En el viaje de regreso, papá y yo no hablamos mucho. Cuando llegamos a casa, me acompañó desde la limusina a la entrada trasera para el servicio. Me quité el velo negro que me cubría la cara. Estábamos en julio y hacía calor, y aunque intentaba mantener a raya el pelo de mi rostro, siempre volvía a crecer casi instantáneamente. Papá me indicó con un gesto que entrara.
—¿Tú no te quedas? —dije.
—No, llego tarde. Ya he perdido suficientes días de trabajo con todo esto. —Debió de ver la cara que ponía porque añadió—: Es una pérdida de tiempo, no conseguiremos nada.
—Claro. —Entré en casa. Papá empezó a cerrar la puerta pero la detuve con la espalda—. ¿Aún quieres ayudarme?
Contemplé el rostro de mi padre. Era el hombre de las noticias, de modo que se le daba muy bien mantener un semblante neutro incluso cuando perdía los nervios. Sin embargo, ni siquiera él pudo evitar torcer ligeramente los labios cuando dijo:
—Por supuesto, Kyle. Jamás dejaré de intentarlo.