Segunda parte
LA BESTIA

1

Era una bestia.

Me miré en el espejo. Era un animal. No exactamente un lobo, ni un oso, ni un gorila, ni un perro, sino una criatura nueva y horrible que caminaba erguida y que casi era humana. Casi. Los colmillos sobresalían de mi boca, tenía los dedos en forma de garras y me salía pelo de cada uno de los poros de mi cuerpo. Yo, quien había mirado mal a la gente con granos o halitosis, era un monstruo.

—Le estoy ofreciendo al mundo la posibilidad de verte como realmente eres —dijo Kendra—. Una bestia.

Y entonces me abalancé sobre ella y clavé mis garras en su cuello. Era un animal, y mi voz animal no emitió palabra alguna, sino una serie de sonidos que antes habría sido incapaz de producir. Mis zarpas animales desgarraron su ropa, y después su carne. Me llegó el olor de la sangre y tuve la absoluta certeza de que sería capaz de matarla como el animal que era.

No obstante, la parte humana que aún había en mí consiguió decir:

—¿Qué me has hecho? ¡Vuelve a transformarme! ¡Vuelve a transformarme o te mataré! —Cuando grité esta última parte no reconocí mi propia voz.

Entonces, súbitamente, noté que me elevaba, separándome de ella. Su ropa y su carne empezó a recuperar su forma original.

—No puedes matarme —dijo ella—. Me transformaré en otra cosa, en un pájaro o en un pez o en un lagarto. Y no puedo hacer nada para que recuperes tu forma anterior. Solo depende de ti.

Alucinación. Alucinación, alucinación. Ese tipo de cosas no le ocurre a la gente corriente. Era un sueño propiciado por el hecho de haber visto la producción escolar Into the Woods y demasiadas películas de Disney. Estaba cansado, y todo el Absolut que había bebido con Sloane no ayudaba mucho. Cuando despertara, estaría bien. ¡Tenía que despertarme!

—No eres real —dije.

Pero la alucinación me ignoró.

—Hasta ahora has sido muy cruel. Pero en las horas previas a tu transformación has realizado un pequeño acto de bondad. Solo por eso te ofrezco una segunda oportunidad, por la rosa.

Entendí a qué se refería. La rosa. El ramo que le había regalado a aquella chica tan tímida del baile. Solo se la había dado porque no sabía qué hacer con ella. ¿Aquello contaba? ¿Era lo único bueno que había hecho por alguien? Si era así, era muy poco.

Kendra adivinó lo que estaba pensando.

—No, no es mucho. Y en realidad la segunda oportunidad no es para tanto, es una muy pequeña. En tu bolsillo encontrarás dos pétalos.

Metí la mano en el bolsillo y encontré los dos pétalos que había guardado allí cuando se desprendieron de la rosa. Kendra no tendría que saber aquello, lo que tal vez demostraba que todo era producto de mi imaginación. Sin embargo, me decidí por un:

—¿Y?

—Dos pétalos, dos años para encontrar a alguien dispuesto a ver más allá de tu abominable aspecto y hallar algo bueno en ti, algo que amar. Si tú también la amas, y si te lo demuestra besándote, el hechizo se desvanecerá y volverás a ser guapo. Si no, serás una bestia para siempre.

—Tienes razón. Es una oportunidad bastante remota. —Una alucinación, un sueño. ¿Me habría dado ácido sin que me diera cuenta? Pero, como todos los que sueñan, le seguí el juego. ¿Qué otra cosa podía hacer si no me despertaba?—. Nadie se enamorará de mí con este aspecto.

—¿Crees que nadie puede amarte si no eres atractivo?

—Creo que nadie puede amar a un monstruo.

La bruja sonrió.

—¿Preferirías ser una serpiente con alas de tres cabezas? ¿Una criatura con el pico de un águila, las patas de un caballo y la joroba de un camello? ¿Un león, o un búfalo? Oye, al menos puedes andar erguido.

—Quiero ser el que era.

—Entonces tendrás que confiar en encontrar a alguien mejor que tú, alguien a quien puedas conquistar con tu bondad.

Me puse a reír.

—Claro, bondad. Las chicas se mueren por eso.

Kendra me ignoró.

—Tiene que amarte a pesar de tu aspecto. No estás habituado a eso, ¿verdad? Y recuerda, tú también debes amarla, seguramente esa será la parte difícil, y demostrarlo con un beso.

Un beso, perfecto.

—Mira, todo esto ha sido muy divertido. Ahora vuelve a transformarme o lo que sea que hayas hecho. Esto no es un cuento de hadas. Estamos en Nueva York.

La bruja negó con la cabeza.

—Tienes dos años.

Y desapareció.

Eso ocurrió hace dos días. Ahora sé que fue real, no un sueño, ni tampoco una alucinación. Fue real.

—¡Kyle, abre la puerta!

Mi padre. Lo había estado evitando todo el fin de semana, como a Magda, acampando en mi habitación y alimentándome de patatas fritas. Eché un vistazo a la habitación. Todos los objetos que podían estar rotos lo estaban. Había empezado por el espejo, por razones obvias. Después había continuado con el reloj despertador, mis trofeos de hockey y toda la ropa del armario. De todos modos ya no me iba bien. Recogí del suelo un trozo de espejo y me miré en él. Horrible. Aparté el fragmento mientras valoraba la posibilidad de un tajo rápido en la yugular para acabar con todo. No tendría que enfrentarme a mis amigos, a mi padre, no tendría que vivir siendo el monstruo en que me había convertido.

—¡Kyle!

Su voz me sorprendió y el fragmento cayó al suelo. Justo lo que necesitaba para recuperar el sentido común. Papá encontraría una solución. Era un hombre rico. Conocía a cirujanos plásticos, dermatólogos… los mejores de Nueva York. Él lo arreglaría.

Y si no podía, aún tenía tiempo de hacer lo otro.

Me dirigí a la puerta.

Una vez, cuando era muy pequeño, caminaba por Times Square con mi niñera y, cuando miré hacia arriba, vi a papá en la JumboTron, por encima de todo el mundo. La niñera me obligó a continuar adelante, pero no podía dejar de mirarle, y me fijé que otras personas también le miraban, a mi padre.

A la mañana siguiente, papá estaba en el cuarto de baño, contándole a mi madre la gran noticia que había dado la noche anterior y que había provocado que toda aquella gente mirase la pantalla. Tenía miedo incluso de mirarle a la cara. Aún le veía más grande que todo lo demás y muy por encima de mí, formando parte de los rascacielos, como un dios. Le tenía miedo. Aquel día, en la escuela, le conté a todo el mundo que mi padre era el hombre más importante del mundo.

De eso hacía mucho tiempo. Ahora ya sabía que papá no era perfecto, que no era Dios. Había entrado en el baño después de él muchas veces y sabía que no cagaba flores.

Sin embargo, volví a tener miedo al acercarme a la puerta. Me quedé inmóvil, con la mano en el pomo y mi peluda cara pegada a la madera.

—Estoy aquí —dije en voz baja—. Voy a abrir la puerta.

—Entonces ábrela ya.

La abrí. Tuve la sensación de que todos los sonidos de Manhattan se detenían. Percibí aquel momento como si me encontrara en mitad del bosque, la puerta de mi habitación rozando la alfombra, mi respiración, los latidos de mi corazón. No tenía ni idea de qué haría mi padre, cómo reaccionaría ante el hecho de que su hijo se hubiera transformado en un monstruo.

Parecía… molesto.

—¿Qué demonios…? ¿Por qué vas vestido así? ¿Por qué no estás en la escuela?

Por supuesto. Creía que era un disfraz. Es lo que pensaría todo el mundo. Mantuve la voz baja.

—Esta es mi cara, papá. No llevo ninguna máscara. Esta es mi cara.

Me miró fijamente y se puso a reír.

—Jajaja, Kyle. No tengo tiempo para esto.

¿Crees que te haría perder tu precioso tiempo? Sin embargo, me esforcé por continuar calmado. Sabía que si me enfadaba, empezaría a gruñir y a rugir, a piafar el suelo como una bestia enjaulada.

Papá aferró un mechón de pelo de mi rostro y tiró con fuerza. Emití un aullido y, antes de darme cuenta, tenía las zarpas preparadas, pegadas a su cuello. Me detuve al rozar su mejilla. Él me miró con el pánico pintado en los ojos. Me soltó el pelo de la cara y retrocedió. Estaba temblando. Dios mío, mi padre estaba temblando.

—Por favor —le dije, y entonces vi que le empezaban a flaquear las rodillas. Tropezó con la puerta.

—¿Dónde está Kyle? ¿Qué le has hecho a mi hijo? —Miró detrás de mí, como si quisiera echarme a un lado y entrar en la habitación, pero no se atrevió—. ¿Qué le has hecho? ¿Qué haces en mi casa?

Estaba al borde del llanto, como yo. No podía apartar los ojos de él. Sin embargo, mantuve la calma cuando le dije:

—Papá, soy Kyle. Soy Kyle, tu hijo. ¿No reconoces mi voz? Cierra los ojos. Tal vez de ese modo la reconozcas. —Aunque al decir aquello un pensamiento horrible cruzó por mi mente. Tal vez no podría. Habíamos hablado tan poco los últimos años. Tal vez no reconocería mi voz. Me echaría a la calle con aquel aspecto y le diría a la policía que su hijo había sido secuestrado. Me vería obligado a huir, a vivir en el subsuelo. Me convertiría en una leyenda urbana… el monstruo que vivía en las alcantarillas de Nueva York.

—Papá, por favor. —Alargué las manos para comprobar si aún tenía huellas dactilares, si continuaban allí. Le miré fijamente. Estaba cerrando los ojos—. Papá, por favor, di que me conoces. Por favor.

Volvió a abrir los ojos.

—Kyle, ¿de verdad eres tú? —Cuando asentí, él añadió—: ¿No me estás tomando el pelo? Porque si lo estás haciendo, creo que no tiene ninguna gracia.

—No es ninguna broma, papá.

—¿Entonces qué ha ocurrido? ¿Cómo? ¿Estás enfermo? —Se frotó los ojos con una mano.

—Fue obra de una bruja, papi.

¿Papi? Había recurrido al término que utilicé solo dos minutos, entre el momento en que aprendí a hablar y el que comprendí que Rob Kingsbury no era el «papi» de nadie.

Sin embargo, le dije:

—Las brujas existen, papi. Aquí, en Nueva York. —Me detuve. Él me miraba completamente paralizado, como si yo le hubiera paralizado. Entonces, lentamente, se deslizó hasta el suelo.

Cuando se hubo recuperado, dijo:

—Esto… esta cosa… esta enfermedad… problema… lo que sea que te haya ocurrido, Kyle… lo arreglaremos. Encontraremos a un médico y lo arreglaremos. No te preocupes. No permitiré que mi hijo tenga ese aspecto.

Aunque aún estaba nervioso, me sentí aliviado. Aliviado porque estaba convencido de que si alguien podía arreglarlo, ese era mi padre. Mi padre era alguien importante, poderoso. Pero también me sentía nervioso por lo que había dicho: «No permitiré que mi hijo tenga ese aspecto».

Porque ¿qué ocurriría si no conseguía arreglarlo? No me detuve a considerar ni un solo instante la segunda opción. La de Kendra. Si mi padre no lo conseguía, estaba acabado.