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Bestia.

—Esa gótica de la clase de lengua era muy rara —le dije a Trey mientras nos cambiábamos de ropa para la clase de gimnasia.

—Ya, me ha puesto los pelos de punta —reconoció.

—Tras diez años mirando tu fea cara, nada me pone los pelos de punta.

—Oh, vale, ¿así que no es por eso por lo que no has dejado de darle vueltas desde que acabó la clase?

—No es cierto. —Pero sí lo era. Cuando la chica dijo aquello de que lo mejor sería que nunca me volviera feo, cuando me miró por última vez, fue como si supiera cosas sobre mí, cosas como que solía llorar cuando mi madre se largó porque creía que no volvería a verla jamás (lo que no se aleja mucho de lo que ocurrió). Pero aquello era una estupidez. Aquella chica no sabía nada de mí.

—Lo que digas —dijo Trey.

—De acuerdo, fue aterrador —acepté—. Aterrador que exista gente como ella.

—Y que vayan a escuelas supuestamente elitistas como estas y nos arruinen la diversión.

—Sí. Alguien tendría que hacer algo.

Realmente lo creía. Había estado tratando de aparentar que no era nada del otro mundo que me eligieran príncipe y todo eso, pero sí lo era. Tendría que haber sido un día fantástico, pero aquella bruja lo había arruinado.

Así es cómo la veía: una bruja. Normalmente, habría utilizado otra palabra, alguna que rimara con bruja[1]. Pero había algo en aquella chica, en el modo en que me miraba con aquellos ojos tan raros, de un verde completamente antinatural, que me hacía pensar en una bruja. Esa palabra la definía perfectamente.

Más tarde, en el gimnasio, volví a ver a la bruja. Estábamos corriendo por la pista cubierta, bueno, todos menos ella. Ella no se había cambiado; seguía con la misma ropa negra y holgada que llevaba horas antes. Estaba sentada en un banco bajo el tragaluz. Por encima de ella, el cielo estaba encapotado. No tardaría mucho en empezar a llover.

—Alguien debería darle una lección. —Recordé sus palabras: ahora ya eres feo, por dentro, donde es más importante… eres una bestia. Menuda sarta de estupideces—. No es tan distinta de los demás. Si pudiera salir con nosotros, lo haría. Cualquiera lo haría.

Aumenté el ritmo. Debíamos completar cinco vueltas al circuito, y normalmente lo hacía a un ritmo pausado, ya que, en cuanto terminabas, el Entrenador te mandaba otro ejercicio. De todos modos, era una estupidez que tuviera que hacer gimnasia cuando estaba en dos equipos distintos de la escuela. Pero sabía que el Entrenador también pensaba como yo, de modo que no me costaba mucho escabullirme cuando quería. Si le mirabas con el debido respeto —el tipo de mirada que le recordaba los cheques que tu padre extendía a los encargados de recaudar fondos para la asociación atlética para compensar el hecho de que nunca asistiera—, no era muy difícil salirse con la tuya.

Incluso a medio gas, terminé el circuito media vuelta por delante del segundo y crucé la pista en dirección al banco donde estaba sentada la bruja. Miraba algo que tenía sobre el regazo.

—¡Kingsbury! —gritó el Entrenador—. Si has acabado, podrías colocar las canastas.

—De acuerdo, Entrenador —dije, y di media vuelta, como si tuviera intención de hacerlo. Entonces, hice un gesto de dolor—. Oh, tengo una rampa. ¿Puedo hacer unos estiramientos? No quiero lesionarme.

Añadir mirada respetuosa.

—Muy bien, adelante —dijo el Entrenador con una sonrisa—. De todas formas estás a años luz de los demás.

Perfecto.

—¡Usted sí que sabe, Entrenador!

Se puso a reír.

Cojeé hasta que se dio la vuelta y, entonces, me acerqué tranquilamente hasta el banco donde estaba sentada la chica bruja. Empecé a hacer estiramientos.

—Se te da muy bien manipular a los adultos, ¿verdad? —dijo ella.

—Estupendamente. —Le sonreí—. Oye. —Vi el objeto que tenía sobre el regazo. Era un espejo, uno de esos antiguos con mango, como el de Blancanieves. Cuando se dio cuenta de que lo estaba observando, lo guardó rápidamente en su mochila.

—¿Para qué lo quieres? —le pregunté, pensando en lo extraño que resultaba que una chica tan poco favorecida llevara por ahí un espejo tan grande como aquel. De hecho, resultaba extraño en manos de cualquier persona.

Ignoró mi pregunta.

—¿Qué tal la pierna?

—¿Cómo? —Me detuve en mitad de un movimiento—. Oh, bien. Muy bien. Solo lo he dicho para venir a hablar contigo.

Enarcó una ceja.

—¿Y a qué debo ese honor?

—Yo no diría tanto. Solo estaba… pensando.

—Te ha debido de costar bastante.

—Estaba pensando en lo que dijiste en clase. Y he llegado a la conclusión de que tienes razón.

—¿De veras? —Parpadeó varias veces, como una rata saliendo de su refugio.

—Sí, de verdad. Por aquí solemos juzgar a la gente por su aspecto físico. Alguien como yo… admítelo, tengo un aspecto superior a la media, y eso me facilita las cosas bastante más que…

—¿A mí?

Me encogí de hombros.

—No quería ser tan específico. Mi padre presenta las noticias, así que sé de qué hablo. En su profesión, si tu aspecto físico empeora, pierdes el trabajo.

—¿Y te parece bien?

—Lo cierto es que nunca he tenido que pensar mucho en eso, ¿sabes? Es decir, no se puede hacer mucho. Se nace con lo que se nace.

—Interesante —dijo ella.

Le sonreí, del modo en que lo hago con las chicas que me gustan, y me acerqué más a ella, aunque estuve a punto de caer al hacerlo.

—Tú también eres muy interesante.

—¿Con interesante, quieres decir rara?

—Se puede ser rara en el buen sentido, ¿no?

—De acuerdo. —Miró su reloj, como si tuviera que ir a algún sitio, como si no estuviéramos todos allí atrapados como ratas en gimnasia—. ¿Qué era eso que tenías que decirme?

Bruja.

—No, en realidad estaba pensando en lo que dijiste y he creído que debía… expandir un poco mis horizontes. —Aquella era una frase de papá. Me decía continuamente que debía expandir mis horizontes, lo que habitualmente significaba trabajar más—. Ya sabes, conocer a otro tipo de gente.

—¿Gente fea?

—Gente interesante. Gente a la que no conozco.

—¿Como yo?

—Exacto. Así que he pensado, mmm, si te gustaría ir conmigo al baile de la semana que viene. Creo que nos lo pasaríamos en grande.

Me miró fijamente, y las partes verdes de sus ojos parecieron relucir y estar a punto de precipitarse por los laterales de su flacucha nariz. Imposible. Entonces sonrió. Una sonrisa muy extraña, inquietante.

—Sí. Sí, quiero ir contigo.

Por supuesto que quería.