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Isabelle, 1939

Mi madre empezó a presionarme para que me relacionara con los chicos de la parroquia. Por qué ahora, me preguntaba, cuando antes le había bastado con mandarme a las reuniones de la escuela dominical o verme sentada con un montón de chicas en la iglesia mientras los chicos se sentaban detrás, con el pelo engominado y los zapatos resplandecientes, como si eso les impidiera pincharnos con lápices afilados en la nuca para comprobar si perturbábamos la quietud del templo mientras el reverendo Creech parloteaba sin parar. Ahora, cuando mi madre se entretenía después de los oficios religiosos, fingiendo chismorrear con las otras mujeres, se me erizaba el vello de la nuca. La sorprendía observándome, vigilando para ver si me llamaba la atención algún chico en particular. Acababa de recordarle a un chico de mi curso que teníamos que leer un libro antes de que retomáramos las clases de nuevo cuando mi madre se abalanzó sobre nosotros como un buitre y lo invitó a casa a tomar helado casero esa noche. Luego engatusó a papá para que preparara la heladera y picara el hielo mientras ella hacía una inusual incursión en la cocina para batir nata, azúcar, huevos y vainilla.

El chico llegó temprano, y papá giraba sonriente la manivela de la heladera mientras yo intentaba darle conversación a Gerald, que se ruborizaba desde el borde de su enjuta clavícula hasta la raíz de su pelo engominado solo con que yo lo mirara. Mis hermanos se carcajeaban desde el otro lado del patio, donde estaban estirados en unas tumbonas, y uno le lanzaba la baraja entera al otro cada vez que perdía a lo que jugaran. Pronto me tocaría volver a ordenarlas, seguro.

—Oye, Gerald —le gritó Patrick—, más te vale ser bueno con Bitty-Belle, chico. Te vamos a estar vigilando. Nada de tonterías, ¿me oyes? Iremos a por ti.

Papá dejó de dar vueltas a la manivela de la heladera. Mis hermanos rieron a carcajadas y mi padre siguió con lo suyo.

Gerald se puso aún más colorado. Muerta de vergüenza por la grosería de mis hermanos, intenté un rescate espontáneo pero desafortunado.

—¿Qué piensas del malestar político social de Europa, Gerald?

Había estado leyendo el periódico dominical de cabo a rabo, intentando comprender lo que estaba sucediendo al otro lado del océano.

El pobre no tenía opinión al respecto, y mi pregunta lo reveló. Empezó a hablar durante más de diez minutos, sin mirarme nunca a los ojos, sobre el Salón de la Fama del Béisbol que acababan de abrir en Nueva York, que esperaba visitar antes de que terminara el verano. Al ver que me desparramaba aún más en mi silla de jardín, papá me guiñó un ojo. Me pregunté si Gerald moriría por falta de aire o si lo haría yo primero de aburrimiento. Lo único que me salvó fue compararlo mentalmente con Robert, que, aunque solo era un año mayor, parecía un hombre a su lado y, desde luego, actuaba como tal.

Mi madre salió de la casa y Gerald se volvió hacia ella. Desvió con éxito todos y cada uno de los intentos de ella de procurar que hablara conmigo mientras elogiaba entusiasmado su receta de helado, asegurándole que era el mejor que había probado nunca, cuando todos sabíamos que usaba los mismos ingredientes básicos que todo el mundo. Por fin se fue, con la manga de la camisa manchada de helado, tras haberse limpiado la boca con ella.

—Madre —le supliqué—, por favor, no vuelvas a invitarlo a nuestra casa, ¡bajo ningún concepto! Ha sido un horror.

Ella suspiró.

—Supongo que no ha sido una cita precisamente satisfactoria.

¿Cita? Gruñí.

—No ha sido una cita. Ya organizaré yo mis citas, muchas gracias.

Sonrió y me dio una palmadita en el hombro.

—Tu madre sabe lo que te conviene, querida.

Papá negó con la cabeza cuando lo miré, luego me zafé de la mano de mi madre y escapé dentro, donde podía fingir que leía mientras seguía con mi vida interior, sin interrupciones.

Todos los miércoles por la tarde devolvía mis libros a la biblioteca (ahora a veces a medio leer), y luego volvía a tiempo para coger más de las estanterías antes de que la señorita Pearce cerrara. Mi nueva rutina desconcertaba a la bibliotecaria. Durante el verano siempre había pasado horas con los codos clavados en las incómodas y antiquísimas mesas, sentada sobre una pierna en una de las sillas de respaldo recto, demasiado impaciente por sumergirme en los nuevos libros para esperar a llegar a casa. Los libros habían sido mi consuelo, mi círculo de amigos más queridos.

Le expliqué a la señorita Pearce que ahora tenía que hacer recados todas las semanas y que hacía demasiado calor para andar cargando con los libros. No le conté que tenía un nuevo amigo que no estaba oculto entre las pilas de textos de la biblioteca. De hecho, ni siquiera lo dejaban entrar en el edificio.

Estoy convencida de que no era casualidad que Robert apareciera en la iglesia baptista del Monte Sinaí a la misma hora, más o menos, todos los miércoles, aparentemente para recortar y podar la enmarañada enredadera que cubría la pérgola para el festival de agosto de su iglesia. Se convirtió en una iniciativa de lo más artístico.

Conforme a nuestro acuerdo tácito, ambos acudíamos dispuestos a reanudar nuestra conversación donde la habíamos dejado la semana anterior. Robert estudiaba las ramas, contemplando la pérgola en busca de miembros descarriados de su nudosa congregación, o reunía los trozos cortados en montones para quemarlos. Yo lo seguía o me sentaba en un banco y lo observaba mientras hablábamos. Terminé ofreciéndome a ayudar, y supongo que confiaba en que sabría guardar el secreto de nuestros encuentros, porque, de lo contrario, habría rechazado mi oferta con una carcajada. Lo perseguía con el rastrillo o la escoba y le ahorraba unos cuantos paseos reuniendo los desechos. Mi madre siempre le había hecho ascos al ejercicio físico, aunque yo sospechaba que su reserva se debía más a una cuestión de letargo que de refinamiento. Aunque el trabajo no era especialmente fatigoso, yo lo encontraba estimulante. La compañía probablemente ayudaba.

Bajo la pérgola descubrí que mi padre le daba a Cora un suplemento salarial para que Robert pudiera seguir estudiando, cuando muchos de sus compañeros dejaban los estudios para ayudar a mantener a sus familias. Me pregunté qué pensaría mi madre. Me pregunté si lo sabría siquiera. Sospechaba que no. Podría haberme sentido celosa, pero la humildad con que Robert hablaba de la generosidad de mi padre hacía imposible los celos. Además, la generosidad de mi padre no pretendía únicamente aliviar el anhelo culpable de ayudar a los menos afortunados. Había detectado algo especial en Robert mucho antes de que yo reparara en ello. Cuanto más tiempo pasaba con él, más me asombraba su inteligencia. Jamás había conocido a un chico, ni en la escuela ni en la iglesia, que hubiera leído tanto como yo, que se atreviera a hablarme de los acontecimientos actuales, que se molestara siquiera en hablar conmigo, como Gerald había demostrado recientemente.

Y ahora Robert se permitía hacer lo que yo le había pedido en nuestra primera conversación bajo la pérgola: confiaba en mí.

Cuando le hice la misma pregunta que le había hecho a Gerald, tenía opinión. Los dos llevábamos semanas acuclillándonos junto a las radios de nuestras familias escuchando cómo crecía la tensión: nuevas alianzas entre Gran Bretaña y Rusia, un tratado roto entre Estados Unidos y Japón, la filtración de noticias sobre las atrocidades que les estaban ocurriendo a los judíos en Alemania y otros países próximos.

—La guerra es inútil —sentencié—. ¡Los hombres no buscan más que una vía de escape para su natural tendencia a la barbarie! Debemos mantenernos al margen de este desastre.

Robert negó con la cabeza.

—Isa —me dijo. Llevaba ya unas semanas llamándome por la versión abreviada de mi nombre. Nunca había tenido un apodo, salvo los condescendientes que me ponían mis hermanos. Me encantaba cómo sonaba «Isa» en sus labios, cómo acababa en una sola sílaba adulta y suave en lugar de la pueril «belle», que me hacía sentir como una princesa cautiva por tradición—, América lamentará haber enterrado la cabeza en la arena demasiado tiempo. Fíjate bien en lo que te digo.

La idea de una guerra me aterraba; por mucho que me frustraran, serían mis compañeros los que lucharían. Aun así, intenté verlo desde su perspectiva.

—¿Tú irías a la guerra, si pudieras luchar?

—¿Si creyera que es una causa justa? Sin dudarlo —respondió, y contuve el impulso de apalearlo yo misma, pues no podía creer que fuera a entregarse a una muerte casi segura tan alegremente. Claro que no tendría que preocuparme mucho, porque a los negros no se les permitía entrar en combate, como si fueran incapaces de decidir como los soldados blancos entre matar o perdonar la vida.

Desvié la conversación a un tema menos incómodo, pero derivó inevitablemente en otro aún más peliagudo. Me complacía encontrar a alguien aparte de mi padre que discutiera conmigo, que entablara conversación conmigo como si yo tuviera cosas válidas que decir, aunque no estuviéramos de acuerdo.

Por fin la pérgola empezó a parecer de nuevo más que utilizable. Deseé poder asistir a los oficios del festival, aunque solo fuera por participar de la satisfacción personal de Robert cuando su parroquia se reuniera bajo la sombrilla perfectamente recortada de nuestra obra. Pese a que mi intervención había sido insignificante, desde luego, había empezado a sentirme un poco dueña de la pérgola después de tantas semanas de trabajo. Un día, tras limpiar la última sección, descansamos.

—¿Por qué confías en mí? —le pregunté.

Robert sacó un pañuelo descolorido del bolsillo del pantalón y se lo pasó por la frente sudorosa.

—Yo confío en quien confía en mí —contestó.

Había acudido a la pérgola semana tras semana, pasando varias horas con él, un chico negro casi un año mayor que yo y muchísimo más fuerte. Apenas podía imaginar el horror de mi madre o de sus amigas y mis compañeros si se enterasen. La desconfianza en los hombres de color predominaba, sobre todo en los hombres jóvenes de color, incluso en aquellos a los que permitíamos entrar en Shalerville a hacer recados o a hacernos el trabajo sucio. De día los tratábamos como seres más débiles, inferiores a nosotros, pero cuando se ponía el sol, los desterrábamos. Por aquel entonces, tan solo ver a un muchacho negro rondando demasiado cerca de los límites de la ciudad nos producía un escalofrío colectivo y la necesidad de pedir a los vigilantes nocturnos que lo espantaran todo lo posible para que no pudiera ser una amenaza.

Viéndolo con perspectiva, ya no podría respaldar esa amenaza. Sabía que todos los colectivos tenían sus cosas buenas y malas, pero yo había sido tan culpable como cualquiera metiendo a grupos enteros en el mismo saco. Ahora me preguntaba cómo un joven negro que recorriera la corta distancia de un lado a otro del pueblo en la oscuridad de la noche podía suponer un peligro mayor que uno de los nuestros. Y ahora que había llegado a confiar en Robert y a considerarlo un amigo, me preguntaba de dónde había salido aquella idea. Supuse que era una estratagema deliberada para tener a los negros en su sitio después de concederles a regañadientes su libertad, para evitar que ocuparan puestos de trabajo o usurparan espacios vitales de los que se habían apropiado los blancos.

Lo entendí súbita y claramente: era un temor injustificado.

También le pregunté a Robert por los carteles, si sabía cuánto tiempo llevaban allí. Fue aún menos comunicativo que mi padre, y se encogió de hombros cuando quise saber si le había oído contar algo a su madre o a alguien más. Sospechaba que sabía más que yo pero no quería decírmelo.

Le hice una última pregunta.

—¿Te gustaría que yo fuera distinta?

—¿A qué te refieres? —repuso, comedido como hacía semanas que no lo veía.

Se me encendieron las mejillas, aunque llevaba días pensando en aquello.

—¿Alguna vez has deseado que fuera más…? —Hice una pausa—. Bueno, como tú.

—Depende.

—¿De qué?

—¿Tú has deseado alguna vez que yo fuera más como tú?

Ladeó la cabeza y esperó.

Cuando me devolvió la pregunta, primero suspiré y luego me encogí de hombros. Al final me levanté del banco y empecé a caminar nerviosa de un lado a otro. No sabía qué contestar. La pregunta era peliaguda, sembrada de trampas. Si Robert fuera un joven blanco privilegiado, ¿qué vería en él? ¿Seguiría siendo Robert? ¿O acaso yo quería estar con él, cultivar nuestra relación, simplemente porque era distinto?

—Olvídalo —le dije, pero Robert me tomó del codo al pasar por su lado para coger la escoba que había soltado al parar para descansar, aunque ya no había nada que barrer porque habíamos apartado de la pérgola todo lo que había podado ese día para quemarlo después. Pese al angustioso calor de finales de julio, me estremecí al notar en mi piel sus dedos callosos e inesperadamente fríos.

—La única razón por la que alguna vez he deseado que fueras distinta, «señorita Isabelle» —dijo enfatizando intencionadamente la palabra que ya no utilizaba cuando estábamos solos, ni siquiera por accidente—, es que pudiéramos hacer esto en público, delante de todos, sin preocuparnos de que a alguien le pareciera mal. Por lo demás, me pareces perfecta. Hasta el último detalle.

Me soltó el brazo y me dirigió hacia la escoba, aunque al cogerla no pude más que quedarme allí de pie, con el corazón alborotado como un ave silvestre capturada y encerrada en una jaula demasiado pequeña para su envergadura.

—Ahora responde tú también a la pregunta —añadió recostándose, con la cabeza ladeada hacia mí, insolente, pero con la mirada seria.

—A mí… a mí también me pareces perfecto, Robert, pero ojalá…

—¿Ojalá qué?

Me lancé, imprudente.

—Ojalá mi madre te invitara a ti a casa en lugar de a esos chicos con los que intenta casarme antes de que haya terminado siquiera mis estudios. De hecho, ojalá hubiéramos ido a la misma escuela. Ojalá fuéramos a la misma iglesia. Ojalá me acompañaras a casa desde la biblioteca después de estudiar conmigo los mismos libros. O de tomar un refresco juntos en la tienda de ultramarinos. Ojalá. —Alcé las manos al aire—. Ojalá todo eso y muchísimo más pudiera ser.

Sin mirar atrás, cogí la bolsa de mis libros y el papel de estraza que envolvía el pedazo de pastel de carne que había compartido con él, un pastel que su madre había horneado, y salí disparada por el sendero, acelerando hasta llegar corriendo a la carretera. Hice el camino a casa lo más rápido que pude, sin volverme en ningún momento a ver si Robert me seguía.

Subí a toda prisa los escalones. Luego me detuve en seco, no solo porque llevaba colgando de la mano la bolsa vacía de los libros, recordatorio de mi olvido, sino porque mi madre, inmóvil en el columpio del porche, con la mano amarrada a la cadera, me observaba.

—He mandado a Nell a buscarte —dijo—. Ha vuelto sola. Dice que Hattie Pearce solo te ha visto un instante esta tarde, hace ya un buen rato. Que, de hecho, esperaba que volvieras a pasar por allí cuando terminaras tus otros recados. Como haces todas las semanas.

Al otro lado de la puerta de mosquitera vi a Nell mirándome, aterrada, con cara de disculpa. No le recriminaba que le hubiera dicho a mi madre la verdad, suponiendo que hubiera querido siquiera encubrirme. Ya no lo tenía claro. Pero las dos sabíamos que, si mi madre la hubiera pillado en una mentira, y sin duda lo habría hecho, habría sido un auténtico desastre.

—Isabelle, ¿dónde has estado pasando las tardes de los miércoles?

Busqué una excusa, cualquier mentira convincente que suavizara su enfado. Una mentira de Nell solo habría empeorado las cosas.

La verdad, viniendo de mí, era imposible.