Dorrie, en la actualidad
Entramos en Memphis antes de lo previsto esa noche, pues el viaje había ido bien a pesar de las paradas. Aun con todo, me sorprendió que la señorita Isabelle me pidiera que pasara por todos los lugares de interés turístico antes de irnos al hotel, solo por verlos. La casa de Elvis era más pequeña de lo que había imaginado, teniendo en cuenta todo lo que se decía. En general, sus canciones no eran de mi estilo, pero algunas me emocionaban incluso a mí. (Siete vertical, siete letras: ecuánime ante la desgracia. Estoico. Esa era yo).
Me daban ganas de escaparme después a uno de esos clubes de blues que habíamos visto por Beale Street. Escuchaba de cuando en cuando la música que les gustaba a mis hijos. ¿El veredicto? Me gustaban los ritmos, pero casi todas las letras herían mi delicada sensibilidad. El blues, en cambio, te corroía las entrañas. Pero no me parecía sensato dejar sola a la señorita Isabelle, e imaginarnos a las dos en un sitio así me daba la risa floja. Además, teníamos que descansar un poco.
Había ayudado a la señorita Isabelle a configurar un ordenador y una conexión a internet cuando había empezado a peinarla en su casa, y ya lo dominaba. La soltura con que navegaba por la red me dejaba a mí a la altura del zapato. Había explorado internet para planificar nuestro viaje. Yo me había ofrecido voluntaria para buscar sitios donde alojarnos, pero ella ya se había ocupado de todo, reservando incluso las habitaciones.
La señorita Isabelle esperó dentro del coche en marcha a la entrada de nuestro primer hotel. Yo le di el nombre de la reserva y la tarjeta de crédito de la señorita Isabelle al tipo del mostrador de recepción. Él me miró y me pidió una identificación. Le entregué el carnet de la señorita Isabelle, lo verificó y me miró espantado. Como si pensara que yo intentaba hacerme pasar por ella. Y, la verdad, suplantarla es algo que jamás habría podido hacer, pues mi color de piel estaba ahí, bien visible para todo el mundo.
Señaló la fotografía.
—Esta no es usted.
—¡No me diga! —Moví la cabeza y solté una carcajada, aunque no demasiado alta. Imaginé que a los empleados de hotel del turno de noche les fastidiaba muchísimo que alguien cuestionara su limitada autoridad, como si se las dieran de jefecillos o algo—. Mire a su izquierda, si es tan amable —le indiqué—. Esa es la señora Isabelle Thomas. —Señalé a la señorita Isabelle, sentada en el coche allí mismo, a la entrada del establecimiento. La saludé y ella me devolvió el saludo, y alzó las manos como preguntando «¿Qué problema hay?».
—La tarjeta de crédito y el carnet son suyos —le expliqué—. La reserva la ha hecho ella.
—Lo siento, señora, pero no puedo aceptar el carnet de otra persona. Es necesario que quien ha hecho la reserva muestre su carnet.
—Está de broma, ¿no? —repliqué—. Está ahí sentada. Está viendo que es la misma persona de la foto.
—Sigo las normas de nuestra empresa y le aconsejo que se calme, señora. Si continúa discutiendo conmigo, tendré que llamar a seguridad.
—¿Que me calme?
¿En serio? ¿Había dicho eso? ¿Que iba a llamar a seguridad? ¿Por decirle la verdad? Madre mía. Estaba calmada hasta ese mismo instante, hablando y medio riéndome. Pero, después de lo que dijo, supe que lo único que podía hacer para no terminar tirándome a su cuello y que me esposaran y me llevaran a la cárcel era llevar a la señorita Isabelle.
Resoplé con fuerza y cogí el carnet y la tarjeta de crédito antes de regresar al coche. No iba a dejarlos ahí para que el tipo se fuera y los cogiera cualquiera. No me fiaba nada de aquel necio.
La señorita Isabelle bajó la ventanilla al verme llegar. Estaba convencida de que me salía humo por las orejas como a una olla a presión antigua a todo gas.
—¿Qué pasa, Dorrie?
—Don Jefecillo de Noche no se fía de que sea usted la propietaria del carnet. Quiere verla de cerca y en persona. Don Jefecillo de Noche seguramente supone que la he secuestrado, dado que no parecemos precisamente parientes —gruñí. Gruñí de verdad—. Y, por favor, no me diga que me calme.
—A mí me pareces calmada, Dorrie… Bueno, más o menos, pero don Jefecillo de Noche va a lamentar no haberse conformado contigo, porque no le va a gustar vérselas conmigo. En absoluto.
Abrí la puerta y la señorita Isabelle se apeó del asiento del copiloto. Cada vez que salía del coche la veía más rígida y con más problemas articulares. Cruzar el país en automóvil tenía que ser una pesadilla para el esqueleto y los músculos después de noventa años de uso.
No obstante, al final se irguió por completo, con su escaso metro sesenta. Aquella mujer era diminuta, pero, al mirarla bien, la imaginé con sombrero y guantes, como si fuera la reina Isabel a punto de entrar allí y echarle una buena reprimenda a aquel impresentable.
—¿Hay algún problema con mi tarjeta de crédito, joven? —le dijo, tras lo que el gerente de noche se puso como un tomate y se rascó la nuez con sus mugrientas uñas.
—Ah, no, señora, ningún problema en absoluto. Como le explicaba a su… su amiga, solo aceptamos el carnet y la tarjeta del titular.
—Bueno, pues aquí estoy, tres metros más cerca. Seguro que ahora ve claramente que soy la persona de la fotografía. Así que cumpla con su obligación. Y hágalo rápido. —Se volvió hacia una silla tapizada de rayas que había a unos metros del mostrador—. Y luego me trae el resguardo.
—Por supuesto, señora. Sin problemas. Lamento…
—Escúcheme con atención —lo interrumpió—. Mañana por la mañana esperamos que, en el bufet de desayuno con que nos va a obsequiar, todo esté caliente y el café cargado y recién hecho. No quiero ver ni un resto de hoy ni comida pasada que lleve dos horas fuera. Bajaremos a las ocho en punto. O quizá a las ocho y cuarto. Dentro de diez minutos necesitaremos que nos suban toallas y almohadas extra y que alguien nos ayude con el equipaje. ¿Alguna duda?
El joven intentó pasarse los dedos por el pelo, pero se le quedaron atrapados en el evidente exceso de gomina. Casi me dio pena.
No, en el fondo no me la daba. Por dentro, sin embargo, me reí un poco de la expresión en su cara. Probablemente no fuera más que un pobre estudiante universitario que hacía el turno de noche para poder ir a clase, y dudaba que le pagaran lo suficiente para que nos tratara como a huéspedes de lujo. Aunque le estaba bien merecido, por su pedantería de antes. Apuesto a que la próxima vez que el cliente estuviera sentado en el asiento del copiloto, concediéndole visiblemente permiso a su acompañante para que usara la tarjeta de crédito, no le diría a nadie que se calmara, siguiera o no las normas de la empresa.
En el ascensor, camino de nuestra habitación —don Jefecillo de Noche subió justo después, con nuestro equipaje—, la señorita Isabelle me dijo:
—Espero que no te importe que compartamos habitación.
Hasta entonces no me lo había planteado. ¿Qué sentido tenía que la señorita Isabelle pagara dos habitaciones cuando nos bastaba con una que tuviera dos camas en condiciones?
Sin embargo, me pregunté qué pensaría ella en realidad. Me pregunté si habría pasado una noche con alguien como yo, con alguien de otra raza. Me pregunté cuántas personas en general habrían pasado la noche con alguien de otra raza.
—Por mí está bien, señorita Isabelle. Por supuesto que sí. ¿Y por usted?
Miró fijamente los números de los pisos. Establecer contacto visual en un ascensor es peligroso para la salud.
—Será estupendo tener a alguien conmigo, Dorrie. A veces echo de menos tener compañía en casa. Todo está muy triste y silencioso. —Cuando las puertas se abrieron en nuestra planta, desvió la mirada hacia ellas—. Pero espero por Dios que no ronques.
Solté un resoplido. La señorita Isabelle tenía un sentido del humor punzante como una aguja sin estrenar. Ojalá yo fuera igual de aguda cuando llevara a mis espaldas nueve decenios de experiencia.
—¿Roncar, yo? Me preocupa más que ronque usted.
—No te preocupes por mí, no ronco. Dar vueltas quizá, pero ni siquiera hago bien eso a estas alturas. Ya no duermo demasiado. Más bien me paso la noche dando cabezadas. Igual que durante el día.
Había oído comentar a la gente que eso era lo que les pasaba a los ancianos. Me pregunté en qué pensaría la señorita Isabelle entre cabezadas. Cuando yo me pasaba la noche en vela, incapaz de conciliar el sueño, solía angustiarme pensando en el bienestar de mis hijos —últimamente en el aprieto no confesado de Stevie— o en si podría confiar, semana tras semana, año tras año, en que Teague fuera lo que parecía ser ahora.
Don Jefecillo de Noche nos dejó el equipaje de fin de semana en sitios convenientes de la habitación y yo me pregunté si esperaba una propina. La señorita Isabelle le dio las gracias con otra de sus regias miradas isabelinas, oteando por encima de la punta de la nariz (pese a que él era treinta centímetros más alto que ella), y la frunció, como si la habitación no oliera muy bien. Supuse que a aquel joven no le daban muchas propinas, porque no pareció sorprenderle.
Aún era temprano. Habíamos parado a cenar a las afueras de Memphis y aún no habíamos hecho del todo la digestión. Esperé a que la señorita Isabelle se llevara el camisón y la bata al baño para cambiarse allí. Una vez se hubo instalado en el sillón con uno de sus cuadernillos de crucigramas y el mando de la televisión en la mano, le dije:
—Voy a salir a hacer unas cuantas llamadas, señorita Isabelle. ¿Necesita algo más ahora mismo?
—Ah, no, querida. Vete tranquila. No hace falta que me hagas de niñera. Haz lo que tengas que hacer. Ah, Dorrie… —Hizo una pausa y detecté el cansancio en su rostro, en arrugas que no recordaba haber visto allí la última vez que la había peinado—. Gracias. No podría hacer esto sin ti. Eres… debes de ser una buena hija.
Le tembló la voz con la última palabra y el corazón se me infló de afecto y compasión. Algo me decía que lo que fuera que la esperaba, que nos esperaba, al final de aquel viaje iba a ser más duro de lo que había imaginado hasta entonces. Me alegraba de que no estuviera sola, aunque eso me obligara a estudiar mis propios problemas desde lejos. Empezaba a creer que yo era parte esencial de aquello para la señorita Isabelle, aunque aún no tuviera ni idea de por qué.
Busqué en el bolso los cigarrillos y el encendedor y me los metí en el bolsillo cuando estaba segura de que la señorita Isabelle no me veía. No había fumado desde esa mañana, antes de llegar a su casa. No me sentía tan ansiosa como creía que estaría. Intentaba dejarlo por enésima vez y lo había reducido a unos tres cigarrillos la mayoría de los días. Nuestra conversación del coche me había distraído del antojo y, cuando habíamos parado para comer o descansar en las áreas de servicio, no había querido que mi vicio fuera el centro de atención. Me había dicho a mí misma que podía pasar sin mi cigarrillo de la comida por un día, y supongo que mi yo cascarrabias de siempre me había hecho caso. Cogí el móvil de forma visible para que la señorita Isabelle creyera que lo echaba de menos.
—Sé que fumas, Dorrie —me gritó desde el sillón.
Me había pillado.
—No hace falta que te escondas. Te lo huelo en los dedos cuando me peinas. Tranquila, no es desagradable. Me recuerda a los viejos tiempos. Todo el mundo fumaba en todas partes.
—Estoy intentando dejarlo —le dije mientras salía por la puerta, la respuesta automática que daba siempre a todos los que me decían algo del tabaco.
Me avergonzaba de mi vicio. Era algo que, de pequeña, cuando veía fumar a mi madre y a sus novios, me había jurado que jamás haría. Rara vez había visto a ninguno de ellos sin un cigarrillo colgándoles de la mano, como si fuera un dedo más. Ahora mi madre dependía bastante de las bombonas de oxígeno que Medicaid le dejaba en casa una o dos veces al mes, pero seguía fumando, como si el oxígeno fuera un obsequio más que una necesidad.
Yo me maltrataba psicológicamente cada vez que me encendía uno, y sin embargo jamás había conseguido cortarlo de raíz. Había empezado en el instituto, uno o dos al día; me escondía en el callejón de detrás del aula de formación profesional con las otras alumnas de cosmética. En teoría, estaba prohibido fumar, pero los profesores hacían la vista gorda. Eran adictos a su profesión y sabían que era inevitable que, como futuras estilistas, fumáramos. El tabaco iba con el gremio. Probablemente confiaban en que ese fuera nuestro único vicio, y no algo peor. Con demasiada frecuencia las estilistas terminaban dedicándose además al striptease, desesperadas por complementar el magro salario de las principiantes con lo que se consideraba dinero fácil. Después, del striptease a la prostitución había un paso, y se terminaba recurriendo a las drogas duras para olvidarlo: cocaína, heroína y, al final, crack. Muchas de mis antiguas compañeras de clase estaban enganchadas ya, y subsistían de mala manera de una dosis a otra en los peores barrios de mi ciudad natal.
Yo era una de las que se salvaban. Solo era fumadora, y aún tenía mi propio sustento.
No obstante, pese a que la señorita Isabelle no me había dicho ni una sola palabra de reproche, de pronto el tabaco me pareció un despilfarro de dinero y energía. Me costaba creer, con lo suave y sedosa que seguía siendo su piel y lo sano que seguía pareciendo su pelo para su edad, que se hubiera llevado a los labios uno solo de esos cilindros infernales, como me había contado que había hecho en aquel club nocturno.
De pronto me pregunté si también Teague notaría que fumaba. Aún no le había dejado que se acercara mucho, pero habíamos visto unas cuantas películas juntos. Me había cogido la mano con la suya, cálida y desgarbada, como todo él, y me la había sostenido sin apretar. Cuando nos separábamos, ¿se llevaba la mano a la nariz e inspiraba mi aroma como yo hacía con el suyo? En ese caso, mi pecado secreto quizá no fuera tan secreto. Solía fumar con el cigarro apartado del cuerpo, siempre fuera, para que el humo no se me pegara, sin caer en la cuenta de que el olor permanecía en las palmas de las manos y en los dedos como el perfume de una loción podía hacerlo en los de cualquier otra persona. Qué curioso que hubiera sido la señorita Isabelle quien me lo hubiera hecho ver por primera vez con todos los años que llevaba trabajando de peluquera.
Me había prometido que lo dejaría para siempre antes de que Teague tuviera ocasión de averiguarlo, si nuestra relación duraba tanto. Ahora estaba decidida. Pero no solo por Teague. No quería que mis hijos me vieran respirar con dificultad como yo veía a mi madre. Si lo dejaba ya, tendría a qué agarrarme cuando les dijera que es una tontería caer en ese vicio. No es que tuviera motivo para creer que mi inocentísimo hijo no se había fumado nunca un cigarrillo. Estaba convencida de que sus problemas actuales eran más graves que el de fumarse un cigarrillo a mis espaldas.
Me acerqué la cajetilla casi vacía a la nariz e inhalé el aroma agridulce del tabaco. Conté hasta cinco, y luego lo tiré a la papelera de tapa de vaivén que había al lado del ascensor. Estuve a punto de tirar también el encendedor, pero me convencí de que un mechero podía resultar útil en toda clase de emergencias. Podría venirme especialmente bien para encender los cigarrillos de las dos cajetillas extra que llevaba al fondo de la maleta. Pero no iba a pensar en ellas, al menos si podía evitarlo.
No me cabía en la cabeza tirar a la basura dos cajetillas sin abrir. No eran precisamente baratas, y yo era muy celosa de mi dinero. Muy posiblemente también de mi vicio. Una cosa era tirar la cajetilla empezada, y otra muy distinta tener un mono de muerte. Aún me quedaban más de mil kilómetros por conducir en los próximos días. No estaba loca.