7

Isabelle, 1939

El día después de la tormenta, yo estaba ayudando a mi madre a clasificar la ropa blanca, apartando la gastada para la caja de caridad de la iglesia. Le propuse que le preguntara a Cora si le servía. Aún me preocupaba el comentario de Robert sobre la carne.

—Ah, no, querida. Cora tiene de sobra para su familia. Le pagamos un buen salario. Deberías ver cómo viven otras personas de nuestra zona. Es una vergüenza, de verdad.

Lo dejó ahí y siguió contando servilletas. Era cierto. Las casuchas ruinosas de las afueras de Newport se parecían a las que salían en las portadas de las revistas de vez en cuando, con aquellas madres agotadas sentadas en porches medio derruidos sosteniendo a sus bebés flacos y enfermizos. Pero, sinceramente, no comprendía cómo un juego de servilletas blancas como la nieve o un mantel bordado a mano podían ayudar a personas que con toda probabilidad no tuvieran ni siquiera pan para llevar a la mesa, y menos aún carne. Suponía que a Cora le complacería tener cosas bonitas con las que poner la suya, sobre todo si ella y su hija las habían lavado y planchado con esmero durante años.

Aunque quizá su orgullo no le permitiera aceptarlas. Todo se había vuelto muy confuso desde que yo había empezado a pasar tiempo a solas con Robert. De pronto me cuestionaba cosas de las que siempre había estado segura.

Mi madre me mandó a la cocina a por unos vasos de leche con hielo. Volvía a hacer un calor sofocante y no había quien escapara de casa a esa hora. Yo no iba a hacerlo, pero cuando una muchacha se acercaba a una puerta y oía una conversación en susurros, lógicamente aflojaba el paso y aguzaba el oído. Sobre todo una muchacha con la clase de sentimientos que yo había tenido en los últimos días. Sobre todo cuando la conversación podría tener algo que ver con el objeto de su interés.

—¿Has visto la pila de ropa empapada que tu hermano dejó fuera anoche? —preguntó Cora.

—Eh… no. ¿Qué excusa ha puesto? —quiso saber Nell.

—Dice que lo sorprendió la tormenta junto al arroyo.

El silencio se infló como la masa de un pan al calor del horno. Sentí que mis pies se quedaban ancorados en él.

—Le he dicho a ese chico que más le vale no hacer tonterías. Le he avisado de que vaya con cuidado, o podría volver a complicarnos las cosas a todos. Me alegro de que haya terminado sus estudios y me emociona que vaya a ir a la universidad, pero te juro que algunos días temo que esté sacando los pies del tiesto. Que haya olvidado cuál es su sitio. La gente de por aquí no lo toleraría, como no lo ha hecho nunca.

—Ay, mamá, no va a hacer ninguna tontería. Ya es mayorcito. —A Nell le tembló la voz, como si no estuviera convencida de la certeza de su propia afirmación, como si también ella necesitara que la persuadiesen.

—Eso espero, Nell. Eso espero. Encontrar otro empleo como este con los tiempos que corren sería casi imposible. Hasta ahora hemos tenido suerte.

¿Qué podía hacer Robert que fuera a poner en peligro la posición de Cora en mi familia? Salvo que mi teoría de que algo superior nos había unido fuera cierta, nuestros breves encuentros habían sido pura coincidencia. E inocentes. Desde luego, yo había sido muy atrevida, me había comportado de un modo que hasta a mí me sorprendía, pero me parecía inofensivo…

Coqueteo.

Eso era. Estaba coqueteando con Robert, y su madre y su hermana podían perder su empleo por mi culpa. Podía costarles a los tres más de lo que yo era capaz de entender desde mi nido de algodones. Me encorvé sobre la pared, debatiéndome entre sentimientos encontrados, y las tablas del suelo crujieron con el peso desplazado por mi cuerpo, desatando un frenesí de actividad en la cocina. Nell salió a toda prisa por la puerta, pero se detuvo en seco al verme en el pasillo.

—Nell, yo…

Las palabras murieron en mis labios. No sabía qué decir. Quería asegurarle que no haría nada que pudiera causar problemas a su familia, pero hacerlo sería como admitir que existía la posibilidad. Por una vez, con lo parlanchina que era, me quedé sin palabras.

Nell se limitó a mirarme con desdén, luego bajó la mirada y prosiguió, dejándome a la deriva en la distancia creciente que nos separaba. Quería colarme en el salón y retrasar el reloj hasta la última noche en que me había ayudado a peinarme. Entonces me mordería la lengua con ella. Me quedaría en la fiesta. No sería estúpida. No sería egoísta.

Y Robert no sería más que un chico al que una vez había hecho cosquillas bajo la lluvia.

El corazón es un inquilino exigente, a menudo defiende lo indefendible. A la semana siguiente, cuando el tiempo me había calmado los nervios y yo me había deshecho de mis recelos como solo una chica de dieciséis años puede hacerlo, resurgió mi egoísmo. Vi a Robert saliendo de nuestra casa. Subí corriendo a mi cuarto, cogí los libros de la biblioteca que había terminado de leer hacía poco y salí a toda prisa gritando:

—¡Voy a la biblioteca!

La biblioteca era uno de los pocos sitios a los que aún podía ir sin que mi madre me hiciera un millón de preguntas sobre cada paso que iba a dar, aunque pensara que leía demasiado. Tenía previsto ir ese día, así que mi salida no fue inesperada. Mi método, no obstante, podría haber levantado sospechas si alguien me hubiera estado observando y hubiera visto quién más había salido de casa.

Bajé a toda prisa. Al final de nuestra calle me hice sombra con la mano para poder ver con aquel sol radiante; mis pupilas aún no se habían adaptado del todo a la luz después de salir corriendo de la casa, que estaba tan oscura y fresca como era posible, con las cortinas corridas y las persianas bajadas todos los días hasta que llegaba despacio la noche, como un obrero que empezara su turno ya agotado.

La figura de Robert, aunque se alejaba, aún era visible, y respirando más tranquila doblé la esquina y me dispuse a seguirlo hacia Main Street. Apreté el paso para no perderlo de vista. Al pasar por la biblioteca, entré corriendo, solté mis libros en el mostrador de devoluciones y di media vuelta para salir disparada otra vez.

—¿Hoy no te llevas ninguno, Isabelle?

—Me temo que no. Vendré luego. O mañana. Lo siento, señorita Pearce, tengo que irme.

Al salir afuera, temí haberle perdido la pista a Robert, pero no podía cargar con siete pesados libros colina arriba y abajo con aquel calor.

La señorita Pearce arrugó la nariz y carraspeó.

—Siempre hay una primera vez para todo.

—Sí, señora —grité cerrando la puerta de golpe al salir, y la imaginé llevándose un dedo a los labios como pidiendo silencio, pese a que yo ya me había ido y era tarde para advertirme.

Miré hacia donde había visto a Robert por última vez, pero solo vi a unos cuantos hombres de negocios fumando en los portales. Apreté el paso, casi echando a correr. Al final fui deteniéndome. Lo había perdido.

Pero entonces lo vi salir de la ferretería. Una vez pasado el umbral de la tienda, se metió una bolsita de papel en el bolsillo y siguió hacia las afueras del pueblo. Logré darle alcance y situarme a unos veinte metros de distancia, aunque para ello tuve que ir dando tres pasos por cada dos suyos.

Su destino no me interesaba. Lo único que tenía claro era que quería volver a hablar con él, que me arrullara de nuevo su suave voz, que me divirtiera su humor socarrón.

Aparte de eso, no tenía ningún plan.

Robert cruzó el límite del pueblo mientras yo le seguía a hurtadillas, como una mala imitación de un detective privado. Menos de un kilómetro después, dobló por un camino de tierra que conducía a un viejo edificio. Las letras descoloridas del rótulo encalado que colgaba de la fachada rezaban: IGLESIA BAPTISTA DEL MONTE SINAÍ. Y debajo: TODO EL MUNDO ES BIENVENIDO.

Aun así no quise pasar, y me oculté tras un enorme castaño de Indias amarillo, vigilando a Robert hasta que subió las ruinosas escaleras y entró en la iglesia.

Apoyé la frente en el nudoso tronco del árbol, y luego arranqué un fruto de una rama baja. Paseé por mis manos la cáscara, flexible y verde, que probablemente jamás se abriría en pleno verano. Ansiaba averiguar qué hacía Robert en una iglesia solitaria una abrasadora tarde de julio, pero, pese a la promesa del cartel, sabía que seguir a Robert dentro sería una invasión descarada de su intimidad. Retrocedí y tiré el fruto del castaño de Indias contra el tronco del árbol, deshaciéndome del entusiasmo que me había llevado hasta allí, y enfilé el camino hacia la carretera. Pero entonces oí un chasquido y miré por encima del hombro. Robert había salido por una puerta lateral, cargado de herramientas de madera y metal. Ya estaba de espaldas; obviamente no me había visto en el camino y se disponía a rodear el edificio. Reuní todo el valor que creía haber perdido y lo seguí. Detrás de la estructura de tablilla descolorida se levantaba una pérgola forrada de broza, cuyo esqueleto se hallaba oculto entre los dedos nudosos y retorcidos de la descuidada enredadera. Robert se agachó para entrar en la pérgola por debajo. Al poco oí vigorosos crujidos y chasquidos, y la enredadera se estremeció.

Cogí aire, recorrí los últimos metros hasta la pérgola y, agachándome, pasé por el mismo sitio por donde había entrado él. Se asustó al verme, y sus brazos se quedaron congelados en alto, a punto de arrancar de un tajo una rama particularmente gruesa que había ido serpenteando por el techo de la pérgola y colgaba ya tan bajo que rozaba el suelo de tierra.

—¡Cielo santo, señorita… Isabelle! —Liberó la pertinaz rama de las tijeras de podar y dejó la herramienta a sus pies. Luego se llevó las manos al pecho y se apartó de mí—. Casi me da un infarto. Creía haber visto un fantasma.

Me tapé la boca con la mano, procurando no reírme de su cara de susto.

—Lo siento. Tendría que haber… ¿hecho ruido?

—O algo. —Se limpió el sudor de la frente y cogió un tarro de agua que descansaba en el púlpito rústico de madera. Un tarro que podía haber contenido conservas preparadas por su madre en mi casa. Ladeó la cabeza y me miró fijamente—. ¿Me ha seguido desde el pueblo? Dios santo, ¿por qué hago preguntas estúpidas? Claro que me ha seguido. ¿Cómo si no iba a terminar en medio de la nada dispuesta a matarme de un susto?

Levanté la mano con la palma abierta.

—Me declaro culpable. De todos los cargos.

—Pero ¿por qué? ¿En qué demonios estaba pensando? Ah, sí, ya me acuerdo. No piensa mucho las cosas antes de hacerlas, ¿verdad, Isabelle?

Era la primera vez que conseguía llamarme por mi nombre sin el infernal «señorita» delante, sin ni siquiera el menor titubeo, pero no me sentí halagada.

—También me declaro culpable de eso.

Me dejé caer en uno de los deteriorados bancos que bordeaban la pérgola.

—Tenga cuidado con las astillas.

Me estiré la falda por debajo de las piernas.

—No me asustan las astillas. Y te he seguido porque quería hablar contigo. Me gusta hablar contigo. Me gusta verte hacer cosas.

Robert negó con la cabeza y le dio otro trago a su frasco de agua. Luego cogió de nuevo las tijeras y retomó la poda de la rama.

—No sé qué quiere de mí. Sus padres se pondrían histéricos si supieran que me ha seguido hasta aquí. Bueno, su mamá lo haría. Su papá se preocuparía, se preguntaría en qué está pensando hablando con un chico de color, aunque ese chico de color sea yo. No es una apuesta muy inteligente.

—Papá habla contigo a todas horas, ¿por qué yo no puedo?

Hacía años que no recibíamos clases particulares juntos (mi padre había puesto fin a aquellas lecciones conjuntas mucho antes de que Robert empezara el instituto), pero aún veía a mi padre y a Robert juntos a menudo. Papá lo examinaba mientras trabajaban codo con codo, para asegurarse de que Robert sabía todas las matemáticas y las ciencias elementales necesarias para especializarse en biología en la universidad. Mientras pintaban las molduras de la casa juntos, trazaban un sendero al cenador del patio trasero, sacaban piedra caliza de la tierra para levantar un muro de contención en la pendiente blanda de nuestro porche delantero, papá lo preparaba. Albergaba la esperanza de que Robert siguiera sus pasos. El norte de Kentucky precisaba médicos negros. Los pocos que ejercían, junto con los pocos blancos que accedían a tratar a pacientes negros, no eran suficientes.

Robert torció la cabeza para mirarme como si en la tierra no pudiera existir alguien tan necio.

—Sabe bien que eso es distinto.

—Lo digo en serio. ¿Por qué no podemos hablar? ¿Ser amigos?

—Ya sabe por qué. No se haga la tonta conmigo.

—Estoy cansada de que la gente me diga lo que puedo y no puedo hacer, Robert.

Resoplé con fuerza y, descansando la barbilla en la mano, empecé a trazar círculos en la tierra de la pérgola con la punta del zapato. Luego me quité furiosa el zapato y lo lancé a la enredadera que colgaba sobre mi cabeza. El golpe liberó una lluvia de plantas secas sobre mi cabeza, que no habría importado de no ser por las criaturas vivas que las plagaban. Cuando una araña me saltó al regazo, chillé y me levanté de un brinco. Me sacudí desesperada la falda y me alejé de aquel sitio.

Robert rió a carcajadas con todo su ser. Hacía años que no lo veía desplegar tanta expresividad. Era como si en mi pueblo y en nuestra finca, Cora, Robert y Nell pasaran sus emociones por un fino tamiz. Si la araña no me hubiera asustado tanto, me habría maravillado sin más la risa de Robert. De hecho, lo miré con los ojos entornados mientras pateaba y me sacudía la falda, aún preocupada de que la araña me rondara los pliegues.

—Ya está, Isabelle. Esa araña ha corrido lo más rápido que le han permitido todas sus patas. Ay, Dios mío, qué risa —dijo, con los rabillos de los ojos aún arrugados por el alborozo.

Se hincó de rodillas hasta que se le pasó. Luego fue a recoger mi zapato a donde había caído, me lo trajo y me lo ofreció. Cuando lo cogí, sus dedos rozaron los míos levemente, lo bastante para hacer que un escalofrío me recorriera el dedo y me subiera por el brazo hasta la nuca.

También él lo sintió. Lo percibí. Bajó la mano y se quedó inmóvil como una estatua. Había oído a las otras chicas hablar en susurros de los chicos que les gustaban, las había oído describir lo que habían sentido la primera vez que habían sido verdaderamente conscientes de que también le gustaban al chico, pero yo nunca lo había experimentado por mí misma. ¿Y ahora? Ya sabía lo que sabía.

Fluía entre nosotros, aunque no pudiéramos decirlo en voz alta. Ya no era solo cosa de uno, no eran solo imaginaciones desleales mías.

Rompí aquel silencio tan incómodo.

—La pregunta es la siguiente: ¿qué haces tú aquí? —inquirí señalando la pérgola y sus herramientas—. Bueno, más bien ¿por qué?

—Esta es mi iglesia. Y este es mi trabajo en la iglesia.

—¿Tu trabajo en la iglesia? ¿Cuántos trabajos tienes?

—Bueno, no es un trabajo remunerado. Todo el mundo echa una mano para que las cosas se hagan. Estará listo a tiempo para el festival, y mi trabajo consiste en podar la pérgola y dejarla bonita y sin tantos bichitos antes de que comiencen los encuentros.

Sonrió, y se me encendieron las mejillas al recordar mi histeria.

—¿Todo el mundo? —le pregunté a Robert.

En mi iglesia, todos tomaban parte en el oficio en los días laborables establecidos, por supuesto, y las mujeres y las jóvenes cocinaban, servían y limpiaban en cenas o eventos especiales, pero el resto del tiempo parecía que el sitio iba solo, con la ayuda del anciano señor Miller. El señor Miller dormía en un catre en un hueco del sótano. Limpiaba y mantenía el edificio a cambio de su sustento, y las damas de la congregación se turnaban para llevarle comida, preparando una ración más cuando cocinaban para sus familias o, como en nuestro caso, pidiéndoles a sus criadas que hicieran comidas sencillas para llevar. Cada dos semanas, Cora enviaba a Nell o a Robert a la iglesia con un balde lleno de sándwiches y fruta para la cena del señor Miller, junto con leche fresca y café. Llevaba allí desde que yo tenía uso de razón, aunque había oído hablar en susurros de una esposa y una familia, así como de un empleo retribuido perdido en los primeros años de la Depresión. Casi siempre estaba solo y los niños lo evitábamos, aterrados por su rostro serio y adusto. Pero, cuanto mayor me hacía, más me preguntaba si su expresión no sería de dolor más que de maldad. Después de todo, nunca lo vi verdaderamente enfadado, ni siquiera cuando se enfurruñaba y regañaba a los chicos por dejarle el suelo recién encerado lleno de rayas de betún al correr y derrapar por él con sus zapatos de domingo.

—Desde que empiezan a andar —explicó Robert—, aun los más pequeños, tienen alguna que otra tarea. Poner derechos los libros de cantos o los lápices, arrancar malas hierbas, lo que las madres y el hermano James decidan. Yo llevo desde los trece años preparando esta pérgola para los encuentros.

Señaló las ramas que colgaban por encima de él y se tiró de un botón de la camisa con una extraña forma de orgullo en el rostro.

—Bueno, ahora es una pérgola preciosa, debo decir. —La recorrí con aire de suficiencia, estudiando su obra—. Pero parece que te has dejado un trozo sin podar. Aquí.

Robert puso los ojos en blanco y volvió al trabajo.

—Vaya, ahora es experta en mantenimiento de pérgolas, por lo que veo.

—Experta en muchas cosas pero maestra de ninguna —suspiré.

Era cierto. Era lista, sí, y buena estudiante, pero no tenía ningún talento especial, ninguna pasión ardiente que pudiera presentarle a mi madre como alternativa a su plan. Envidiaba a mis compañeros de clase que ya estaban aprendiendo un oficio y a los pocos que irían a la universidad y harían una carrera con la que llevaban años soñando, sobre todo los chicos, aunque también algunas chicas cuyas madres eran más modernas que la mía. Y aunque yo quería tener una familia algún día y me atrevía a soñar con romances y amor verdadero, temía que no fuera suficiente. Ansiaba algo más, pero no tenía ni idea de qué aspecto tenía ese algo.

—¿A qué viene el suspiro?

—Me das envidia. Envidio tu oportunidad de ir a la universidad y ser algo.

Me miró entre perplejo y divertido.

—¿Usted? ¿Me envidia a mí? Ah, no, usted no quiere ser como yo. —Negó con la cabeza, cogió un rastrillo y empezó a recoger las ramas podadas de la parte inferior de la pérgola, arrastrándolas a un lado—. Créame. No tiene ni idea.

Sentí que me ruborizaba mientras meditaba aquella verdad. No podía imaginarme siendo chico, menos aún un chico negro, un ciudadano de segunda en todos los aspectos, o así me lo habían enseñado a mí, si bien cada día lo ponía más en duda.

—No, puede que no. Pero quiero tener la oportunidad de hacer algo importante. Algo verdaderamente importante.

Robert rió. Lo seguí mientras empujaba los recortes de la poda hacia una pequeña zanja en la tierra al otro lado del patio. Del paquete que había traído de la ferretería sacó una cerilla, la encendió y la arrojó al montón de rastrojos. Finalmente, las hojas y las ramas ardieron al sol de la tarde.

—Usted hará algo importante —declaró entonces—. Es demasiado testaruda para que suceda de otro modo. Quizá no sea lo que sueña, puede que no sea importante del modo que imagina, pero aun así.

—¿Ves? Tú no te ríes de mí cuando digo las cosas. Bueno, sí, te ríes de mí, y un día de estos te vas a enterar, pero me tomas en serio de todos modos. Eso no me pasa nunca.

Me pareció que se apartaba un poquito, aunque sin cambiar de postura, con los brazos en jarras, observando el fuego y a mí a la vez.

—¿Y si no la tomara en serio, Isabelle? ¿Me está permitido no tomarla en serio?

Sentí que el corazón se me encogía en el pecho como un globo desinflado. Claro que no iba a contrariarme ni a reírse de mis sueños. Teniendo en cuenta quiénes éramos, no sería aceptable. Aun así, quería que fuese sincero conmigo, por encima de todo. Y me parecía que lo era, dijera lo que dijese.

—Tú decides —repuse con un hilo de voz—. No soy quién para impedírtelo.

Mis palabras cruzaron una línea invisible, una línea que podía cambiar las cosas entre nosotros. Una línea que invitaba a la confianza.