Dorrie, en la actualidad
La autopista ascendía y descendía por pequeños montículos y yo miraba al frente, procurando concentrarme en el relato de la señorita Isabelle. Ella estaba callada, como si aún estuviera recordando. ¿Quién podía imaginar que había tenido una relación tan espinosa con su madre? La tenía por la típica niña mimada blanca, criada con la idea de que podía hacer lo que quisiera y que luego había elegido el matrimonio y la familia. Una hija dulce y obediente con una madre amantísima. Cuanto más pensaba en esa última parte, más absurdo me parecía. La señorita Isabelle, ¿dócil y sumisa? Sí, seguro. Rebelde, más bien.
Me gustaba más aquella imagen mental de la joven Isabelle. De ese modo, me preocupaba menos revelarle mis propios tropiezos y miserias, y tenía la tranquilidad de que no me juzgaría.
Y pensar que se había enamorado de un chico negro cuando era niña. No sabía muy bien cómo reaccionar, pero si alguien se llegó a enterar, seguro que se armó un buen jaleo. En mi pensamiento, Robert empezaba a parecerse a Teague tal y como yo lo imaginaba de joven. Si era así, desde luego no me extrañaba que estuviera prendada de él.
—A mi madre —dije interrumpiendo mis propios pensamientos— le daba igual que me metiera en líos siempre y cuando no le complicara demasiado las cosas. Es decir, siempre que no tuviera que resolver ningún problema por mí, ni gastar dinero para sacarme de un embrollo. Ah, y siempre que no interfiriera entre ella y sus novios.
Supongo que mi madre pensaba que uno de esos hombres sería su billete a una vida mejor. Lástima que sus elecciones no fueran del todo acertadas.
Las cuatro veces me culpó a mí, por supuesto.
Por lo menos yo me salía con la mía, pasara lo que pasase. Por mucho que me dejara gorronear por un hombre, siempre lo tenía todo controlado. Al menos lo importante. Mis hijos iban siempre bien vestidos y comían bien. Podían apuntarse a casi todas las actividades extraescolares que querían. Nuestra casa no era lujosa, pero sí bastante bonita, limpia y ordenada, y podían llevar a sus amigos cuando les apeteciera. De hecho, yo los animaba a que lo hicieran. Quería saber con qué clase de críos se relacionaban y cómo se comportaban cuando estaban con ellos.
—Entonces ¿qué hacía feliz a tu madre? —me preguntó la señorita Isabelle.
—¿A mamá? Ella era feliz cuando tenía un hombre, y doblemente feliz si yo podía irme a otro lado cuando los llevaba a casa. Me quería, sé que me quería, pero por aquel entonces prefería no tener que lidiar conmigo más de lo necesario. Creo que ahora lo lamenta. Se queja de que trabajo demasiado y protesta porque apenas ve a los niños.
Una sonrisa iluminó mi rostro. Mamá por fin iba a recibir su merecido esa semana, y yo recibiría la recompensa por mi inversión económica. Le habían asignado un piso de protección oficial, uno de esos donde el gobierno mete a los ancianos sin recursos hasta que se mueren, pero, pese a lo mucho que me frustraba mi madre, yo no le desearía eso a nadie. La ayudé todo lo posible para que pudiera tener un apartamento decente en un barrio seguro.
Claro que la madre de la señorita Isabelle parecía más práctica de lo estrictamente sensato. Las cosas eran distintas en aquella época, desde luego, pero creo que la señorita Isabelle ni siquiera tenía espacio para respirar.
Nos habíamos dejado la lluvia en Texas del Este. Más adelante divisé el rótulo de un área de descanso, y el té helado que me había bebido de un trago cada vez que Susan Willis me había rellenado el vaso en el Pitt me estaba molestando. Si algo hacían bien en Arkansas eran las áreas de descanso públicas; obviamente el estado se gastaba todo su dinero en ellas en vez de en las carreteras.
Mientras la señorita Isabelle y yo nos acercábamos al edificio, me asaltó un ataque de nostalgia. Sí, era un área de descanso pública, pero la habían construido con los mismos materiales rústicos con olor a desinfectante Pine-Sol que los edificios del campamento de verano financiado por el gobierno al que yo iba de niña. Todos los veranos me había ausentado de casa felizmente durante dos semanas. En un barracón repleto de niñas chillonas, aunque las había malas, porque siempre las había malas, podía irme a dormir casi sin preocupaciones. Que me gastaran alguna broma mientras dormía no me preocupaba demasiado. Por lo general, me hacía reír.
En casa, mi madre hacía bien procurando mantenerme alejada de sus novios. Cuando empezaba a salir con uno nuevo, que era bastante a menudo porque nunca le duraban mucho, yo bloqueaba la puerta colocando debajo del pomo una silla metálica plegable que había rescatado de la basura. No siempre se sostenía, pero al menos al caerse me advertía. Además, normalmente el ruido despertaba a mi madre. «¿Jimmy? —gritaba por el pasillo. O Joe, o Jake, o el que tocara en ese momento—. ¿Eres tú, cielo? ¿No vuelves a la cama?». Entonces, si las dos teníamos suerte y mamá estaba bien despierta, los pasos se detenían. Pero más de uno aprendió por las malas a no tontear conmigo. Gracias a Dios, mamá solía evitar a los peores, a esos a los que no habría intimidado una chiquilla harapienta con un buen par de pulmones y unas tijeras bien afiladas en la mano.
En ese tema yo había tenido mucho cuidado con mis hijos. Mi niña sabía que en casa estaba a salvo. Mi hijo tenía la certeza de que por muchas chicas que intentaran aturullarle, no tenía más que volver a casa para que yo lo espabilara de nuevo. Aun así, me preocupaba.
La señorita Isabelle y yo nos estiramos un rato después de recorrer las instalaciones. Luego nos sentamos en un banco de la entrada para que yo pudiera despejarme un poco tras los casi quinientos kilómetros que ya habíamos hecho.
—Pareces una buena madre, Dorrie. Pero ¿crees que hacer las cosas distintas de como las hizo tu madre está funcionando?
Aquella pregunta tan directa me sobresaltó, pero, después de considerarlo un segundo, supe que quería que me pusiera a la defensiva, y que yo podría haberle hecho la misma pregunta. La señorita Isabelle había sobrevivido a su hijo. Rara vez lo mencionaba, pero tenía su foto en el tocador, junto a aquel dedal diminuto, además de un retrato de familia en el que posaban ella, su marido y el chico de adolescente. Él había muerto antes de que yo la conociera. Quizá hablar de ello le resultara demasiado doloroso.
Medité bien mi respuesta.
—De mi niña estoy muy orgullosa —dije al fin—. La secundaria es difícil, pero ella sigue sacando muy buenas notas y no se deja influir por otras niñas. Al menos todavía.
Sonreí al pensar en Bebe, con sus incómodas gafitas y su empeño en no llevar ropa descarada como el resto de las chicas de su edad. A veces aún me dejaba que le hiciera coletas y pequeños recogidos naturales, y seguiría haciéndolo mientras no se quejara. Ella era como yo, solo que más lista. Rezaba para que también fuera más fuerte. Las cosas eran muy difíciles en nuestros días.
—Stevie Junior, en cambio —proseguí—, se parece demasiado a su padre. Es un mujeriego. Es buen chico, pero Steve no ha sido un modelo ejemplar para él.
Mi hijo estaba a punto de graduarse. En poco más de medio semestre, subiría al escenario con su toga y su birrete, con mucha pompa y boato, y se convertiría en el segundo graduado de la familia. Sin embargo, últimamente me habían llamado varias veces de la escuela avisándome de que había faltado a esta o a aquella clase. Además, me llegaban recordatorios de tutorías para los niños que se preveía que no harían bien los exámenes finales. Todas esas llamadas las hacía un ordenador, pero solo para los que las necesitaban. Lo había comprobado.
Su última novia, Bailey, que siempre andaba por casa con él, parecía muy cariñosa y educada, siempre estaba con señora Curtis esto, señora Curtis lo otro, aun cuando le había dicho que me llamara Dorrie. Pero últimamente entraba de mala gana y con cara larga detrás de Stevie Junior. Conocía esa cara. Habían planeado ir juntos al baile de fin de curso, pero hacía semanas que no la oía parlotear emocionada de un vestido que había visto, ni darle la lata a Stevie para que fuera a por su esmoquin.
—Me parece que la novia de mi hijo está embarazada —le espeté a la señorita Isabelle, y un suspiro inmenso y horrible me sacudió hasta la médula. Hala. Por fin lo había dicho en voz alta. Y entonces vi clara la razón por la que quería huir.
—Ay, Dorrie, lo siento.
La señorita Isabelle miró hacia el otro lado del aparcamiento, donde una familia salía de un coche de bajo consumo como una troupe de payasos. Los pequeños corrían tan rápido que no me dio tiempo a contarlos, y gritaban como si llevaran días atrapados en aquella cosa. Los padres parecían a punto de desplomarse de agotamiento, pero seguían adelante, repartiendo bebidas y bolsas de patatas fritas y reuniendo a los que tenían que ir al baño antes de sentarse a comer el piscolabis.
—A veces los niños llegan en mal momento, pero si se les recibe con ilusión y se les quiere, pueden ser una bendición.
—Si lo sabré yo, señorita Isabelle —le dije. Me pondría furiosa si mi hijo confirmara mis sospechas, pero ¿quién era yo para hablar? No podía imaginar mi vida sin él, un niño que había aparecido dos o tres años antes de lo que yo había previsto ser madre—. No sé si soportaría perderlo. Usted debe de echar muchísimo de menos a su hijo.
Tardó un poco en contestar.
—Una cree que el dolor de perder a alguien desaparece con el tiempo, pero no es así.
Nos levantamos del banco y volvimos al coche. Tras entrar y ponernos los cinturones de seguridad, ella dijo:
—Tú quieres a tu hijo, Dorrie. Y querrás a cualquier niño que traiga a este mundo, independientemente de cuándo o cómo suceda, ¿me oyes?
La idea de ser abuela a los treinta y seis años casi era demasiado para mí, pero la señorita Isabelle lo dijo como si yo pudiera elegir si querer o no a mi propio nieto.