5

Isabelle, 1939

Esa noche, después de pasar a hurtadillas al lado del rótulo que conducía a Shalerville, nos ocultamos entre las sombras en las pocas ocasiones en que vimos a alguien. Robert me acompañó hasta el principio de mi calle, luego me vigiló de lejos hasta que llegué a mi casa. Me volví a tiempo para verlo escapar del cobijo de un enorme y viejo roble tras el que estuvo oculto mientras yo llegaba a la puerta de casa.

Recé al cielo por su seguridad, esperando que mi plegaria llegara a un Dios que protegiera tanto a los blancos como a los negros. Sospechaba que, en nuestro pueblo, se adoraba a uno que no satisfaría una petición semejante. Aguardé en la oscuridad púrpura del porche hasta que oí por los alrededores el rugido de un automóvil; luego entré haciendo mucho ruido por la puerta principal. Grité que ya estaba en casa, y respiré tranquila al ver que mi madre no venía a darme las buenas noches e interrogarme sobre la fiesta de Earline. Mientras me quedaba dormida, caí en la cuenta de lo equivocada que estaba sobre tantas cosas, especialmente en cuanto a mi capacidad para desenvolverme en el mundo adulto, pero también en otra: me había equivocado con Robert. Me engañaba al pensar que su existencia no influía en la mía.

Eso me fascinó. Más que una simple gratitud por estar en el sitio adecuado en el instante preciso, por su mediación en lo que podría haber sido un desastre, empecé a albergar la idea de que no había sido coincidencia. Casi parecía una locura, pero no podía quitarme de la cabeza que algo superior a los dos había encaminado la situación y nos había dirigido a un lugar en el que no podíamos evitarnos.

Comprobé que mis oraciones habían llegado al Dios adecuado cuando Robert volvió a nuestra casa a la semana siguiente sano y salvo, con la mandíbula perfectamente curada de la impronta del puño de Louie. Yo estaba en la cocina. Mi madre me había mandado averiguar si Cora estaba lista para servir la comida, cuando alguien me sobresaltó llamando a la puerta de atrás con los nudillos. Me volví. Por la ventana vi el rostro de Robert y su cabeza rapada. Un rubor me encendió las mejillas. Bajé la cabeza mientras Cora se apresuraba hacia la puerta.

—Disculpe, señorita Isabelle, voy a abrir a mi hijo. Dígale a su mamá que el almuerzo se servirá a las doce del mediodía, como ya le he dicho esta mañana. Me dedicó una sonrisa de suficiencia. Teníamos un acuerdo tácito: las dos sabíamos que mi madre era muy quisquillosa, y Cora confiaba en que yo no revelara la guasa con que se lo tomaba. Cuando hizo pasar a Robert, supe que no me había visto por la ventana. El cuello se le puso de un marrón más intenso y sus prominentes mejillas se oscurecieron aún más. Yo me quedé paralizada, como una pieza de ajedrez a la espera de ser movida por el suelo ajedrezado de nuestra cocina. Cora nos miró perpleja, y entonces supe que Robert había guardado en secreto mi desventura y el consiguiente rescate. La voz de Cora, cargada de serena autoridad, me puso en marcha.

—Corra, señorita Isabelle. Su mamá se preocupará si no le cuenta lo que le he dicho.

—Gracias, Cora. Se lo diré a mi madre —repliqué, y me volví hacia Robert—. Hola, Robert —saludé, pero las sencillas palabras salieron atropelladamente de mis labios.

Él inclinó la cabeza, mirando a todas partes menos a mí. Di media vuelta y me marché, de pronto consciente de mi forma de caminar, tan torpe y extraña que seguramente puso de manifiesto mi nerviosismo.

—¿Qué ha pasado aquí? —oí mascullar a Cora mientras yo me escabullía por el vestíbulo camino de la salita.

Aflojé el paso y caminé de puntillas, pero solo pude oír un leve murmullo, del que deduje que Robert había dicho: «Nada, mamá». Cora carraspeó y los cubiertos resonaron en la vajilla de porcelana a la vez que la puerta del horno rechinaba. Imaginé su desconcierto mientras pasaba los platos calientes a una bandeja de servir.

Más tarde, cuando Cora estaba recogiendo, me excusé de la mesa y volví a colarme en la cocina, consciente de que solo disponía de un instante hasta que ella volviera con la bandeja. El corazón se me aceleró al encontrar a Robert aún sentado a la mesa, enfrascado en un libro de texto abierto junto al plato que Cora debía de haber llenado entre viajes al comedor. Alzó la vista, y su expresión cambió al descubrirme a mí en el umbral de la puerta en lugar de a su madre. Sus atónitos ojos me interrogaron, pero no dijo nada.

—¿Llegaste bien a casa?

Estaba allí sentado, visiblemente sano, pero no se me ocurría otra cosa que decir y no podíamos quedarnos mirándonos indefinidamente.

—Muy bien. Nadie advirtió siquiera que había llegado tarde —empezó.

—Yo tuve suerte. Mi madre ni comprobó si había llegado…

Nuestras palabras se cruzaron y los dos reímos nerviosos.

—Sé que ya te he dado las gracias, pero no te imaginas, Robert… No paro de darle vueltas a lo que podría haber pasado… —Inspiré hondo y proseguí—: Que tú estuvieras allí esa noche, que me vieras salir del pueblo y me siguieras… creo que fue el hado.

En cuanto pronuncié esa palabra, noté que me sonrojaba. La había descubierto en el crucigrama del domingo, después de pasarme en vela casi toda la noche. Me pareció una señal de que mis pensamientos no eran absurdos. Pero nunca la había oído utilizar en una conversación normal, y ahora Robert pensaría que era boba y que estaba dramatizando, si es que sabía lo que significaba. Sobre todo si sabía lo que significaba.

Su mirada risueña me confirmó dos cosas: que sabía el significado de la palabra, o podía deducirlo por el contexto, y que yo dramatizaba. Aun así, no me lo negó, y su regocijo despertó en mí otra emoción para la que no tenía nombre, aunque quería tenerlo.

Esa primavera seguí las entradas y salidas de Robert de nuestra casa, al principio inconscientemente, luego a propósito. No tardé mucho en darme cuenta de que mi interés se había transformado en algo más, y que yo no acababa de comprenderlo. Me sorprendía acicalándome delante del espejo cuando pensaba que podría encontrármelo, y luego reprendiéndome por hacerlo. ¿Por qué razón iba yo a querer estar guapa para un chico de color?

Por un lado, me sentía avergonzada.

Por otro, aterrada.

Sabía que si mi madre se enteraba de que Robert me había acompañado a casa aquella noche o me descubría peinándome o mordiéndome los labios para que me brillaran más cuando lo veía subir el empinado sendero que conducía a la puerta de servicio de nuestra casa, se pondría histérica.

Un día la oí discutir con una vecina sobre los carteles que prohibían a los negros rondar por el pueblo después de que hubiera anochecido. Yo estaba sentada en las escaleras, ordenando unas barajas de cartas revueltas, cuando me llegaron sus voces desde el salón.

—¿Qué daño haría quitar esos carteles, Marg? —le preguntó la vecina—. Casi todos tenemos en casa personas de color que llevan años trabajando para nosotros. ¿No sería mucho más fácil que no tuvieran que salir corriendo antes del anochecer? ¿O si no tuviéramos que transportarlos al otro lado del pueblo, como el ferrocarril subterráneo, porque los tenemos trabajando hasta tarde?

Mi madre carraspeó.

—Imagina lo que sería de este pueblo si permitiéramos que la gente de color vagara por él después del anochecer, Harriet, o, Dios no lo quiera, si les permitiéramos que volvieran a vivir aquí. Dios santo, probablemente querrían ir a nuestra escuela. En cuanto nos descuidáramos, sus hijos se mezclarían con los nuestros, sus chicos querrían deshonrar a nuestras hijas.

Noté que le temblaba la voz. Había empezado a hablar con cierto titubeo, pero se había ido animando a medida que alcanzaba el final de su discurso.

Había mandado a Nell a la cocina a buscar té helado, y la chica apareció de pronto, cargada con una pesada bandeja en la que llevaba una jarra de cristal y vasos con hielo. Mi hermano Patrick iba por el pasillo cuando Nell se dirigía al salón. Tropezó con ella e hizo que la bandeja se le ladeara peligrosamente, con lo que el té helado se derramó y los vasos chocaron unos con otros. Patrick alargó la mano para enderezar la bandeja y, al soltarla, le rozó el pecho cubierto por el delantal y se detuvo allí un instante para perplejidad de ella. Apretó despacio y la desafió con la mirada a que protestara. Ella se estremeció, pero no rechistó.

—Nell, ¿eres tú? —gritó mi madre—. El té es para hoy.

—Sí, señora —dijo Nell—. Ya voy, señora.

Con los ojos como platos, dejó atrás a Patrick. Me vio en la escalera, con las manos paralizadas mientras sostenía con fuerza los ases de tres barajas diferentes, y sonrió, como si a mí fuera a hacerme gracia lo que acababa de presenciar. Sentí náuseas. ¿Y a mi madre le preocupaba que los hijos de los negros deshonraran a las hijas de los blancos? No había visto la mezcla de terror y resignación del rostro de Nell. Después de oír lo que le había dicho a la vecina, supuse que vería aquello de otra forma, incluso podría acusar a Nell de provocar a Patrick.

Mi padre lo habría reprendido duramente, solo que, al parecer, ahora que en teoría mis hermanos ya eran hombres, había dejado de intentar influir en ellos. Que yo recordara, por razones que nunca llegué a entender, Jack y Patrick habían emulado a los otros chicos y hombres de nuestro pueblo en lugar de a papá, y la ausencia de intervención materna no había ayudado. Fui yo quien imitó el comportamiento de mi padre desde muy pequeña, y él siempre había sido un modelo de respeto para el servicio de nuestra casa y para cualquier individuo de color con el que hubiera interactuado, aunque a mis hermanos no les había servido de nada.

Patrick subió atropelladamente las escaleras y al pasar me dio una palmada en la frente y una patada a las cartas que ya había ordenado, revolviendo de nuevo todas las barajas.

Sin embargo, en ese instante, el interés que había empezado a poseerme desde la noche en que Robert me había acompañado a casa se hizo evidente, un interés que podría perturbar hasta a mi padre. Si mi madre hubiera podido leerme el pensamiento, habría creído que un espíritu maligno se había alojado en mi corazón, similar a su pesadilla de que los negros vivieran en nuestro pueblo, con todas sus consecuencias.

Mis pensamientos, no del todo platónicos, me producían escalofríos.

Una tarde de finales de primavera estaba leyendo en el patio, apoyada en un árbol, cuando vi subir a Robert por el sendero. Al verme me saludó con la mano, pero siguió caminando hacia la puerta de atrás. Mis ojos leyeron las mismas líneas una y otra vez mientras me preguntaba qué lo habría traído a nuestra casa ese día. Al poco rato salió de la casa y fue al garaje, donde mi padre guardaba su preciado Buick Special 1936. Robert sacó el coche carmesí al camino. Apagó el motor, volvió al garaje y finalmente salió otra vez con un cubo y unos trapos.

Había lavado el coche de mi padre muchas veces. Papá estaba orgulloso de su automóvil y le gustaba tenerlo impecable. Ya no confiaba en Jack ni en Patrick para esa tarea; las pocas veces que se la había encomendado habían hecho una chapuza y estropeado la superficie inmaculada con manchas de jabón en su afán por pasar a otros quehaceres menos domésticos. Mi madre aseguraba que su despreocupación se debía a que papá no les dejaba conducir el valioso vehículo, sobre todo porque ni siquiera él lo sacaba. Shalerville era una localidad tan pequeña que visitaba a casi todos sus pacientes a pie salvo si el tiempo se lo impedía o si vivían fuera; solo muy de cuando en cuando los recibía en su consulta, que estaba a unas manzanas de casa. Se turnaba con otros padres para llevarnos a mis amigas y a mí a nuestras fiestas y alguna vez cruzábamos el Ohio para cenar en Cincy o nos íbamos de vacaciones familiares en el coche, pero casi siempre se quedaba allí, en el garaje, resplandeciente a la espera de una aventura ocasional. Los chicos tenían que apañárselas con el viejo Ford T, el primer coche que papá había tenido y que solo funcionaba a veces, razón por la que él lo había abandonado.

En cambio, yo le había pedido a mi padre que me enseñara a conducir el Buick y había accedido; me había prometido que me enseñaría en verano, cuando yo lo acompañaba ocasionalmente en sus visitas fuera del pueblo. Mi madre había intervenido:

—John, por favor, no le metas ideas raras en la cabeza a Isabelle —había dicho.

Ella jamás se habría puesto detrás de un volante y no quería ni oír hablar de que yo lo hiciera tampoco. Era impropio de una dama. Papá se encogió de hombros e hizo un gesto con las manos, como disculpándose silenciosamente, por lo que yo me fui hecha una furia. Sin embargo, pese a que me emocionaba que papá hubiera estado a punto de enseñarme a conducir, también me preocupaba. No permitía que mis hermanos llevaran su coche, pero estaba dispuesto a enseñarme a mí a hacerlo; mi madre no me habría dejado conducir jamás, pero no entendía la firme negativa de mi padre a dejar que los chicos se acercaran siquiera a él. A veces, parecía que fuéramos peones de una batalla velada entre nuestros padres. ¿Acaso era la permisividad de mi madre con los chicos una forma de vengarse de mi padre por alguna falta que yo ignoraba? Después de aquello me sorprendí estudiándolo, tratando de discernir qué podía haber hecho para defraudar a mi madre. A mí me parecía un hombre perfecto.

Ahora contemplaba celosa a Robert dirigirse a la llave de paso del agua, haciendo tintinear las llaves en su bolsillo. Eché un vistazo a las ventanas de la parte de atrás de la casa, aunque sabía que mi madre solía descansar todas las tardes a esa hora. Satisfecha de que nadie me observara, me trasladé con mi libro a una silla del césped que estaba más cerca del coche y fingí sumergirme de nuevo en la lectura.

—Allí estaba demasiado a la sombra —expliqué—. Empezaba a tener frío.

—Sí, señora, hace un día estupendo, pero entiendo que a la sombra tenga fresco.

Robert llenó el cubo con jabonaduras y lo llevó hasta el coche. Después se detuvo en seco. Detecté su dilema prácticamente en cuanto dejó el cubo en el suelo. Lo había visto desde casa en otras ocasiones: normalmente lavaba el coche en camiseta de tirantes.

Pero normalmente yo no estaba allí.

Podría haberme levantado y entrado en casa para que siguiera el protocolo habitual, pero algo en mi interior se rebelaba. Enterré la nariz aún más en el libro y me desplacé ligeramente para que mi línea de visión no fuera tan directa. Sin embargo, en vez de quitarse la camisa, Robert se remangó todo lo que pudo y sumergió los brazos en el agua jabonosa. Al hacerlo, no pudo evitar que el tejido descolorido por el sol se empapara. Escurrió la esponja y la pasó por el capó del coche, haciendo un mohín al descubrir las manchas de agua en las mangas.

No pude evitarlo. Se me escapó una risita tonta. Me tapé la boca.

—Si estuviera usted en mi lugar, no se reiría —dijo Robert sin alterarse, de espaldas a mí.

—Lo siento —contesté, pero mi risita se convirtió en una carcajada descontrolada—. Espero que hoy no tengas que ir a otro sitio con esa camisa.

Robert miró hacia la casa. Luego, antes de que pudiera darme cuenta, mojó la esponja en el cubo y me lanzó un chorro de agua. Hice un aspaviento al ver que acertaba de pleno y me empapaba el libro y la falda, y mi risa se volvió histérica.

—Ay, perdóneme, señorita Isabelle. No me había dado cuenta de que estaba tan cerca. ¿Se ha mojado?

Me miró directamente a los ojos. Una sonrisa le iluminó el rostro como un amanecer, y durante un instante fuimos simplemente jóvenes que disfrutaban de una broma mutua, ni ricos ni pobres, ni blancos ni negros.

Hasta que la puerta de mosquitera se cerró de golpe. Me volví. Mi madre estaba de pie en el escalón de la entrada de servicio. Entornó los ojos, ceñuda, protegiéndose con la mano del intenso sol vespertino.

—¿Isabelle? ¿Eres tú? Me ha parecido que alguien alborotaba. Llevas demasiado tiempo al sol, querida. Se te está oscureciendo la piel más de lo aconsejable. Entra ya.

—Voy, madre —respondí, obediente, pero mi voz cantarina reveló mi impertinencia.

Esperó a que me sacudiera la falda y recogiera el libro de la silla. Limpié la cubierta, confiando en que no reparara en las manchas oscuras o percibiera en mi ropa el olor característico del jabón mezclado con el polvo del camino. Satisfecha de ver que hacía lo que me había ordenado, dio media vuelta y se fue dentro. Miré a Robert y, aunque sabía que era una chiquillada, le saqué la lengua a mi madre aprovechando que no me veía, me metí los pulgares en los oídos y meneé los dedos. Entonces fue él quien tuvo que taparse la boca con la mano. Contuvo mejor que yo la carcajada que estaba a punto de escapársele. Luego agitó un dedo en señal de reproche y retomó su tarea.

Entré en casa con parsimonia, pero mi madre estaba justo al otro lado de la puerta con una expresión en el rostro que habría jurado que era de absoluto terror. Entonces frunció los labios como solía fruncírselos a tía Bertie.

—Isabelle, te permites demasiada confianza con los Prewitt —dijo—. Debes recordar cuál es tu sitio. Y ellos, cuál es el suyo.

—Madre… —protesté, pero ella ya se iba.

Durante las vacaciones de verano yo pasaba mis días alternando entre el letargo y las tareas que mi madre me asignaba para tenerme ocupada: aprender a preparar ramos con peonías y lirios de día del jardín, seleccionar pepinos maduros o espinosos quimbombós para que Cora los encurtiera, y todo tipo de cosas que me parecían completamente inútiles, como si aún viviéramos en el siglo XIX. Habría preferido leer o pasear, pero ya no disponía de la libertad de cuando era niña. En contadas ocasiones, sin embargo, la mirada taxativa de mi madre se relajaba.

Una tarde de julio, cuando el sol ya había alcanzado su máximo rendimiento de esa temporada y caía implacable sobre nosotros como una plancha humeante, mi madre se quejó de jaqueca y se retiró temprano a dormir su siesta. Le pidió a Cora que mandara a Nell en busca de mi padre para que le diera algún analgésico, pero Nell estaba en plena colada. Aunque sospechaba que habría agradecido un descanso de su tarea, doblemente agobiante con aquel calor pegajoso, me ofrecí voluntaria de inmediato.

—Ah, no, señorita Isabelle —dijo Cora—. Nell puede terminar eso luego. La ropa sucia no va a ir a ninguna parte.

—No me importa. Me apetece saludar a papá; además, no aguanto ni un minuto más en esta casa asfixiante. —Me llevé las manos al pecho, como estrujándome el corazón—. Por favor, por favor… —supliqué.

Cora rió.

—Usted gana. —Luego añadió, con un dedo amenazador—: Pero vuelva enseguida con esa medicina o su mamá se pondrá furiosa con todos nosotros.

Le prometí que iría y volvería en un santiamén. Llamé primero a la consulta, y la enfermera de papá me aseguró que tendrían el medicamento preparado aunque el doctor tuviera que salir a alguna visita.

Mi padre estaba sentado a su escritorio, comiéndose un almuerzo frío. Con la mano, me indicó que pasara a su consulta.

—Siéntate, cielo. Quédate un minuto, así te puedes llevar la fiambrera cuando te vayas.

De pequeña, en verano, lo acompañaba a menudo mientras comía. Creo que los dos echábamos de menos nuestras charlas. Sospechaba que el plan de mi madre de convertirme en la esposa perfecta se le hacía tan cuesta arriba como a mí.

—Más vale que me dé prisa, señor. Madre se disgustará si no tiene su medicina inmediatamente, sobre todo porque espera que se la lleve Nell.

—Ah, bien, vete entonces. No queremos que Nell o Cora tengan problemas con la jefa.

—No, señor. No queremos. —Me metí la medicina en el bolsillo—. ¿Papá?

Sonrió.

—Pensaba que tenías prisa.

—La tengo. Pero me preguntaba… —Acaricié la tela fina de mi vestido, el contorno del sobre de la medicina, y paseé la punta de la sandalia por una manchita oscura del linóleo. Luego negué con la cabeza—. Da igual.

—¿De qué se trata, cielo?

Mi padre estaba a punto de darle un bocado al sándwich, pero lo dejó, se recostó en la silla y cruzó las manos sobre el chaleco.

No contesté enseguida. De pronto, me había visto arrastrada al pasado por el recuerdo de una escena que no había vuelto a mi mente hasta ese instante, unos seis años después. Robert y yo estábamos sentados en sendas sillas rectas a ambos lados del escritorio de mi padre, en vez de enfrente de él, como solían estar sus pacientes. Mi libro de matemáticas estaba en el centro de la mesa, donde los tres pudiéramos verlo, y papá me ayudaba con los deberes —el primer año me había costado mucho— mientras Robert copiaba los mismos problemas en hojas de papel. No era nuestra primera sesión de ese tipo y, al principio, yo no entendía por qué Robert hacía los mismos deberes que yo si, a fin de cuentas, era un año mayor. También me sorprendía que no trajera su propio libro. ¿Por qué tenía que usar el mío? De camino a casa, papá me explicó que en la escuela de Robert usaban libros de texto desechados por las escuelas de blancos de la zona y que estaban tan ajados que rara vez salían del aula; eran muy pocos y demasiado valiosos para que los profesores se arriesgaran a perderlos o a que se estropearan. En la escuela nunca había suficientes profesores, por lo que era fácil que hasta los alumnos más avispados se quedaran atrás. Los compañeros de clase de Robert a menudo estudiaban cosas que en mi clase habíamos aprendido hacía varios años, y papá lo ayudaba a ir adelantando para asegurarse de que podría ir a la universidad. Me avergonzó recordar cómo lanzaba mis libros de texto por el dormitorio en ocasiones, por pura frustración, harta de tantos deberes que apenas me suponían un desafío intelectual. Imaginé al alumno que quizá los usaría después que yo, incluso con el lomo rajado, y empecé a tratarlos con cariño, comprendiendo que era un privilegio poder llevarlos y traerlos de la escuela a casa todos los días. Me enfurecía con los niños de mi curso que los tiraban al suelo después de clase para ponerse a jugar a la pelota, y ellos me miraban atónitos y me ignoraban.

Ese día yo no paraba mientras papá analizaba un problema con Robert. Por lo general, lo entendía antes que yo, y eso me fastidiaba. Pero observé que también él estaba nervioso. Papá siempre tenía mucha paciencia con los dos e iba avanzando despacio, hasta que Robert lo miró con ojos inquietos.

—¿Señor? —le dijo.

—¿Sí, Robert? ¿Qué ocurre, no lo entiendes?

—Sí, señor, lo entiendo perfectamente. Es que… —replicó, y miró por la ventana—. Ya es casi de noche, señor.

Mi padre volvió bruscamente la cabeza hacia la ventana y pareció asustarse, como si no se hubiera dado cuenta de lo pronto que anochecía después de clase a finales de otoño. Una extraña impaciencia invadió su rostro —no, algo más intenso, era rabia—, pero se recompuso y recogió los papeles de Robert, indicándole rápidamente lo que debía hacer para nuestro próximo encuentro.

—Más vale que corras, no sea que la jefa se enfade contigo.

Yo no tenía claro a quién se refería. Parecía lógico pensar que hablaba de Cora, porque en casa llamaba así a mi madre, pero yo nunca lo había oído usar ese apelativo con Cora. Robert guardó los papeles en su raída mochila, heredada de Patrick, y salió corriendo de la consulta de papá. Mi padre me devolvió entonces su atención, aunque ya no volví a verlo centrado en la lección ese día.

—¿De qué se trata?

La voz de mi padre me sacó de mis recuerdos.

—Esos carteles… —dije.

—¿Carteles?

—Los que están al entrar y salir del pueblo; no los que rezan Shalerville y el número de habitantes, sino… los otros.

Mi padre frunció el ceño.

—¿Qué pasa con ellos?

—¿Siempre han estado ahí?

—¿Siempre? —Levantó los dedos, se miró una uña y se hurgó en ella como si se le hubiera quedado algo dentro—. No, supongo que no. —Se irguió—. Más vale que te marches, Isabelle. Cora se estará preguntando dónde te has metido.

—Sí, señor.

Di media vuelta y me disponía a salir cuando su voz me detuvo de nuevo, esta vez con inesperada alegría.

—¿Por qué no llevas corriendo esa medicina a casa y luego te tomas la tarde libre? Tu madre te ha encomendado muchas tareas este verano, cariño, pero, si ella no se encuentra bien, tenerte rondando por ahí no hará más que empeorar las cosas, ¿no te parece?

Me guiñó un ojo, y aquello me animó. No había contestado exactamente mi otra pregunta y yo todavía quería saber la respuesta, pero… ¿toda la tarde libre para hacer lo que me apeteciera? ¿Con la bendición de mi padre? Aquella era una distracción excelente.

—Si tu madre protesta luego, ya le diré que ha sido idea mía, pero sal corriendo mientras puedas. Como se entere de que tienes permiso para huir, quizá ese analgésico le haga efecto antes.

—¡Huy, sí, señor!

Estuve a punto de cerrar de un portazo. Luego recordé que debía aflojar el paso mientras pasaba por delante de la enfermera de mi padre, que estaba ocupada ordenando el botiquín de la sala de curas. Siempre olía de lo más aséptico, como si jamás le hubiera puesto la mano encima a uno de los pacientes de mi padre. Mi madre y ella se conchababan para impedir que mi padre ofreciese asistencia médica por menos de lo estrictamente recomendable, pese a que algunos, comparados con nosotros, lo estaban pasando muy mal, pero mi padre toleraba su complicidad porque era una enfermera excelente. Ella, además, se encargaba de informar a mi madre de cualquier transgresión en que yo incurriera.

—Buenas tardes, Isabelle —me dijo. Yo le di las gracias, pero, en cuanto salí por la puerta y supe que ya no podía verme por la ventana, empecé a trotar y solo aflojé el paso en las cuestas o cuando me topé con alguna persona en la corta Main Street de Shalerville, y no fueron muchas ese día; el calor los había vuelto a todos perezosos y propensos a quedarse en cualquier sitio donde soplara una brisa fresca.

De vuelta en casa, me encontré a Nell tendiendo en la cuerda el último de los engorrosos manteles lavados. Le sostuve la esquina mientras ella le plantaba una pinza de madera. Se pasó la mano por la frente sudorosa.

—¿Podrías pedirle a tu madre que le dé esto a la mía? —le dije sacándome del bolsillo el sobrecito de la medicina.

Ella se secó en el delantal y lo cogió.

—¿Qué trama? —preguntó.

Me esforcé por poner cara de circunstancias. Aunque se había abierto una brecha entre nosotras la noche en que la había ofendido, me conocía bien. Yo sabía que las dos lamentábamos ser ya demasiado mayores para escaparnos a los escondites del jardín y el patio donde solíamos ocultarnos de niñas. Entonces apenas notábamos el calor mientras jugábamos a las tabas, a la comba, a las muñecas o a las cocinitas, riéndonos como las niñas que éramos y hablando en voz baja de cosas importantes, como del nombre que le pondríamos a nuestros primogénitos. Alguna vez dejábamos que Robert entrara en nuestro exclusivo club, cuando necesitábamos algún forzudo o alguien que hiciera de hombre en los escenarios imaginarios que inventábamos.

Por aquel entonces a mi madre no parecía importarle mucho que me relacionara con la familia de Cora. Jack era un año mayor que Patrick y ambos eran varios años mayores que yo. Se entretenían el uno con el otro o se metían en líos juntos, y estoy segura de que sencillamente era un alivio para ella que también yo tuviera una compañera de juegos adecuada, aunque, en mi caso, Nell servía para tenerme ocupada e impedir que anduviera correteando por todo el pueblo, mientras mis hermanos, por ser chicos, gozaban de absoluta libertad. A mi madre siempre le había preocupado muchísimo que pudiera relacionarme con la gente equivocada, pero en esa época Nell estaba exenta. Probablemente ya entonces la considerara una especie de empleada, pese a sus seis u ocho años. Y al mejor precio: gratis.

—Papá me ha dado permiso para andar por ahí —le expliqué a Nell—. Creo que me voy a ir a leer al arroyo.

Cerca de nuestra finca corría un arroyuelo, más o menos a un kilómetro de la casa si se salía por la puerta de atrás. Lo bastante cerca para considerarlo un lugar seguro pero suficientemente lejos para que me proporcionara una temporal sensación de libertad. De niñas también habíamos jugado allí.

Vi en los ojos de Nell el brillo de la indecisión, pero llevó el sobre a la casa. Me pregunté si habría reparado en que yo no tenía ningún libro encima y que no entraba a por uno.

No me dejaban llevar pantalones. Casi siempre que iba a casa de alguna amiga por la mañana, la veía con ajustados pantalones hasta los tobillos muy modernos y que no parecían nada masculinos, o con faldas pantalón, tan femeninas como cualquier vestido que yo hubiera visto. Pero el empeño de mi madre por rebobinar décadas en el tiempo era imparable. Por una vez, agradecí llevar puesto un vestido suelto de algodón que poder recogerme por los lados. Perfecto para meterme en el agua.

El lecho del río estaba tachonado de piedra caliza, moldeada y alisada por la corriente, y a mí me encantaba pasar de una piedra a otra por el frío torrente de agua y ver hasta dónde podía llegar sin que cubriera tanto que tuviera que nadar. Mi traje de baño, ¡ay!, solo veía la luz del día cuando mi familia iba de excursión al lago o viajaba a Carolina del Norte para bañarse en el mar. Jamás me habían dejado ponérmelo para jugar en el arroyo. De todas formas, había crecido unos centímetros desde la última vez que lo había llevado, aunque sospechaba que seguiría ajustándose lo suficiente a mis flacas caderas y a mi pecho plano. Suponía que tendría que cargar con esa figura de muchacho hasta que me casara y tuviera hijos.

Cerca del arroyo me solté la cinta del pelo y la partí en dos con la ayuda de una rama rota. No la echaría en falta, siempre tenía cintas con las que mantener a raya mi encrespado pelo ondulado. Me recogí las faldas a los lados y las sujeté con los trozos de cinta. Seguramente debía de parecer ridícula, pero me daba igual. No iba a sacrificar una tarde libre por una cuestión de vanidad.

Dejé las sandalias al borde del arroyo y salté a la primera piedra, deteniéndome en ella un instante para saborear mi libertad e impregnarme de aquel aire que la corriente batía y refrescaba, tan vivo en comparación con esa atmósfera estancada que había estado respirando toda la mañana.

Al poco rato ya estaba saltando de piedra en piedra, extendiendo los brazos como un águila planeadora para mantener el equilibrio. Me detuve, al fin, cuando llegué a la última que podía alcanzar sin tener que volver a la orilla. La piedra tenía una superficie grande y plana, así que me acuclillé para acercarme al agua, descansando en los talones, con la falda remangada por encima de las rodillas.

Contemplé aquel arroyo que me era tan familiar y me asaltó la melancolía. Añoré la época en la que había disfrutado de más espacio, los veranos durante los que había podido jugar sin llevar a cuestas las expectativas de otros, de las que en realidad no quería formar parte. Yo era demasiado lista, decía mi madre. Arrugaba la nariz cuando le pedía los periódicos a mi padre en el desayuno si él había terminado de leerlos. Protestaba cuando volvía de la diminuta biblioteca de Shalerville cargada con otra pila inmensa de libros, porque creía que debía mostrar más interés por aptitudes más femeninas. Pero las labores de costura y las cualidades de una buena anfitriona me aburrían soberanamente. Yo había albergado la ilusión de ir a la universidad, y parecía que incluso contaba con el apoyo de mi padre —al menos él nunca me desanimó—, pero mi madre me dijo:

—¿Tú? ¿A la universidad? —Rió sin malicia, aunque con fastidioso sarcasmo—. La única formación que precisas para ser esposa y madre la tienes aquí mismo, bajo tu propio techo.

Así que me esperaba un futuro en el que, en lugar de marcharme a alguna universidad, a algún lugar lejos de aquel sitio dejado de la mano de Dios, algo con lo que siempre había soñado, se esperaría que me casara con el primer pretendiente aceptable que se presentara, probablemente sin amor ni intereses comunes que sostuvieran nuestro aburrido noviazgo, seguramente alguien del estilo de Jack o Patrick, que se pasaría el día trabajando e invertiría su tiempo libre en lo que quisiera mientras yo aplazaba mis propios sueños para llevar la casa y tener hijos. Sentí una rabia súbita hacia mi madre, que muy probablemente se saldría con la suya en aquel asunto, y me incorporé, furiosa, lanzándome a la orilla del arroyo, donde aporreé la tierra y dejé que el aroma de la nube de polvo seco me consolara y me enfureciera más. Era una chica privilegiada, rica incluso, comparada con otras muchas, pero clamé contra mi destino con gritos ininteligibles, como los de un bebé fuera de sí. Cuando me quedé sin fuelle, reposé la cabeza en los brazos y miré a un lado.

Mis ojos advirtieron un par de botas desgastadas.

—¿Se encuentra bien, señorita Isabelle?

Me puse en pie torpemente.

—¿De dónde has salido?

Me llevé las manos a las mejillas, encendidas de vergüenza.

—He estado aquí todo el rato. No me ha visto, supongo, porque si no se habría guardado todo eso para sí misma. —Rió—. Cuando ha llegado, yo estaba en la parte baja del arroyo, pendiente de mis cosas.

Una sonrisa pícara iluminó sus ojos risueños.

Debía reconocerlo: las probabilidades de encontrármelo allí eran muchas. Durante casi toda mi vida, en verano, si Robert no estaba haciendo tareas para papá, andaba por el arroyo. En cambio ese día, después de mi inspección no del todo exhaustiva, había resuelto que estaba sola. La idea de que hubiera visto mi rabieta —causada en parte por su ausencia, cierto— me hería en mi amor propio. Así que cambié de tema:

—¿Estás pescando?

—Cogiendo cebo. Busco pececillos. Si consigo coger un buen montón, me iré al río. Por aquí no hay nada que merezca la pena pescar.

—Enséñame —le dije sin pensar—. A coger pececillos.

Yo ya lo había intentado en alguna ocasión para divertirme, pero aquellos peces diminutos me esquivaban. Había probado a cogerlos con un cubo o con las manos, pero salían disparados en cuanto tocaba el agua. Nunca había conseguido pescar más que unos pocos.

Robert me miró fijamente, receloso, perplejo y divertido a la vez. Pero dio media vuelta y me hizo una seña con el dedo para que lo siguiera. Esta vez, observé, no se empeñó en ir detrás después de que yo me sacudiera la tierra del vestido y me acercara a él. De hecho, cuando el río se estrechaba tanto que solo cabía uno de los dos, él iba delante. Se detenía y, muy caballeroso, frenaba la corriente y me apartaba las ramas bajas que se amontonaban en el camino.

Me llevó a una parte ancha del arroyo donde solían congregarse los peces pequeños. Allí el agua discurría perezosa, deteniéndose a formar remolinos en los cobijos creados por rocas más grandes y en los hoyos de la orilla. Gruñó, me señaló la orilla para que me sentara y, llevándose un dedo a la boca, me pidió silencio.

Dejó el cubo a mi lado y luego se sacó del bolsillo de los pantalones el envase vacío de un refresco Nehi. Sostuvo la botella en alto para mostrarme que había echado dentro una miga de pan, apretada y moldeada en forma de pelota. Rodaba por el fondo como una canica, aunque también había metido trozos de pan sueltos, sin compactar, y además había atado una cuerda larga al cuello de la botella. Se quitó las botas y se metió en el lecho del arroyo, silencioso como un indio, provocando apenas ondulaciones en la superficie. Se movió despacio y se agachó, estudiando de cerca los pequeños bancos de peces. Por fin se detuvo. Sumergió la botella en el agua, la puso de lado, con la boca en la dirección de la corriente, y la hundió hasta plantarla en el lecho del arroyo. Se sacó una piedra pequeña del bolsillo y atrapó el extremo de la cuerda sobre un canto rodado. Después volvió a la orilla y se sentó a mi lado. Me pareció un proceso tremendamente largo y complicado para coger unos cuantos pececillos, pero sentía curiosidad por saber si funcionaba.

—Y ahora ¿qué? —le susurré.

—A esperar —me contestó en un tono normal.

—¿Por qué me dices que no hable y ahora hablas tú?

—Ya he visto el ruido que es usted capaz de hacer —señaló él mirando al infinito con los labios fruncidos. Era evidente que se estaba conteniendo la risa.

Suspiré y moví la cabeza.

—¿Cuánto hay que esperar?

—Lo suficiente. No demasiado.

Eso lo aclaraba todo.

Mientras esperábamos, nos esforzamos por hablar de nimiedades. Por fin podía volver a hablar con Robert a solas, algo que había estado ansiando todo el verano, y no se me ocurría nada que decir. El tiempo se detenía y se aceleraba a la vez, y yo me reprendía por no haber prestado más atención a las chicas de las que solía burlarme, por no reparar en la naturalidad con que hablaban con los chicos. A Robert no parecía importarle el silencio, más bien le complacía esperar a que yo sacara un tema de conversación.

—¿Te gusta pescar? —pregunté al fin.

—Me ayuda a matar el tiempo. Y, de ese modo, mamá no tiene que comprar carne para la cena ni ingeniárselas sin ella.

Fruncí el ceño sintiéndome escarmentada, aunque no por Robert. Nunca se me había ocurrido que Cora pudiera pasar apuros para conseguir carne con que alimentar a su familia. Yo siempre había tenido comida abundante, aun en los peores años de la Gran Depresión. Los pacientes a menudo pagaban a mi padre en especie, con alimentos o conservas caseras de frutas y verduras, y a veces con carnes frescas o curadas. Sabía que mi madre le daba comida a Cora cuando a nosotros nos sobraba para que no se pusiera mala, pero siempre había dado por sentado que era más un extra que una necesidad. Jack y Patrick a menudo cazaban pequeñas piezas en el bosque, por puro deporte. Estaba segura de que se limitaban a dejarlas allí, pudriéndose.

A los diez o quince minutos, Robert se incorporó y tiró suavemente de la cuerda de la botella. Me la acercó; había más o menos una docena de pececillos revolviéndose frenéticamente en su interior. La pelota de miga se había reducido solo un poco, pero los otros trozos de pan habían desaparecido. Echó los pececillos y el agua en el cubo y volvió a meterse en el arroyo. Se llevó la mano al bolsillo y metió en la botella más trozos de pan.

—¿Cuántos necesitas? —pregunté.

—Con unos cincuenta o así valdrá. Guardaré los que no use para mañana.

Hice un cálculo mental. Estaríamos allí sentados una hora o más mientras recogía su cosecha de cebo. Yo llevaba fuera de casa menos de una hora, así que estaba bien. Nadie vendría a buscarme salvo que anduviera por ahí hasta casi la hora de cenar.

—¿Empiezas la universidad en otoño?

Confiaba en que no encontrara raros mis súbitos cambios de tema.

—Ese es el plan, señorita Isabelle.

—Ojalá yo también pudiera. Robert —dije sin pensar, antes de que me diera tiempo a arrepentirme—, no hace falta que me llames «señorita Isabelle». Al menos no aquí fuera. Me hace sentir… Bueno, no sé cómo me hace sentir, pero no estoy segura de que me guste. ¿Por qué no me llamas Isabelle?

—Ah, no, no podría. Mi mamá… su mamá… —farfulló negando con la cabeza y entrecerrando los ojos, incómodo.

—Ellas nunca lo sabrán. ¿Por favor? —le rogué.

Por intrascendente que pudiera parecer, aquello era tan importante para mí como cualquier otra cosa que hubiera deseado en mi vida.

—Isabelle —dijo—. Vale, entonces. Isabelle. —Saboreó los sonidos como si estuviera probando una de las nuevas recetas de su madre. Me miró con indecisión y sonrió—. No querrá meterme en un lío, ¿verdad?

—¡No! Yo jamás…

Sentí un hormigueo en la nuca. Supuse que alguna de las chicas que conocía, y también algún chico, podía ser así de cruel y querer meter en un lío intencionadamente a alguno de los pocos negros con los que tratábamos. La fealdad de aquello me encogió el corazón.

—Ah, sabía que usted no lo haría, señorita Isabelle… —Negó con la cabeza—. Me va a costar perder ese hábito, pero si usted me lo pide, lo haré.

Volvimos a quedarnos en silencio. A medida que pasaba el tiempo, me sentía cada vez más violenta. Era plenamente consciente de mi propio cuerpo: mi piel, mis manos, mis pies descalzos, la pelusilla de mis espinillas y mis gemelos. Mi madre se afeitaba las piernas, pero a mí nunca me había preocupado. Cuando las enseñaba, siempre las llevaba tapadas con las medias. De pronto me parecieron piernas de niña y quise volver a cubrírmelas con la falda del vestido.

Luego empecé a fijarme más en él: su piel, sus manos, sus pies descalzos, la pelusilla de su labio superior y su mandíbula. Me sorprendí conteniendo la respiración demasiado tiempo y tuve que ir soltando el aire muy despacio para no parecer un fuelle.

—¿Tienes novia, Robert? —pregunté esperando poder librarme de aquellos pensamientos si descubría que eran inútiles.

—La tuve —contestó—, pero se ha casado con un chico mayor que trabaja en el ferrocarril y gana un buen dinero como mozo. No quería esperar a que yo terminara mis estudios universitarios. —Se encogió de hombros—. No la culpo.

—¿Quieres casarte? ¿Tener hijos algún día?

Mi táctica anterior no había triunfado, aunque seguía fascinándome la idea de que Robert tuviera una vida aparte de mi familia y del servicio que la suya prestaba a nuestras necesidades.

—Supongo que sí, algún día. Cuando conozca a la chica adecuada. Una chica paciente, probablemente.

Me sonrió y yo reí nerviosa, porque, en el fondo, sabía que se reía de mí también. No es que pensara que se le podía haber ocurrido compararme con ninguna chica que tuviera en mente. Qué locura.

Qué peligro.

Una nube apareció en el cielo sobre nosotros, repentina y oscura, y una brisa perturbó el aire. Me estremecí y noté que se me erizaba el vello de los antebrazos. Cuando un fuerte tronido hizo temblar la tierra en la que estábamos sentados, Robert se levantó de un brinco.

—Cielos, se avecina una buena tormenta.

Se lanzó al arroyo, sacó la botella y volvió deprisa a la orilla. La dejó caer en el cubo, junto con los pececillos, lo cogió y lo puso con sus botas debajo de un árbol cercano.

—¿Cree que podríamos irnos corriendo? —Miró al cielo y justo entonces se abrió, como una boca de asombro. Unas gotas gigantescas se precipitaron al suelo—. Más vale que se ponga a cubierto, señorita… Isabelle. ¡Venga aquí!

También yo miré hacia arriba y sopesé la utilidad de refugiarnos bajo un árbol en una tormenta eléctrica. Pero entonces empezó a granizar. Cuando logré llegar al lado de Robert, algunas de las bolas de hielo eran ya del tamaño de la que él había usado para atraer a los pececillos.

Pegó la espalda al tronco del árbol para dejarme sitio. Al ver que yo no cabía, se dispuso a cederme el suyo, pero yo lo agarré de la manga y tiré de él.

—No seas ridículo —dije—. No puedes quedarte al descubierto con la que está cayendo.

El árbol no nos protegía demasiado de la lluvia, que caía ya casi de lado, pero al menos el granizo no nos estaba acribillando.

No le solté la manga, aunque no estoy segura de si me di cuenta al principio. Él tenía la espalda pegada a mí y mi nariz apenas le llegaba por el hombro. Contemplé la manta de agua que caía y silenciaba todos los demás sonidos con su intensidad. En mi vida me había sentido tan cerca de otro ser humano. Ni tan sola. Pasé los dedos por el brazo de Robert y lo así por el pliegue del codo.

Al principio no reaccionó, no de forma visible. Se quedó quieto y derecho, como el tronco del árbol que teníamos a la espalda, tan viejo y grueso que apenas se mecía en la tormenta.

Pero cuando otro trueno rasgó el cielo, me asusté y me así con más fuerza al codo de Robert. Sin decir nada, él se volvió y me atrajo hacia su pecho. Inspiré su aroma, sudoroso, natural, pero no desagradable, mezclado con el olor de la lluvia que empapaba las hojas y la corteza del árbol.

Aquel aroma me transportó, y de pronto me vi con siete u ocho años, agazapada bajo otro árbol de ramas bajas cerca del arroyo con Robert y Nell mientras estallaba una tormenta estival y la lluvia cálida nos corría por los brazos y el cuello pese a los intentos de Robert de protegernos con la manta que Nell y yo habíamos estado usando para un picnic. Ella estaba sentada entre los dos, pero yo pasé mi brazo desnudo por su cintura y rocé con los dedos los pies cruzados de Robert. Chilló como una niña cuando le hice cosquillas en el hueso del tobillo, pero no se movió e hizo todo lo posible para que no nos mojáramos. ¿Era aquel recuerdo verdadero? No estaba segura, pero lo parecía.

Robert y yo nos quedamos de esa manera hasta que amainó, hasta que cesaron el granizo y la lluvia, tan de repente como habían empezado. Entonces me soltó y se apartó.

Me sentí desnuda. Sola de nuevo.

—Lo he hecho sin pensar. Lo siento.

Se metió las manos en los bolsillos, afligido, mirando alrededor como si creyera que alguien podía habernos visto.

—Yo no —repuse—. No lo siento en absoluto.

Di media vuelta y volví deprisa a donde me había dejado las sandalias, pero, como es lógico, ya no estaban en la orilla del arroyo. Debía de habérselas llevado la corriente. Corrí a casa ignorando mi corazón desbocado, deteniéndome solo para soltarme la falda antes de llegar a la puerta trasera. Entré bruscamente en la cocina, donde estaban Cora y Nell sentadas a la mesa, una pelando manzanas y la otra patatas. Cora se levantó como un resorte, arrastrando la silla con un estruendo y un chirrido que me resultaron físicamente dolorosos.

—Ay, señorita Isabelle, mírese —susurró, nerviosa—. ¡A su mamá le va a dar algo como la vea así! Quítese enseguida esa ropa mojada. Ya debe de estar despierta, pero quizá puede entrar sin que la vea.

Me limité a asentir con la cabeza. Subí con sigilo las escaleras, preguntándome cómo iba a explicarle a mi madre por qué iba descalza si me la topaba, cómo le explicaría la desaparición de mis sandalias la próxima vez que me sugiriera que me las pusiese. Hacía solo un mes que las tenía y, aunque nuestra situación económica era más holgada que la de la mayoría de las familias de la zona, unos zapatos nuevos siempre eran caros. Pero también sabía que no cambiaría aquella tarde en el arroyo por recuperarlas. No la cambiaría por nada, y ese pensamiento me sacudió de la cabeza a los pies descalzos.