La señorita Isabelle, en la actualidad
El lunes por la mañana le estaba arreglando el pelo a la señorita Isabelle, como siempre, tal como le había prometido, aunque no lo hubiera dicho en voz alta cuando me fui de su casa. Ella lo sabía.
Ahora era distinto, claro. Más íntimo que antes. El champú y el suavizante con que le masajeé el pelo le dieron brillo. Mientras esperaba a que los rizos y las ondas se asentaran, estudié su rostro y me maravillé de su piel, tan suave y tersa pese a todos sus sufrimientos y sus pérdidas.
Dejé que mi mente vagara. Quizá yo tuviera la misma suerte. Quizá había hecho frente a casi todos mis demonios durante mi juventud y los que me quedaban no me envejecerían tan rápido. Quizá disfrutaría del resto de mi vida con la gente a la que quería, aunque las cosas no siempre salieran como planeaba. Quizá el tiempo que la señorita Isabelle y yo habíamos pasado en la carretera había sido para mí una especie de cursillo sobre cómo ser más feliz.
—Creo que todo va a salir bien, señorita Isabelle. Mi chico… tengo un buen presentimiento con él. Me parece que todo lo ocurrido lo ha hecho despertar, que el miedo lo ha vuelto un poco más sensato. Tengo que creer que ahora se atendrá a los valores que le he enseñado y los usará para hacer algo de sí mismo. Lo creo de verdad. Ya solo me falta que Bebe pase los años críticos y podré estar tranquila.
Reí tratando de imaginar a mi dulce niña causándome alguna angustia. Resultaba difícil de imaginar entonces, pero supuse que, en algún momento, me pondría a prueba. Confiaba en que fueran cosas sencillas (demasiado maquillaje o pantalones demasiado cortos), pero daba por supuesto que también ella me haría algunas fisuras en el corazón antes de sentar la cabeza.
—Y Teague. Ay, señorita Isabelle. A veces pienso que es demasiado bueno para ser de verdad. No hago más que esperar a que meta la pata para poder decirle: «Ve, se lo dije, no existe eso que usted llama un buen hombre».
Sin embargo, Teague había estado allí el día que habíamos vuelto de nuestro viaje, y al día siguiente también, el domingo, cuando yo había necesitado que un adulto de verdad me acompañara a encargarme de una de las cosas más difíciles que había hecho en mi vida. Algo que jamás había pensado que tendría que hacer tan pronto, aunque, al final, no me había sorprendido en absoluto.
Los labios de la señorita Isabelle se curvaron en una suave sonrisa. Me tranquilizaron y me alentaron, diciéndome una vez más que todo iba a ir bien.
Ya tenía el pelo seco y le ondulé con cuidado los rizos, a su gusto, enmarcándole la cara con una especie de halo de color plata azulado. Nunca había sido perfecta (ahora lo sabía con certeza), pero era lo más parecido a un ángel guardián que yo había tenido jamás. Los ojos se me empañaron al pensar en todo lo que había llegado a significar para mí. Confiaba en haber sido también una bendición para ella.
Usé su laca favorita para dejárselo bonito y suave, como a ella le gustaba, y luego retrocedí para estudiar mi obra de arte. Bastante bien, aunque no fuera correcto que yo lo dijera. La vi estupenda. La vi guapa, como siempre.
—¿Qué le parece, señorita Isabelle? ¿Le cobro un plus esta vez? Hoy lo he hecho mejor que nunca, ¿sabe? Sí, creo que hoy me he superado. Todo porque… —Me atraganté al intentar decir las últimas palabras.
Todo porque la quería.
Recordé mis pensamientos del sábado, cuando no había sabido si darle un abrazo o un beso. Esta vez no me contuve. Me aproximé a ella. Me incliné para asirla de los frágiles hombros y me la acerqué todo lo que pude para abrazarla. Ella no pareció sorprenderse en absoluto. Ni de eso ni de los besos que le di con cuidado, primero en la frente y luego en las dos delicadas mejillas, ligeramente perfumadas por los productos que yo había usado para arreglarle el pelo, pese a que me había esmerado por protegerle la cara.
Le pasé un dedo por los labios y luego le cogí las manos, cuidadosamente entrelazadas en la cintura alrededor del pequeño dedal de plata. Volví a maravillarme de nuestras diferencias, del contraste entre nuestros tonos de piel, como tierra fértil y arena quemada por el sol.
Tan distintas. Tan parecidas.
Oí un murmullo junto a la puerta. Alcé la mirada y vi al señor Fisher, que esperaba allí, pacientemente, con un interrogante en los ojos.
—Ya está lista. Tan guapa como siempre. Entre nosotros, lo hemos hecho bien —dije.
El empleado de la funeraria me dio una palmadita en el brazo. Retrocedí.
Ya estaba con Robert. Y con Pearl. Y probablemente con Max y con Dane y con todos los demás que la habían amado pero se habían ido antes que ella.
Creo que la señorita Isabelle estaba lista de verdad. Y esta vez llevaba un vestido de fiesta.