Dorrie, en la actualidad
Stevie Junior me esperaba en casa, sumiso y alicaído, como si fuera a echarle una bronca y hacerlo pedazos ahí mismo. Unos días antes probablemente lo habría hecho, pero había aprendido qué era lo más importante. Una de esas cosas era no apartar de mí a mi hijo cuando más me necesitaba.
—Hola, cielo, ¿cómo va eso? —le grité mientras entraba en casa, arrastrando la maleta y dejándola caer en la cama. Ya me ocuparía de deshacerla más tarde.
Stevie estaba tirado en nuestro raído sofá. Hacía años que quería cambiarlo por algo que le diera un poco de clase a nuestra casa. Ese día lo encontré familiar y cómodo. Me pareció acogedor.
Stevie se incorporó sin ganas y, sentado, se encorvó sobre las manos, trenzadas en un enorme puño bajo la barbilla. Con los hombros rígidos y tensos, me miró como sorprendido por el desenfado de mi saludo, como si mi estado de ánimo fuera demasiado bueno para ser cierto.
Me dejé caer en el sillón abatible encarado al sofá, igual de familiar y acogedor. Mi lista de prioridades de hacía una semana había cambiado.
—¿Bailey ha hablado con sus padres?
—Eh… no. La verdad es que no creo que hable con ellos, mamá.
Sentí que el corazón se me paraba un instante y luego volvía a latir debidamente en mi pecho, como si no quisiera pero se hubiera reenganchado. Así que era demasiado tarde para hablar de nada. Demasiado tarde para asegurarle a Stevie que apoyaría cualquier decisión que tomara siempre y cuando hiciera todo lo posible por usar ese cerebro que Dios le había dado. Suspiré.
—Ha perdido el bebé.
Eché la cabeza atrás y miré fijamente a mi hijo. Le brillaban los ojos. Entonces supe lo en serio que se había tomado todo aquel lío. No estaba en sus planes, pero acababa de experimentar una pérdida a la que jamás habría imaginado que tendría que enfrentarse a los diecisiete años.
Me levanté, me dejé caer a su lado y le pasé el brazo por los hombros, que me parecieron inmensos a pesar de ser los mismos que había abrazado siempre desde que era mío.
—¿En serio, cielo?
No pude evitar sentirme un poquitín aliviada. Era humano, supongo, que la madre de un chico que había hecho una insensatez se sintiera aliviada de que las consecuencias no fueran tan duras. Pero también a mí me dolió más de lo que esperaba. A fin de cuentas, habría sido mi nieto. Aunque no estuviera preparada para ser abuela, una parte de mi herencia había pasado a otro reino sin que yo tuviera ocasión de querer a ese niño o esa niña.
—Empezó a sangrar ayer, como un período muy fuerte o algo así. Fuimos a urgencias. Le dijeron que había sufrido un aborto. Como ha sucedido tan pronto, no tiene que hacer nada más. Se acabó. Pero ¿mamá…? —Me miró con una pena cruda en los ojos—. Duele. No sabía que me dolería así.
—Ay, hijo, lo sé. Lo siento muchísimo. —Lo abracé más fuerte mientras sus hombros temblaban y él contenía con dificultad las lágrimas, esforzándose por actuar como un hombre—. No pasa nada, Stevie. Llorar te hace más hombre. Créeme.
Una última oleada de sollozos le sacudió el cuerpo como una tormenta casi extinta. Cuando por fin se hubo calmado y limpiado la cara con un pañuelo de papel, hablé.
—No te voy a mentir. Me siento decepcionada, Stevie. Decepcionada de que no vinieras a mí desde el principio, a contarme lo que pasaba y lo que creías que necesitabas. Quizá podría haberte ayudado a tomar una decisión sensata y no habrías actuado en contra de todo lo que creía haberte enseñado: asaltar la peluquería y robarme el dinero y, básicamente, dejar que el miedo de Bailey te obligara a tomar decisiones equivocadas.
—Lo sé, mamá. Soy un…
—Espera. Escúchame. También sé que, en algunos aspectos, aún eres un niño. Harás algunas estupideces más antes de madurar, pero quiero que intentes recordar que, si cuentas conmigo en las decisiones de las que no estés seguro, tal vez yo te pueda ayudar. Sí, son tus decisiones, y puede que no siempre estemos de acuerdo, pero no tienes que hacerlo todo tú solo, hijo.
Pasamos la siguiente hora más o menos resolviendo otros asuntos, no tan serios pero igual de importantes para su futuro: cómo iba a plantear a los asesores del instituto su vuelta al redil, cómo tenía previsto compensarme por los destrozos causados en la puerta de la peluquería y en mi archivador…
Le di un abrazo fuerte y largo a Bebe cuando llegó de casa de una amiga y, cuando al fin pude hacerle una visita a otra persona, me pareció que las cosas ya habían vuelto a la normalidad, al menos un poco. Me dio la impresión de que lo íbamos a conseguir.
Le pregunté a Teague si quería que nos viéramos en la peluquería. Me contestó que sí enseguida, con entusiasmo, me pareció, como si no solo quisiera que habláramos sino que incluso puede que me hubiera echado de menos. Un hombre que me había añorado después del lío que había montado en la última semana quizá fuera un hombre al que aferrarse.
Cuando llegué salió deprisa del coche; él ya había aparcado y estaba esperando a que yo apareciera. Corrió hasta mí y me estrechó en un abrazo que me sentó fenomenal. Luego me levantó la barbilla y me dio un beso en la boca.
Fue un beso de bienvenida a casa. Un beso que decía más que ningún otro que me hubieran dado. Decía: «Me gustas. Soy un hombre paciente. Estoy dispuesto a esperar todo el tiempo que sea necesario a que te aclares».
Sonreí. No pude evitarlo.
—Hablemos.
Me llevó hasta la puerta de la peluquería. Me preparé para ver el destrozo que mi hijo había hecho en la cerradura y el marco de la puerta.
Una de las primeras cosas que reconocí fue que era fumadora (que intentaba dejarlo, pero era fumadora), por si había conseguido darle gato por liebre. Rió, y me dijo que se preguntaba cuándo iba a confesarlo. No le agradaba reconocerlo, pero también él había sido fumador durante años. Entendía lo difícil que era dejarlo, pero estaba dispuesto a ayudarme si yo estaba dispuesta a hacer el esfuerzo. Apenas había tenido tiempo de echarlo de menos durante el viaje con la señorita Isabelle, pero lo primero que había hecho en cuanto me subí a mi coche había sido encenderme uno. Desde luego que sí. Los vicios antiguos son difíciles de vencer.
Más tarde, después de que yo le recordara todas las cosas y personas de las que era responsable en la vida (mis hijos, mi madre e incluso la señorita Isabelle), él me recitó su propia retahíla de trapos sucios. Me recordó que había tenido tres hijos que dependían completamente de él porque su madre casi nunca estaba presente, que pronto se convertirían en adolescentes, con sus propios problemas y complicaciones. Me recordó que tenía un empleo que le robaba mucho tiempo y energía y que de vez en cuando le causaba mucho estrés. Como yo. Luego me confesó algunas otras cargas de las que yo no estaba al tanto.
—Menudo par, Dorrie. Creo que vamos bastante igualados. De hecho, me sorprendería que quisieras seguir conmigo. No soy ninguna joya.
Reí y le di un manotazo en el brazo.
—¿Estás preparada para confiar en mí? —me preguntó después de volver a atraerme hacia él, sentarse en mi sillón de peluquería y arrastrarme a su regazo.
En otro tiempo me habría puesto furiosa, pensando que me estaba tratando como a una niña pequeña en vez de como a alguien que podía cuidar de sí misma perfectamente, gracias. Pero ahora entendía algunas cosas del amor. Entendía que me estaba ofreciendo un trato que no podía rechazar: un buen hombre. Uno al que estaba segura de que ya amaba, pese a que aún teníamos que conocernos mucho el uno al otro y que debíamos construir nuestra historia juntos para poder considerarlo algo estable.
Así que me pareció buena idea seguir el consejo de la señorita Isabelle y ver adónde nos conducía a mi familia y a mí. La respuesta a la pregunta de Teague llegó con naturalidad. Esta vez lo besé yo primero.