Dorrie, en la actualidad
A la mañana siguiente salimos de Cincinnati por un camino distinto al que habíamos usado para entrar. En vez de cruzar el puente principal a Kentucky, la señorita Isabelle me llevó de nuevo a Newport, hacia la zona donde vivía Nell, pero fuimos en dirección opuesta por la carretera principal hasta que llegamos a un rótulo:
BIENVENIDO A SHALERVILLE
—Ahí estaba.
Señaló con dedo tembloroso a un lado de la carretera. Ahora un enorme roble viejo era lo único que hacía compañía al rótulo de bienvenida. Imaginé el cartel que me habría impedido cruzar el límite de aquella población después de que hubiera anochecido hacía todos esos años, aunque no tan lejos en el tiempo. La señorita Isabelle pensaba que los habrían quitado a finales de los sesenta. Pero Nell nos había dicho que en la actualidad apenas vivían negros en la zona, salvo una pequeña comunidad en Newport y en un pueblecito cercano que tenía universidad.
En Texas, aunque no hubiera carteles a los lados de la carretera, tampoco yo estaría a salvo si cruzara en coche algunos pueblos, sobre todo de noche, y Dios no quisiera que pinchase o tuviese que ir a pie a algún sitio. Había habido muchas pequeñas comunidades como esa cerca de mi Texas del Este natal. Que yo supiera, había lugares así cerca de la gran ciudad donde vivíamos ahora la señorita Isabelle y yo. Esas pequeñas poblaciones donde se prohibía la entrada a los negros después de anochecer se habían establecido por todas partes, al norte o al sur de la línea Mason-Dixon, al este o al oeste del Great Divide. Quizá ahora no fuera tan descarado como entonces, quizá ya no fuera políticamente correcto no dejar entrar a alguien en tu localidad por el color de su piel, pero eso no era impedimento para algunas personas.
Subimos por la calle mayor de su pueblo natal y entonces la señorita Isabelle me indicó cómo llegar a otro cementerio, el mayor y más montañoso que había visto en mi vida. Las tumbas salpicaban toda la superficie disponible, por empinada que fuera, y en todas las direcciones había estrechas vías para acceder en coche. En una de las lomas se alzaba un antiguo edificio de piedra y otro, situado en una zona más baja, albergaba cortacéspedes y herramientas de jardinería. Los obreros, que desempeñaban diversas tareas, nos ignoraron mientras el coche reptaba por las diminutas calles de aquella ciudad poblada de muertos.
Esta vez la señorita Isabelle conocía el camino. Primero me pidió que parara en un rincón apartado. Nos quedamos en el coche, pero me señaló una diminuta lápida, tan oscura por la humedad y los años pasados que la inscripción no se leía desde mi ventanilla.
—Esa es tía Bertie —dijo—. Una vez, cuando aún era una niña, espié a mi madre cuando vino hasta aquí. Ella no sabía que yo la seguía a escasa distancia mientras caminaba por este caminito para visitar la tumba de su hermana. De lo contrario, jamás habría sabido dónde estaba enterrada.
Estudió la tumba un instante y, cuando habló, se le entrecortó la voz.
—Me escondí detrás de un árbol y la observé. Mi madre se tendió sobre esta tumba y lloró, Dorrie. Fue la única vez que la vi llorar.
Poco después nos detuvimos cerca del borde de una carretera para aparcar y ella me señaló el indicador de un panteón familiar. McAllister.
—¿Me ayudas, Dorrie?
La ayudé a salir del coche, algo que parecía más difícil cada vez que lo intentaba. Había traído un bastón para el viaje, pero hasta entonces se había negado a usarlo, insistiendo en que lo dejara en el maletero. Esta vez me lo pidió. Nos acercamos todo lo que pudimos, aunque tuvimos que mantenernos a cierta distancia. Allí estaban labrados en lápidas los nombres de su padre y de su madre, así como el de Jack y el de su esposa. Las lápidas estaban torcidas en su medio derruida base de hormigón; la de su madre se volcaba peligrosamente hacia la hierba. La señorita Isabelle chascó la lengua.
—Tanto tiempo como pensó mi madre que éramos mejores que los demás y mira… nadie visita siquiera sus tumbas. —Pero tenía los ojos empañados, de nuevo emocionada. Un minuto después, susurró unas palabras que me esforcé por entender—: Gracias, papá. Gracias por ayudar a mi pequeña a sobrevivir.
Se me hizo un nudo en la garganta.
Condujimos todo el día hasta que se hizo de noche, haciendo solo paradas técnicas para repostar, ir al baño y comprar chucherías, lo único que la señorita Isabelle accedía a comer. Durante el trayecto pasaba sin ganas las páginas de sus cuadernillos de crucigramas cuando yo le pedía que me leyera unas cuantas pistas. Fingí que tenía sueño y que necesitaba que me mantuviera despierta.
En algún lugar cerca de Memphis me contó lo que había pasado después de que naciera Dane. La empresa de Max se expandió y a él le ofrecieron un ascenso y un aumento de sueldo, pero para aceptarlo debían trasladarse a Texas. La señorita Isabelle le dijo que a ella no le importaba en absoluto marcharse de aquel lugar, donde todo le traía recuerdos insoportables.
En Texas llevaron una vida tranquila. Max y ella tenían problemas, pero sostuvieron su matrimonio. No obstante, poco después de mudarse a Texas, Max salió dos o tres veces con una mujer sin molestarse en ocultarlo, alguien a quien había conocido en una fiesta de la oficina. La señorita Isabelle no se enfadó. Le pareció que no tenía derecho, pues aún se sentía culpable por haberlo engañado hacía tantos años. La aventura se terminó en cuanto él se dio cuenta de que no cambiaría nada. No pretendía más que llamar su atención. Así que rompió y redirigió todas sus atenciones de nuevo a Isabelle y a su hogar. Después de eso llevaron una vida con pocos sobresaltos, salvo por el breve período en que Max sirvió en Vietnam. Volvió sano y salvo, paradojas de la vida.
—¿Y todas esas cosas grandes que le prometió a Robert que iba a hacer, señorita Isabelle? ¿Hizo alguna de esas cosas con las que soñaba de niña?
—Ay, Dorrie, la verdad es que no. Nada demasiado grande. Procuré ser buena esposa y buena madre.
Hablamos del barrio en que habían vivido en la zona más oriental de Fort Worth. Poly Heights, una comunidad nueva y próspera cuando llegaron, marchitó después, cuando la composición racial empezó a cambiar. Isabelle y Max se quedaron aun en pleno apogeo del llamado éxodo blanco. Era evidente que era una parte respetada de su comunidad, aunque ella no lo dijera. Se ofrecía voluntaria en su barrio, daba clases particulares a escolares, ayudaba a niños y adultos por igual a solicitar los carnets de la biblioteca y alentaba a sus vecinos a que rellenaran los impresos del censo de votantes. Se unió a asociaciones civiles que presionaron a la administración para que impulsara más iniciativas de desegregación. Las escuelas habían seguido segregadas en su mayoría como consecuencia de las líneas divisorias de los distritos, pese a que las normas de matriculación habían cambiado.
De modo que, con su discreta participación, la señorita Isabelle había hecho unas cuantas cosas grandes, cosas que muchas mujeres como ella jamás habrían soñado con hacer. Yo conocía el barrio en el que su marido y ella habían vivido hasta que por fin se habían mudado, después de que Max se jubilara, a la casa más pequeña y fácil de mantener en la que le arreglaba ahora el pelo. Poly era la clase de vecindario que los blancos desechaban al primer indicio de diversidad en aquella época. Era uno de los pocos barrios antiguos de Fort Worth que casi no habían pisado los jóvenes profesionales ahora que volvía a estar de moda vivir en la ciudad.
Max murió en paz mientras dormía a los casi ochenta años. Dane creció y se mudó a Hawái. Vivió y trabajó allí hasta que falleció solo unas semanas después de que le diagnosticaran un cáncer. Dejó mujer y dos hijos, unos nietos a los que la señorita Isabelle rara vez vio mientras él aún vivía, y menos aún cuando murió y su esposa volvió a casarse. Le mandaban tarjetas por su cumpleaños y en Navidad, pero hacía años que los niños no la visitaban y meses que no la llamaban por teléfono. Pensaba que quizá era culpa suya.
—Hoy en día es muy complicado mantener las relaciones a distancia, Dorrie —dijo—, sobre todo si, para empezar, no son muy sólidas. No estaba segura de si le había permitido a Dane que dependiera de ella tanto como debería haber hecho. ¿Lo habría mantenido a cierta distancia? ¿Sus pérdidas habrían dañado su capacidad de amar?
—Es complicado mantener el contacto cuando los tienes delante —dije yo pensando en mi miedo a confiar en los hombres y en el lío de mi hijo que me esperaba en casa.
Ahora esas cosas me parecían casi insignificantes. Pero eran mis problemas.
—He tenido suerte, ¿sabes, Dorrie? —me soltó de pronto sin venir a cuento al día siguiente.
Finalmente habíamos parado a pasar la noche en otro hotel de carretera. Esa mañana estábamos demasiado cansadas para conversar después de subirnos en el coche.
—Me han amado dos hombres buenos.
Lo pensé. Estaba de acuerdo con ella.
—Espero ser tan afortunada algún día —señalé—, pero también espero no tener que sufrir tanto para llegar hasta ahí. Con un hombre bueno me basta, gracias.
—Recuerda esto, Dorrie: algunos hombres son malos sin más. Luego están los hombres buenos. Con uno de esos vale. Y después están los hombres buenos a los que amas. Si encuentras a uno de esos últimos, aférrate a él con todo lo que tengas.
Estaba en lo cierto. Y yo tenía el presentimiento de que Teague era de la última clase. Me pregunté si habría oído mi mensaje y si sería lo bastante paciente para esperar a que resolviera el lío de Stevie, y lo bastante para tratar conmigo. Porque tenía otro presentimiento. Tenía la corazonada de que podía amarlo si derribaba las barreras de mi propio corazón.
Llegamos a la entrada de su casa a última hora de esa misma tarde, agotadas y doloridas. Antes de que pudiera alargar la mano para abrir la puerta de mi coche, la señorita Isabelle me agarró la que tenía más cerca.
—Cuando me enteré de que Robert había muerto, pensé que mi vida había acabado. Terminé queriendo a Max a mi manera, y Dane fue un buen chico y yo fui una buena madre y lo quise, por supuesto. Pero siempre me pareció que me faltaba algo, como si la pérdida de Robert y de mi pequeña me hubiera dejado dos agujeros en el corazón.
»Pero entonces te conocí a ti, y tú seguiste a mi lado aun cuando me ponía cascarrabias y me comportaba como una vieja estúpida. Dios me otorgó una bendición. Me regaló un pedacito de la familia que había perdido. A través de ti, Dorrie.
Me hizo callar cuando me disponía a quejarme, no porque no me sintiera honrada, sino porque no podía aceptar que las cosas tan insignificantes que había hecho pudieran llegar siquiera a acariciar los vacíos de su corazón.
—No me lo niegues ahora, Dorrie. Te has convertido en una especie de hija para mí.
Las lágrimas me anegaron los ojos y brotaron de ellos. No pude evitar echarme a llorar como una boba.
—Ay, para ya. Me está dando vergüenza. Te quiero como si fueras hija mía, Dorrie. Es así de sencillo y no hay por qué exaltarse. No tengo precisamente un montón de dinero que dejarte. Probablemente te dé más problemas que alegrías.
Reí pese al nudo de la garganta, y ella me dio una palmada en la mano.
Saqué su maleta del maletero y trasladé la mía a mi coche. La acompañé dentro de casa y comprobé todas las puertas y las ventanas. Todo estaba en orden. Dejé los cuadernillos de crucigramas en la mesa de la cocina, pero ella me los dio para que los guardara como recuerdo de nuestro viaje. Resopló después de decirme eso. Pero me los quedaría y, al hojearlos, recordaría cada detalle de su historia, pese a los muchos cuadros que aún había por rellenar.
Me sentí distinta al dejarla aquella noche, como si ella hubiera cambiado durante el viaje, como si hubiera pasado de ser una anciana luchadora que necesitaba un poco de ayuda a una frágil a la que me daba miedo abandonar. Me dirigí de mala gana a la entrada.
—Una cosa más, Dorrie.
Me volví. Se agarraba a una de las sillas, que parecía haber estado en su elegante salón unos treinta años o más.
—Estás despedida.
Me quedé pasmada. Pero ¿qué demonios? Llevaba diez años peinándola y no pensaba dejar de hacerlo de repente, dijera lo que dijese.
—Si eres como una hija para mí, ¿tengo que pagarte para que vengas aquí a peinarme todos los lunes por la tarde? No, deberías hacerlo gratis.
Rió entonces, y yo también, aunque el corazón me daba brincos, alborotado con esas cosas que me soltaba de cuando en cuando.
Sacó el llavero del inmenso bolso misterioso.
—Ahí hay una llave de repuesto de la casa. Cógela y quédatela. Cuando pases por aquí, entra sin más. Si tienes tiempo de peinarme cuando vengas, pues lo haces.
Me encogí de hombros, pero las dos sabíamos que pensaba plantarme allí todos los lunes por la mañana y peinarla como había hecho siempre. Jamás volvería a cobrarle ni un centavo, eso sí.
—Muy bien, señorita Isabelle —dije—. Hablamos mañana.
De pronto no supe qué hacer. ¿Debía abrazarla? ¿Besarla? Ahora que era su hija honoraria parecía lo más apropiado, pero ninguna de las dos éramos demasiado sentimentales.
No obstante, quizá algún día, en el futuro, la sorprendería con un abrazo rápido o un beso en la mejilla. Bueno… la había visto en ropa interior, ¿no? ¿Qué secretos podía haber entre nosotras?