Dorrie, en la actualidad
La señorita Isabelle contempló a su hija. La que le habían arrebatado hacía tantos años. A la que nunca tuvo ocasión de abrazar.
Cuando caí en la cuenta de quién yacía en el ataúd, temí desmayarme. Me agarré a una de esas sillas mullidísimas dispuestas por toda la sala para las visitas. Habíamos llegado treinta minutos antes de la hora oficial de inicio del acto. La sala estaba en silencio y vacía, salvo por la señorita Isabelle y por mí, pero entonces entró otra anciana, empujando un andador por la moqueta. Supe que era Nell, viva, no solo por su parecido con Pearl y por lo próximas que ella y la señorita Isabelle parecían en edad, sino también por cómo miró a la señorita Isabelle mientras esta contemplaba a su hija perdida.
La señorita Isabelle me había llevado con ella porque sabía que yo la quería como a una madre, y que sería fuerte cuando ella no pudiera.
Y aquel era uno de esos momentos.
Yo había entrado en la sala detrás de ella, pero inspiré hondo y me acerqué. Alargó la mano para aferrarse a mi brazo, y yo se la cogí y puse la mía encima.
Traté de imaginar lo que estaría pensando y sintiendo. Yo no alcanzaba a entenderlo. ¿Cómo había sobrevivido su hija, aquella Pearl Prewitt, que había salido demasiado pronto del cuerpo de la señorita Isabelle, era demasiado diminuta y estaba demasiado azulada para conseguirlo, o al menos eso había dicho la madre de la señorita Isabelle? ¿Dónde había estado Pearl todos esos años mientras la señorita Isabelle mantenía oculto su dolor? ¿Cuando se había casado por pragmatismo en vez de por pasión? ¿Mientras criaba a un niño al que quería y lloraba a la hija a la que nunca había llegado a ver?
¿Quién había hecho aquello?
Me volví a mirar a Nell. Sentí ganas de acercarme a ella furiosa y exigirle una explicación por el egoísmo de quien hubiera ocultado a Pearl, a la vista de todos si mi corazonada era cierta. Por negarle tantos años de maternidad y el poder ver a su hija crecer y convertirse en una mujer. Por lo visto, había nietos, bisnietos.
Aquella era la parte más cruel de toda la historia.
Pero cuando la señorita Isabelle vio a Nell, fue hacia ella tan rápido como se lo permitieron sus cansadas piernecillas, y las dos se abrazaron. Era la imagen de unas hermanas, por distintas que fueran, fundiéndose en algo tan grande, tan hondo que yo apenas alcanzaba a comprenderlo.
Los ojos de la señorita Isabelle se anegaron en lágrimas y se desbordaron, también los de Nell. Las palabras que la señorita Isabelle le susurró me partieron el alma.
—Ay, Nell, qué bonita es. La he echado de menos toda la vida.
Nell le llevó a la señorita Isabelle un álbum de fotos que habían dejado cerca del ataúd. Ella pasó las páginas despacio, estudiando cada retrato, cada inocente instantánea de Pearl. Con una se llevó la mano al pecho, luego me instó a que mirara. Como la diapositiva que había robado y escondido, era un retrato de familia. Fue nombrándolos, posando el dedo en cada rostro: Nell y Cora, el hermano James y Alfred y, por supuesto, la pequeña Pearl en el regazo de las mujeres que la habían criado, tan cerca la una de la otra que no se veía bien cuál de las dos la tenía en brazos. Solo faltaba Robert. ¿Habría conocido a Pearl? ¿Sabría que era suya?
Tuve que apartar la mirada.
La señorita Isabelle estuvo callada el resto de la noche, sentada, solitaria, en una silla que la empequeñecía, escuchando, observando a los que venían a presentar sus respetos a su hija y a la familia. Yo había elegido un sofá cerca de su silla. Varias personas me preguntaron si el sitio que había a mi lado estaba ocupado, luego me tendían la mano y se presentaban como amigos o parientes de la difunta. Yo les decía mi nombre de pila, pero no mencionaba ningún parentesco. Al final, se iban o se volvían a hablar con otra persona.
La señorita Isabelle, sobre todo, contemplaba el rostro de su hija, que se veía perfectamente desde donde estábamos sentadas. No conocía a ninguna de aquellas personas, salvo a Nell; Cora ya había muerto hacía tiempo, como es lógico. La pequeña multitud lanzaba miradas curiosas a la anciana blanca del rincón, que se parecía lo suficiente a Pearl como para intrigarlos. Pero Nell no la presentó; dejó que la señorita Isabelle la llorara en paz, evitando así incómodas explicaciones.
Excepto cuando, casi al final, Nell le llevó a alguien. Lo presentó como el hijo de Pearl. Pearl se había casado tarde, aunque había terminado divorciándose y recuperando su apellido de soltera. Su hijo tenía treinta y tantos años, estaba casado y tenía una hija. Una niña pequeña, de no más de cuatro o cinco años, se colgaba de los faldones de su chaqueta, asomándose por los lados para estudiar a la señorita Isabelle con sus ojos tristes, tan parecidos a los suyos y a los de Pearl, hasta que la señorita Isabelle le sonrió. Entonces la niña se coló por un lado y se hizo hueco en la silla, junto a ella. Le cogió la mano a la señorita Isabelle, le acarició el dorso y luego subió por el brazo.
—Tu piel es suave —le dijo, y vi que la señorita Isabelle se estremecía—. ¿Eres mi bisabuela? Eso dice mamá. Eres guapa. Mi abuela también. Ha muerto.
Su padre se movía inquieto, dejando que la niña hablara por él, mientras la nuera de Pearl la observaba con los ojos brillantes, entre tristes y felices. Cuando su padre se fue a otra parte de la sala para hablar con familia y amigos, la niña estuvo susurrándole a la señorita Isabelle. Al final se durmió en la silla, acariciándole la piel a la señorita Isabelle, a veces la mejilla, y cuando sus padres decidieron marcharse, él la cogió con cuidado del regazo de la señorita Isabelle y esta se pegó el codo a la cadera, como queriendo retener el calor dejado por la niña dormida, un calor que iba esfumándose poco a poco.
Nosotras nos fuimos en cuanto terminó el velatorio y volvimos pronto al hostal, donde la señorita Isabelle, de lo cansada que estaba, ni siquiera probó algo de la bandeja que nos había dejado la gerente. Sorbió un poco de agua caliente y luego me pidió que la ayudara a prepararse para irse a la cama. Apenas podía levantar los brazos mientras le desabrochaba y le desenfundaba su bonito vestido de flores. Era la primera vez que la veía casi desnuda. Era tan menuda, de aspecto tan frágil, que temía que los huesos se le rompieran si no la movía despacio, con cuidado, ayudándola a meter los brazos en el camisón y bajándoselo luego para taparla de nuevo.
—Gracias, Dorrie —me dijo—. No sabes… jamás habría podido hacer esto yo sola.
Respondí apretándole suavemente los hombros.
—Lo sé, señorita Isabelle. Lo sé.
Me dio la impresión de que se dormía inmediatamente, pero sospecho que solo descansaba los ojos en aquella cama grande y mullida, imaginando la vida que se había perdido, quizá solo relajándose un poco hasta que llegara la hora de irnos a la iglesia, al funeral de Pearl.
La ceremonia fue muy formal y tranquila, aunque, en la lectura del obituario, la multitud se agitó un poco cuando el pastor mencionó a Cora Prewitt como madre adoptiva y a Isabelle McAllister Thomas como madre biológica. Fuimos de la iglesia al cementerio, donde se enterró el ataúd de Pearl junto a la tumba de Robert. Durante toda la mañana la señorita Isabelle exhibió una elegante compostura, hasta que el pastor pronunció las últimas palabras sobre el ataúd de Pearl. Entonces su brazo tembló sobre el mío y, al volverme, vi cómo su rostro se arrugaba.
En la funeraria y durante todos los días que habíamos pasado juntas, solo le había visto los ojos empañados. De pronto empezó a sollozar en silencio y me dolió ver cómo su cuerpecillo menudo se agitaba de pena. La estreché en mis brazos como si yo fuera la madre y ella, mi niña pequeña.
Más tarde fuimos en coche a casa de Nell. Era viuda; el hermano James había fallecido hacía años. Aún vivía en la misma pequeña comunidad de South Newport donde había crecido con Robert, en una pequeña y estrecha casa rectangular que el hermano James había comprado después de que se casaran. La señorita Isabelle me dijo que la zona no había cambiado mucho, pero la iglesia en cuya pérgola había trabajado con Robert había desaparecido hacía mucho, demolida para dejar paso a un edificio industrial.
La gente llevaba a la casa platos calientes tapados, bandejas de embutido, galletas y pastelitos. Algunos se acercaban a la señorita Isabelle ahora, alentados por Nell, con cautela, luego con confianza, cuando sonreía, y le hablaban de la vida de Pearl, de lo generosa que había sido. Pese a su confusa herencia, pese a su difícil matrimonio y a tener que criar a su hijo casi sola, se había preocupado de muchos otros. Había sido profesora, primero en una escuela de enseñanza primaria segregada de Covington, y luego en una integrada durante la turbulenta época de los derechos civiles. Aparte de la preciosa nieta de Pearl, los pocos jóvenes presentes eran casi todos hijos o nietos de estudiantes a los que había aconsejado en un mundo que continuaba negándoles la plenitud ciudadana en tantos sentidos, aun cuando el movimiento en defensa de los derechos civiles era ya para muchos solo un recuerdo.
Me maravilló la elegancia con que la señorita Isabelle respondió a las palabras de aquellos desconocidos. Si hubiera sido yo, habría estado tirada en el suelo, chillando y pataleando por mi hija perdida y por cada minuto que no había podido estar con ella.
Por fin, la multitud se fue desvaneciendo. Nell cerró la puerta a las últimas visitas, que la abrazaron mientras salían, meciéndola en su propio dolor. Había sido una de las madres adoptivas de Pearl, aunque esta la había llamado hermana toda la vida.
Nell se acercó a la mesa de la cocina, donde yo había instalado a la señorita Isabelle con un plato de comida. La señorita Isabelle solo mordisqueaba. No tenía apetito y, aunque normalmente comía como un pajarillo, me preocupaba que se debilitara. Parecía estar consumiéndose delante de mis ojos. La animé a que bebiera un poco de café descafeinado, con la esperanza de que la leche que le añadiera la fortaleciese.
Nell se sirvió también una taza y se arrimó la silla. Las tres estuvimos allí sentadas un rato, en silencio. El aroma del café cargado y el alivio de que el funeral hubiera terminado se instalaron a nuestro alrededor, mezclándose con la pena que nos afligía desde que habíamos entrado en la funeraria el día anterior.
Al cabo de un rato volvió Felicia, la nuera de Pearl, que había dejado a su marido y a su pequeña en casa. Se sentó al lado de Nell mientras esta explicaba todo lo que había sucedido. Cuando preparaba una lista de personas a las que llamar, Felicia había descubierto un nombre y un número en la agenda de Pearl, junto con unas crípticas anotaciones garabateadas por ella, y le había preguntado a Nell si Isabelle Thomas era alguien a quien debieran notificar la muerte de su suegra.
A regañadientes, Nell le había contado a Felicia la historia de Isabelle y Robert y, en última instancia, el nacimiento de Pearl. Como tantos otros de su generación, Nell había creído preferible dejarlo correr, que el pasado se quedara en el pasado, donde no pudiera hacer daño a nadie. Pero Felicia insistió y Nell accedió a que hiciera la llamada. Me enteré de que le había contado muy poco por teléfono a la señorita Isabelle, hacía casi dos semanas. Habían pospuesto el entierro de Pearl hasta que la señorita Isabelle pudiera estar allí, para darle tiempo de digerir el golpe y que luego hiciera el viaje. Bendita fuera, pero aún me costaba imaginar a la señorita Isabelle recibiendo aquella llamada, superando el dolor ella sola en aquellos días antes de que me pidiera que la llevase a ese lugar. ¿Cómo lo había hecho? ¿Y cómo se había mantenido entera mientras viajábamos, con la cabeza bien alta, incluso hasta el punto de ser capaz de reír a veces?
Por el amor de Dios. Era más fuerte de lo que había imaginado jamás, aunque me necesitara también.
—Después de asistirte en el parto de Pearl —le explicó Nell—, Sallie Ames, la comadrona, vio que el bebé era demasiado prematuro para sobrevivir. Tu madre le había hecho prometer que se la llevaría, que la dejaría en un orfanato de niños de color de Cincinnati. Shalerville no era lugar para un diminuto bebé negro, desde luego, aunque sobreviviera. A Sallie le diste muchísima lástima, Isabelle. Odió tener que arrebatarte al bebé, sin darte siquiera la oportunidad de verlo y tenerlo en brazos aunque fuera solo un minuto.
»Pero averiguó cuál era el sitio de aquella niña. No un orfanato, donde, siendo tan prematura, seguramente hubiera muerto. Sallie llamó a nuestra puerta esa misma noche. Hacía un calor sofocante, de pleno verano, probablemente lo que mantuvo a Pearl con vida durante esas primeras horas, junto con la obstinación de su personita. Para entonces, Sallie no estaba sola. —Nell enmudeció, e Isabelle se inclinó hacia ella, desesperada por saber quién había acompañado a Sallie. Nell parecía temerosa de proseguir. Mientras esperaba, también yo contuve la respiración.
—Era tu padre, cielo. Tu padre… fue detrás de Sallie, velando por su seguridad al salir de Shalerville de noche; luego la llamó y los dos vinieron corriendo a nuestra casa con el bebé. Sallie ya había asistido antes en el parto de bebés prematuros, pero, como es lógico, el doctor McAllister sabía algunas cosas por sus revistas, sabía lo que se había estado haciendo con bebés que nacían demasiado pronto y a los que metían en incubadoras. Incluso había ferias en las que se mostraba a los bebés detrás del cristal de aquellos artilugios. Con las tasas de ingreso, cubrían su asistencia médica. Le pidió a mi madre que la mantuviera caliente y cerca de un cuerpo humano en todo momento; le indicó cómo darle una gota cada vez de una leche maternizada que él había preparado. Nos fuimos turnando los tres, mamá, papá y yo. Tu padre venía a menudo a ver cómo estaba Pearl, a traerle más leche, a pesarla y observar si mostraba alguna deficiencia. Las primeras semanas no sabíamos si saldría adelante, pero el bebé aguantó, luchando por sobrevivir con todo su cuerpecito. Y sobrevivió.
La señorita Isabelle se había puesto pálida como el papel mientras Nell hablaba, así que la agarré del brazo por miedo a que se desmayara y se cayera de la silla. Habló despacio, arrastrando las palabras, insertando interrogantes entre ellas.
—¿Mi padre? Me cuesta creerlo, Nell. No sé qué pensar.
Nell asintió con la cabeza.
—Sí. Él te quería, Isabelle, y le preocupaba lo que le pasara a aquella niña, su nieta, aunque no se le ocurriera un modo de que tú la tuvieras. Era un buen hombre, el doctor McAllister. Pero tenía un gran defecto: tenía miedo de plantarle cara a tu madre.
Me pregunté quién no habría tenido miedo de la madre de la señorita Isabelle. Aquella mujer no me inspiraba ninguna compasión. Pero ahora sentía una pizca de respeto por su padre, aunque se hubiera negado a hacer su bien donde todo el mundo pudiera verlo, donde su propia hija pudiera verlo.
—¿Por qué no me lo dijo? —preguntó la señorita Isabelle—. ¿Por qué me ocultó que la niña había sobrevivido? Por mucho que le costara plantarle cara a mi madre, tendría que habérmelo dicho.
Nell se había quedado muy callada.
—¿Que había sobrevivido? —inquirió—. ¿Quién te dijo que había muerto?
La señorita Isabelle se quedó pensativa un momento, repasando sus recuerdos.
—Lo recuerdo perfectamente. Mi madre me dijo: «Era muy prematuro… Ha sido mejor así».
—Ay, cielo —dijo Nell. Se levantó despacio y rodeó la mesa para coger del brazo a la señorita Isabelle—. Creíamos que no la querías —añadió, con mirada casi de loca mientras buscaba los de Isabelle.
Acababa de llevarme el café a los labios y volví a dejar la taza en la mesa con tanta fuerza que tintineó y el líquido se derramó por el borde. Me obligué a coger una servilleta para evitar que la mancha se extendiera por la mesa, aunque casi no podía mover el brazo. La señorita Isabelle se balanceaba en la silla, perforando con la mirada furiosa su propio regazo, obviamente esforzándose por mantener la compostura. Nell no se apartó, y entonces vi que antes había estado reprimiendo algo. Toda su reserva se esfumó en un instante y, en su lugar, solo quedó tristeza.
Felicia acercó la silla de Nell a la de la señorita Isabelle y tiró del hombro de Nell hasta que esta se sentó. Nell prosiguió, con voz temblona:
—Antes de que Sallie saliera de tu casa, tu madre le dio una nota sellada y le ordenó que la entregara junto con el bebé. Sallie metió la nota en la manta con la que había envuelto a Pearl y no la encontramos hasta después. Decía: «No quiero este bebé. Por favor, no intenten ponerse en contacto conmigo».
Todos habían creído que no quería a Pearl. Pensé en la vez que la señorita Isabelle se había encontrado a Nell en el mercado, en lo fría e indiferente que se había mostrado. La señorita Isabelle supuso que era solo por los problemas que había causado. Sin embargo, era mucho más que eso.
—Yo la quería. Ay, claro que la quería —protestó la señorita Isabelle con voz trémula—. Y mi padre lo sabía. ¿Por qué no me lo dijo?
—Él nunca vio la nota, pero, si la hubiera visto, supongo que habría temido que fueras tras ella y, entre tú y yo, Isabelle, si lo hubieras hecho creo que tu madre nos habría hecho la vida aún más imposible a todos nosotros. Ya habíamos perdido nuestro empleo, aunque por aquel entonces nos iba bien: papá había conseguido un aumento y yo acababa de casarme y estaba empezando a formar un nuevo hogar. Aun así, creo que tu padre no tenía miedo solo de tu madre. Estaba verdaderamente asustado por Robert. Ya era bastante malo lo que tus hermanos habían hecho sin recibir castigo alguno, pero creo que él tenía la sensación de que habrían matado a Robert si hubieran encontrado un modo de eludir la ley. No era difícil en aquellos tiempos. Morían jóvenes y hombres negros por cosas insignificantes. Mirar a una joven o a una mujer blancas de forma inadecuada se consideraba un delito. ¿Ser el padre del bebé de una mujer blanca? Eso habría sido demasiado. Un montón de personas habrían hecho cola para lincharlo. No podíamos creer que no la quisieras. Eso casi nos mató a mamá y a mí. Pero, cielo, supongo que aceptamos que, a la larga, era solo para bien.
—De niña, ¿supo de mí? Mi nombre estaba en su agenda…
Pearl. La señorita Isabelle quería saber si su pequeña sabía de su madre.
—Nunca hablamos de ello abiertamente mientras mamá vivió. No parecía que hubiera necesidad de hacerlo. Y, claro, con los tiempos que corrían no lo hicimos; esa clase de cosas ocurría más a menudo de lo que imaginas. Lo que dijimos fue que Sallie Ames había asistido en el parto de un bebé prematuro en otra comunidad y que la madre había muerto al dar a luz. Que nos la había traído a nosotros porque mamá estaba sin trabajo y podía cuidarla mejor que nadie de la zona. Tu padre estuvo trayendo dinero durante mucho tiempo, asegurándose de que mamá tenía suficiente para cubrir las necesidades de Pearl, comida extra para nuestra mesa, ropa y demás, incluso después de que mamá volviera a trabajar y yo empezara a cuidar de Pearl durante el día. Hasta que murió siguieron entrando sobrecitos por debajo de nuestra puerta llenos de dinero en efectivo, sin nombre ni nada, pero sabíamos quién los dejaba y para quién eran. Antes de su muerte llegó un montón de dinero, suficiente para que Pearl fuera a la universidad. De ese modo, mamá pudo criar a la pequeña como si nuestro hogar fuera el de Pearl y ella fuera su madre.
—Sé que lo hizo —intervino la señorita Isabelle—. Cora era mejor madre que la mía. Le estoy agradecida. Pero habría querido saber de mi bebé. Todos esos años la creí muerta. ¿Y Robert? ¿Lo sabía él?
—No estoy segura, pero creo que probablemente sí. Robert no volvió a casa después de que los dos os fugarais, solo estuvo unos días aquella vez en que lo… hirieron. Trabajó en Cincy hasta que volvió a la universidad ese otoño. Después de alistarse, cuando vino a casa de permiso, le dijo a mamá que te había encontrado, que quería traerte a casa hasta que terminara la guerra. Creo que ella tendría que haberle contado la verdad sobre Pearl entonces, porque la niña tenía dos o tres años y era el vivo retrato de vosotros dos, pero mamá sabía que él necesitaba irse, servir a su país. Imagino que pensó que no podía contarle la mitad de la verdad, que Pearl era suya, sin contarle el resto, que tú habías renunciado a ella, o eso creíamos. Lo habría matado. Y luego, claro, tú no viniste. Supusimos que no vendrías, pese a lo que él decía.
Sin embargo, si la señorita Isabelle se hubiera fugado con Robert, habría ido a donde vivía la pequeña con todas las personas que la querían, salvo su propia madre. Comprendí el argumento de Nell de lo peligroso que habría sido al principio, pero, para entonces, ¿habría importado?
¿Quién podía saberlo? Era tal desastre, y tan lejano en el tiempo, que ya nada podía arreglarlo. Pero creo que la señorita Isabelle estaba a punto de estallar de todas las emociones que le bullían dentro. Me preocupaba su corazón, tanto en el sentido figurado como en el literal. Se agarraba la clavícula con las manos e inspiraba y espiraba muy despacio. El dolor de su mirada parecía apagarla y revelar su pena a un tiempo.
—Sin embargo, después de que muriera mamá —prosiguió Nell—, cuando Pearl ya era mayor, le hablé de ti y de Robert. Me dijo que siempre había sospechado que había algo más de lo que mamá le había contado, pero que le había dado miedo indagar. Sospechaba, por lo claros que eran su piel y sus ojos, que uno de sus padres era blanco. Se parecía a nosotros lo bastante como para preguntarse durante mucho tiempo si Robert sería su padre. Solía estudiar sus fotografías y comparaba los rasgos de él con los suyos.
»Nunca le dije que tú no la querías. Me pareció demasiado cruel; aunque aquello me preocupó durante mucho tiempo, me preguntaba si no sería un error. Me alegro de que sí lo fuera. Dejé que decidiera cómo quería afrontarlo, Isabelle. Era cosa suya. Pearl me dijo que te había localizado en Texas, que había querido llamarte unas cuantas veces, que incluso había marcado tu número y había esperado una respuesta, pero, cuando tú contestabas, no tenía valor para hablar. Supongo que le daba miedo que la rechazaras. ¿Una mujer blanca que de pronto descubría que su hija negra aún vivía? También le preocupaba tu familia. Tu marido. Los otros hijos que hubieras tenido con él. Ella era lo suficientemente feliz con su vida, con su hijo, con las cosas que hacía y con la posibilidad de asesorar a sus estudiantes. Creo que sobre todo sentía curiosidad por ti y, al final, decidió no remover el pasado.
—Lo recuerdo —dijo la señorita Isabelle fijando la mirada en algo que ni Nell, ni Felicia ni yo veíamos—. Durante un año más o menos sonaba el teléfono y, cuando contestaba, se hacía el silencio al otro lado, pero yo sabía que había alguien allí. Jamás se me ocurrió pensar que pudiera ser ella, claro. Imaginaba locuras, como que Robert no había muerto después de todo, que me llamaba para decirme que venía a por mí.
—Y así era, de algún modo —repuso Nell, y la expresión de la señorita Isabelle me robó el aliento.
—Ojalá hubiera hablado. Ay, ojalá hubiera hablado. Habría dado lo que fuera por conocer a mi hija.
Nell le cogió las manos a la señorita Isabelle y se las acercó mientras las dos lloraban en silencio, juntas.
Estuvimos allí sentadas un rato, la señorita Isabelle y Nell pensando en el pasado y en cómo podían haberlo cambiado, yo esperando y confiando en que la señorita Isabelle pudiera sobrevivir a aquel último golpe. Felicia se levantó y empezó a recoger la cocina: limpió la encimera y enjuagó y apiló nuestras tazas de café cuando le dijimos que ya no queríamos más.
Mientras nos preparábamos para marcharnos, la señorita Isabelle y Nell se dieron un abrazo larguísimo. Creo que sabía que Nell lo había hecho siempre todo con la mejor de las intenciones, que siempre había querido protegerlos a ella, a Robert y a Pearl del peligro de la verdad. Los tiempos habían cambiado. Con qué carga había vivido Nell todos esos años.
En la puerta, la señorita Isabelle cogió la mano de Felicia entre las suyas y, mirándola a los ojos, le dio las gracias por haberlo sacado todo a la luz y le hizo prometer que le mandaría fotos de la preciosa niñita que ya le había robado el corazón y que incluso quizá irían a verla a Texas, aunque yo me pregunté si eso llegaría a suceder algún día. ¿No sería complicado arrancar de pronto aquella relación sin un pasado en el que apoyarse? Si bien había sido amable y educado con la señorita Isabelle, el hijo de Pearl no parecía saber cómo actuar ni qué pensar. Sus breves conversaciones habían sido forzadas y se habían perdido en multitud de preguntas sin hacer y sin contestar. No obstante, creo que la señorita Isabelle estaba contenta de saber que, en aquel hombre y en aquella preciosa pequeña y en los que vinieran después, el amor que Robert y ella se habían profesado por fin tenía un legado. Pese a todo, sí que estaba destinado a perdurar.
Mientras arrancaba el coche le hice a la señorita Isabelle la pregunta que había estado inquietándome desde que habíamos llegado a la funeraria.
—¿Por qué no me dijo que era su hija, señorita Isabelle? ¿Por qué no me lo dijo antes de que saliéramos de Texas?
—Al principio no podía hablar de ello, Dorrie. Lo único que podía hacer era contarte lo que sabía de mi historia hasta entonces. Luego empezaron a pasar cosas en Texas, el lío de Stevie, tus angustias con Teague, y temí que si te contaba lo de Pearl te negaras a volver a casa aun cuando tuvieras que hacerlo de verdad. Te sentirías obligada a seguir el viaje conmigo.
—Ay, señorita Isabelle —le dije moviendo la cabeza—, a veces no hay más que pedir lo que uno quiere. Pero se lo agradezco.
Nos alejamos de la casa de Nell y la señorita Isabelle miró al anochecer que empezaba a caer sobre nosotras.