Dorrie, en la actualidad
Ya nos habíamos librado oficialmente del denso tráfico de Dallas y no tardaron en aparecer los pinos, bordeando ambos lados de la carretera, más altos, gruesos y apiñados a cada kilómetro. Empecé a sentirme rodeada, atrapada en mi propio cuerpo, como me había sentido siempre durante mi infancia en Texas del Este.
Sin embargo, la inevitable tristeza de la señorita Isabelle —la había estado previendo, esperando— parecía curiosamente mitigada por su recuerdo de la aventura de Newport. Y, para qué mentir, la historia de Robert, su inverosímil salvador, me había sorprendido, y pensar en aquella pequeña localidad remota me enfurecía y fascinaba a la vez. Quería saber más. Pero, qué casualidad, justo cuando entrábamos en mi ciudad natal, maldita sea, a la señorita Isabelle se le antojó parar a comer.
—¿Aquí? —inquirí yo, espantada.
—¿Qué tiene de malo este sitio? Es tu pueblo natal. Mira, hay un Pitt Grill al otro lado del paso elevado. Siempre he querido comer en un Pitt Grill.
Gruñí, sospechando que había previsto comer allí desde el principio. Yo había vivido toda la vida en ese pueblo de mala muerte con solo tres semáforos y un Wal-Mart en medio de la carretera, hasta que Steve y yo nos habíamos mudado a Arlington para empezar de cero, es decir, para que yo pudiera trabajar en algún sitio donde me pagaran más del salario mínimo, hacerme con una clientela y montar después mi propia peluquería mientras Steve seguía con su espléndida trayectoria de no tener oficio ni beneficio. Pero jamás se me había ocurrido comer en el Pitt, ni siquiera cuando vivía cerca. Además, pese a lo mucho que hacía que me había ido de allí, sospechaba que pocas cosas habían cambiado en Texas del Este. En todos esos años no había tenido motivo alguno para volver y no estaba segura de querer revivir esa parte de mi vida. Por desgracia, el Pitt era el único restaurante que había cerca de la autopista.
—Anda, venga. Será una aventura —me dijo la señorita Isabelle.
Hasta parecía ilusionada por ir al Pitt, si es que aquello era posible, mientras yo, en cambio, me resistía. Pero me encogí de hombros, satisfecha de que volviera a su ser y consciente de que, de todas formas, discutirlo iba a resultar inútil.
—Lo que usted diga, señorita Isabelle.
Tomé la salida pasando por el puente elevado y entré al diminuto aparcamiento exterior. En la gravilla, en un espacio abierto entre el restaurante y un motel barato, había unos camiones forestales.
—Parece que Paul Bunyan también come aquí —observé.
La señorita Isabelle puso los ojos en blanco y entró renqueando en aquel cucharón grasiento, la única forma en que podría describir nuestra primera impresión del local. Yo la seguí, paciente, conteniendo la respiración y rezando para que no tropezara con nada. Sabía que me habría abofeteado si le hubiera ofrecido un brazo. Una camarera embutida en su uniforme, un vestido de poliéster rosa con cremallera de arriba abajo, se metió un bloc de notas en el bolsillo, se calzó un bolígrafo detrás de la oreja y vino a toda prisa hacia nosotras. Cogió una carta del montón de la barra y saludó a la señorita Isabelle.
—¿Una, cielo? ¿No fumadora?
A la señorita Isabelle se le descolgó la mandíbula y la barbilla se le pegó de forma poco atractiva al cuello. Miró furiosa a la camarera. Que la mujer diera por supuesto que no íbamos juntas —¡pese a estar lo bastante cerca como para besarnos!— no me sorprendió.
Mientras se dirigía a la señorita Isabelle, la camarera apenas me miró, pero entonces la reconocí. Que me aspen si aquella no era Susan Willis, reina del baile del año en que Steve y yo nos graduamos. Steve había sido elegido rey y la había acompañado por todo el campo, para consternación del paleto del padre de ella y de casi todo el pueblo. Comprendí que Susan no me había reconocido. Casi me avergonzaba de ella, así que confié en que la amnesia se prolongara. Imaginaba lo triste que debía de ser para la chica más popular de la escuela acabar sirviendo en el Pitt Grill veinte años después. En el instituto, siempre me había parecido que tenía un pelo bonito, pero, cielo santo, no le habría ido mal recortarse un poco aquel flequillo ochentero, peinarse más como en nuestro siglo con unas mechas oscuras y rebajarse un poco aquel rubio de bote.
La señorita Isabelle chascó la lengua y dijo:
—Mesa para dos. Si hay algún problema, nos sentaremos en la barra.
—¿Dos?
Susan negó con la cabeza lo justo para que yo lo detectara, pero se recompuso enseguida.
—Ah, sí, señora, hay mesa. Por supuesto. Por aquí.
Mientras la seguíamos, me pregunté qué pensaría ella de mi vida. Tenía mi propio negocio, sí, pero vivía completamente al día, siempre preocupada por si podría pagar las facturas y alimentar y vestir a mis hijos. ¿En qué era eso mejor que vivir esclava de unas propinas en el Pitt, probablemente para mantener a un par de críos porque el impresentable de tu marido se había largado? Quizá tuviéramos más en común de lo que yo jamás habría imaginado en el instituto.
O quizá no. Quizá su maridito fuera el dueño del Pitt Grill.
Susan siguió mirándonos, intrigada y sin ninguna discreción, mientras comíamos. No estaba segura de si porque era una cotilla y pretendía averiguar qué relación había entre la señorita Isabelle y yo o porque intentaba ubicarme. Yo prefería lo primero, la verdad, pero supe que se me había acabado la suerte y que Susan me había reconocido cuando la oí decir, en el preciso instante en que la señorita Isabelle y yo nos disponíamos a salir del Pitt:
—¡Vaya, Dorrie Mae Curtis! ¿Eres tú?
Me encogí de miedo y apenas me volví, esperando compasión, pero Susan se había quedado pasmada, con la propina de cinco dólares que la señorita Isabelle le había dejado en nuestra mesa a medio meter en el bolsillo de su uniforme de poliéster. Por su cara supe que el reencuentro era inevitable.
—Hola, Susan. Sí, soy yo, Dorrie. ¿Cómo te va?
Crucé los dedos y deseé que me respondiera algo sencillo, algo estándar como «¡Te veo estupenda! ¿Te puedes creer que hayan pasado ya casi veinte años?» y me dejara marchar.
Pero para entonces mi suerte ya se había ido completamente al garete.
—Ay, Dorrie, no te creerías ni la mitad. Big Jim y yo compramos este local en el 98 —así que mi suposición era cierta: ¡su maridito era el dueño del Pitt!— y a Big Jim se le subió a la cabeza, cosa que no me sorprendió. Un auténtico paleto convertido en magnate inmobiliario. Me dejó por una más joven que conoció en la pista de patinaje que habíamos construido. Él se quedó con la pista de patinaje y yo con el Pitt, y me las apaño como puedo para llevar el restaurante y cuidar de nuestros hijos. De los cuatro, que han salido a su padre, por lo que veo cuando logro tenerlos medio controlados un segundo.
De modo que mi primera suposición también era cierta. No sabía cómo sentirme al respecto.
—Vaya, cuánto lo siento… ¡Aunque me alegra ver que has caído de pie!
Me encogí de hombros. No había respuesta que hiciera justicia a esa historia.
—¿Y tú qué tal, Dorrie Mae? ¿Qué has estado haciendo todos estos años? Apuesto a que Steve y tú tenéis ya un equipo de fútbol completo a estas alturas. Os mudasteis, ¿verdad?
Como si nos hubiera perdido la pista en caso de habernos quedado en aquel pueblucho. Deseé que dejara de llamarme Dorrie Mae. Había tenido que mudarme a casi quinientos kilómetros de distancia para librarme de ese nombre que había odiado durante toda mi época escolar. Miré un instante a la señorita Isabelle, quien, aferrada a su bolso, apenas contenía la risa. Como me llamara Dorrie Mae cuando entráramos en el coche me iba a oír.
—Parece que el equipo de fútbol lo tienes tú. Yo solo tengo dos, un niño y una niña. Vivimos en Arlington, en el área metropolitana de Dallas-Fort Worth. Steve y yo también estamos divorciados.
—Oh, qué pena —dijo frunciendo el rostro con un especie de compasión, ¡como si ella no me hubiera contado una historia igual de penosa, si no más!—. Steve y tú. Big Jim y yo. —Suspiró hondo—. ¿Recuerdas cuando Steve y yo fuimos los reyes de la fiesta del instituto? Eso prueba que esas promesas del anuario no valen para nada, ¿eh? Siempre pensé que nosotros cuatro tendríamos una vida de cuento de hadas.
—También yo, Susan. Bueno, mi amiga y yo tenemos que volver al coche. Aún nos queda mucho camino por delante.
—Ah, vale, ¿adónde vais? ¿Quién es esta encantadora señora?
Era evidente que Susan estaba desesperada por conversar con cualquiera que tuviera más de dieciocho años, no llevara gorra de camionero ni los codos manchados de sirope. Realmente me dio pena, pero no lo bastante como para sostener aquel reencuentro surrealista mucho más tiempo. Miré a la señorita Isabelle.
—Dorrie y yo nos dirigimos a Cincinnati, a un funeral de la familia —dijo.
Su tono cortés pero gélido impidió a Susan seguir hablando. Obviamente, la señorita Isabelle aún no le había perdonado que diera por hecho que no íbamos juntas.
—Oh, cuánto lo siento. —Susan me miró, luego a la señorita Isabelle, luego a mí, y otra vez a la señorita Isabelle. La vi más atónita que nunca por nuestra posible relación—. Bueno —añadió—, pues no os entretengo, Dorrie Mae. Ven a visitarme la próxima vez que pases por aquí. De haberte reconocido antes, os habría invitado a comer. A las dos, por supuesto. ¿Me aceptáis al menos unas bebidas para el camino? ¿Café? ¿Coca-Cola?
—No, vamos bien. Gracias, de todas formas. Cuídate, Susan.
Di media vuelta y me fui decidida hacia la puerta. Esta vez dejé que la señorita Isabelle me siguiera.
—¿Cómo se pasa exactamente de rey de la fiesta a gorrón de tu exmujer?
Caray. La señorita Isabelle no se andaba con rodeos, pero aquel comentario me dolió. Supuse que tendría un montón de preguntas curiosas que hacerme después de que Susan me obligara a contarle mi historia, pero aún no llevábamos ni tres kilómetros en la interestatal, rumbo a la autopista principal.
—Ay, señorita Isabelle, es una larga historia. Dudo que le apetezca oírla. Dígame, ¿cuál es el veintitrés horizontal?
La señorita Isabelle inspiró por la nariz ruidosamente y sacó el cuadernillo de crucigramas de la guantera. Lo abrió por el que tenía empezado, plegándolo sobre sí mismo.
—Veintitrés horizontal: roedor con problemas de miedo escénico.
—Esa está tirada: «Zarigüeya».
—Nueve letras. «Zarigüeya», sí. —Fue escribiendo las letras mientras yo procuraba evitar los baches de la carretera. No fue difícil. Aún no habíamos llegado a Arkansas. Cuando cruzáramos la State Line Avenue de Texarcana, ya no me responsabilizaría de que las letras fueran a parar al cuadrito equivocado—. Ajá —dijo—. Zarigüeya.
La palabra quedó suspendida en el aire como una amenaza. Me vi tentada de revolcarme por el suelo y hacerme la muerta.
—¿Sabe, señorita Isabelle? Mi madre y yo no nos parecemos en nada.
—¿Hablábamos de tu madre?
Me estudió desde el otro lado del coche.
—Bueno, si vamos a hablar de Steve y de por qué dejo que se aproveche de mí, supongo que tendremos que hablar primero de mi madre.
—Continúa —dijo con calma, como si fuera una especie de loquero y yo estuviera recostada en su diván. «Dime qué sientes de verdad por tu madre…»
—Mamá siempre ha necesitado que alguien la rescatara. Primero un hombre, y ahora yo. Me juré por lo más sagrado que jamás haría eso. Cuando aún era muy joven, resolví que debía ser autosuficiente. Me procuraría los recursos necesarios para cuidar de mis hijos, con o sin un hombre a mi lado.
»Como es lógico, confiaba en que Steve y yo nos casaríamos y formaríamos una familia, pero, en el último año de instituto, me apunté a clases de cosmética como plan de contingencia. Me alegro de haberlo hecho, porque me quedé embarazada dos semanas antes de la graduación y Steve dejó la universidad después del primer semestre. Dijo que debía estar en casa cuando naciera su bebé para poder encargarse de todo. —Resoplé—. Su idea de encargarse de todo era, literalmente, pasarse el día en casa cuidando de Stevie mientras yo me rompía los cuernos, con perdón, trabajando en el Stop’n Chop, y luego salir con sus amigotes a beber cerveza toda la noche.
La señorita Isabelle chascó la lengua.
—A ver, que cuidara de su hijo ya era algo, pero, vamos, ¿en serio? Y además me preocupaba que Stevie Junior se pasara el día atado a la sillita de paseo, porque así era como solía encontrármelo cuando volvía a casa. Steve siempre me decía que solo lo había dejado allí un minuto para que estuviera a salvo mientras él se daba una ducha o preparaba la cena, es decir, cuando sacaba las hamburguesas del congelador y las dejaba en la encimera para que yo las descongelara y las hiciera.
»Y tiene usted razón, le dejé que se saliera con la suya, supongo. Pero cumplí la promesa que me hice: tengo unos hijos sanos y felices… más o menos.
Alargué la mano para subir el volumen de la radio y toqueteé un poco el dial. Solo encontré música country, y dudaba mucho que sintonizáramos nada diferente de allí a Memphis. Volví a bajar el volumen y decidí arriesgarme a hacer otra pregunta curiosa con la confianza de que nos devolviera al tema de Robert.
—Hábleme más de su madre, señorita Isabelle.
La señorita Isabelle volvió la cara hacia la ventanilla.
—Después de tantos años, ¿por qué me sigues llamando así? Podrías llamarme sencillamente Isabelle. Aunque supongo que da igual, siempre y cuando no me pongas uno de esos apodos raros que se te ocurren.
—Eh, de apodos raros nada; son la marca de la casa. Verá, es que me gusta llamarla «señorita Isabelle». Suena bien. Además, una de las pocas cosas que mi madre me enseñó fue el respeto por los mayores. —Esperé. No me decepcionó. Se volvió y me atizó en el codo con el cuadernillo de crucigramas. Yo hice como que me encogía para evitar el golpe, complicado cuando se va conduciendo—. Llamo a todas mis ancianitas «señorita Loquesea». No vaya a creer ni por asomo que le doy un trato especial. —La señorita Isabelle puso los ojos en blanco—. Pero no cambie de tema.
—Es una historia muy larga —dijo repitiendo mis mismas palabras.
—Bueno, son… ¿Cuánto? ¿Más de mil quinientos kilómetros hasta Cincinnati? Y no llevamos ni quinientos. Me gustaría que me contara más.
—Creo…
Hizo una pausa y volvió a mirar por la ventanilla. Una manta de nubes había ido cubriendo el cielo sobre nosotras mientras salíamos de mi pueblo y nos dirigíamos a la frontera con Arkansas. De repente empezó a lloviznar, y los altos pinos que íbamos dejando atrás en los márgenes de la carretera se convirtieron en un borrón verde azulado y marrón chocolate, como en un cuadro, en uno de ese tal Monet. A lo lejos resonaron varios truenos.
—Creo que mi madre estaba aterrada.