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Señorita Isabelle, en la actualidad

Me empapé de sus retratos, apoyados en caballetes. Fotografías de Pearl de bebé, luego de niña, de joven y, al final, uno a la mediana edad. Por fin, una instantánea de ella de pie junto a una ventana. La figura inmóvil del cercano ataúd se parecía a aquella. Quizá el empleado de la funeraria se hubiera inspirado en ella para prepararla para el entierro.

Era mayor. Yo era mayor que ella, desde luego, pero cada uno de sus setenta y dos cumpleaños me atormentaba. Mi piel es tersa para ser la de una anciana, y la suya lo era algo más. Murió de pronto, inesperadamente, sin señales de años de enfermedad. En la foto reciente le brillaban los ojos, despiertos, y estaba erguida, carente del titubeo que a menudo observo en mujeres de cierta edad. Sin embargo, en su mirada firme detecté también decenios de sufrimiento.

Un matiz de color la identificaba claramente como la hija de Robert. También la delataba su estatura (según mis cálculos por las fotos, superior a la mía en ocho o diez centímetros) y su intensidad.

Sin embargo, lo que me robó verdaderamente el aliento con la certeza de un escalpelo que me atravesara las costillas para arañarme los pulmones y el corazón fue que Pearl se parecía a mí.