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Dorrie, en la actualidad

—Pero no volvió, ¿verdad, señorita Isabelle? No cumplió su promesa.

La segunda línea de la inscripción lo dejaba claro, debajo de «Robert J. Prewitt, amado hijo y hermano», la que decía cuándo había nacido y muerto: «1921-1944».

La señorita Isabelle sacó un sobre de su bolso; el papel estaba tan manoseado que temí que se rompiera cuando me lo ofreció. Pero insistió.

—Por favor. Quiero que lo leas. Quiero que veas quién era de su propio puño y letra, no por algo que yo te haya contado.

La señorita Isabelle se sentó en un banco de piedra próximo al panteón familiar de los Prewitt. Yo desplegué las finísimas hojas que contenía el sobre a la vez que caminaba, incapaz de sentarme mientras estudiaba la tinta descolorida, la esmerada caligrafía.

Isa, mi amor eterno:

Si lees esta carta significará que he incumplido mi promesa, que no volveré a por ti ni, si el bebé que llevas en el vientre es mío, a por nuestro hijo. Si llega a ti esta carta, espero que el bebé sea de Max. Me mata pensar que mi hijo vaya a crecer en un mundo que solo ve el color de su piel al lado de la de su madre y que lo trata aún peor de lo que se trata a un chico negro sin que su padre lo proteja.

Nunca he querido nada tanto como estar contigo y con nuestro hijo, vivir a tu lado el resto de nuestros días. Pero ahora ya sabes que no era nuestro destino. Habrás de contentarte con saber que te veo desde arriba todos los días, y que le pido al Señor que te mantenga a salvo y feliz. Isa, no hay nadie como tú.

Le he pedido a Nell, que aún te quiere como a una hermana, que te envíe esta carta si algo me ocurre en el frente. Además, me ha prometido que mamá y ella te abrirán sus puertas y su corazón, que os acogerán a ti y tu hijo, sea de quien sea. Te quieren tanto como yo, si eso es posible. Recurre a ellas si lo necesitas.

Ahora, Isa mía, debo decirte adiós por última vez.

Nunca, jamás, olvides que te he querido. Siempre fuiste la única.

ROBERT

Pensé que iba a ahogarme. Me resultaba casi imposible tragar. ¿Por qué albergaba la estúpida esperanza de que, después de todo, lo de Robert y la señorita Isabelle hubiera salido bien, aun ahora que la fecha de su muerte labrada en la lápida me miraba fijamente a la cara? Era como si me hubiera puesto a leer aquella carta pensando que la lápida era una especie de broma, que en cualquier momento Robert saldría de la nada y la señorita Isabelle y él se acercarían el uno al otro tambaleándose y se abrazarían como las parejas de las películas con final feliz.

Me dejé caer a su lado, muda, y habló ella.

—Robert me lo prometió, pero los dos sabíamos que quizá no volvería, que, cuando terminara su entrenamiento, lo enviarían a Europa si la guerra no acababa primero. Antes de marcharse le dio a Nell la carta para que me la mandara en caso necesario. La guerra era peligrosa aun para los médicos. Lo suyo era curar a la gente, no matarla, pero no eran inmunes a los ataques inesperados o accidentales que tenían lugar fuera del campo de batalla. En una nota adjunta, Nell me decía que los americanos habían convertido las tierras capturadas en un hospital de campaña. Otro médico no vio que la punta de una mina sin estallar sobresalía del suelo hasta que Robert se arrojó entre ella y su colega. Mi Robert murió salvando una vida, pero volvió a casa convertido en un héroe.

Robert había muerto en la guerra. No como miembro de segunda clase del ejército que cocinaba y limpiaba las cocinas o distribuía víveres por todo el país, sino haciendo lo que siempre había querido hacer desde que el padre de la señorita Isabelle había empezado a instruirlo de niño. Siempre había querido salvar vidas.

No obstante, todo aquello me parecía tan definitivo, tan triste, que apenas podía soportarlo. Y yo creía que tenía problemas. Puede que mi hijo hubiera sido tan estúpido que me diera miedo volver a casa por temor a estrangularlo. Puede que me aterrara la idea de amar a un hombre porque daba por supuesto que terminaría siendo un perdedor como todos los demás en los que había confiado. Puede que me hubiera encontrado algunos baches difíciles en la carretera de mi vida. Puede que estuviera a punto de convertirme en abuela antes de lo que habría querido, o quizá no. Eso también me haría llorar.

Sin embargo, todas las personas a las que quería estaban allí mismo, en casa, haciendo tiempo hasta que yo volviera y les ayudara a arreglar las cosas o a pasar página. Ay, Stevie Junior decía que el padre de Bailey le haría daño si se enteraba del embarazo, pero lo que él entendía por daño nada tenía que ver con lo que Robert había sufrido a manos de los hermanos de la señorita Isabelle. Esa horrible cicatriz que me había descrito en el costado de Robert, Dios mío.

No podía imaginar tener que soportar la pérdida a la que la señorita Isabelle había sobrevivido una y otra vez.

Doblé con cuidado la carta y ella volvió a meterla en el compartimento con cremallera del lateral de su bolso, un bolsillo en el que jamás había reparado hasta ese día. No me extrañó que le preocupara que alguien le robara el bolso. Y yo pensando que podía ser por mí.

—Entonces, al final, ¿el bebé era de Max? Usted y él… supongo que se arreglaron.

—Dane era de Max, sin duda. Lo supe en cuanto nació. Ya has visto las fotos de mi hijo.

Asentí con la cabeza.

—Después de que Robert se fuera, Max dio por sentado que yo andaba deprimida porque no estaba preparada para tener un bebé. Tenía razón, pero principalmente estaba convencida de que sin Robert moriría. Habíamos vuelto a encontrarnos, pero solo para que lo nuestro terminara peor que nunca. Yo no podía comer ni dormir. Apenas me moví durante casi todo el embarazo. Me quedaba en casa, apática en la cama o con la cabeza colgando sobre el retrete, vomitando casi todo lo que comí durante los tres trimestres. Es un milagro que lograra ganar el peso necesario para mantener vivo a Dane. Pero él nació guerreando, fuerte y enfadado y exigiendo que lo quisiera. Peleaba por la atención de su madre y me vi obligada a prestársela, a darle de comer y a cambiarle los pañales para evitar que me reventaran los tímpanos con sus rabietas.

»Los vecinos no sabían que había estado embarazada hasta que me vieron empujando el carrito de Dane por la calle hacia la farmacia o la biblioteca o donde fuera que tuviese que ir. Después de eso, me convertí en la señora loca del barrio. Nunca hice amigas íntimas allí.

—¿Se alegró de que Dane fuera blanco? ¿De que no se pareciera a Robert?

No pude evitar preguntárselo.

—Fue más fácil para todos. Nunca tuve que confesarle mi traición a Max. Dane nunca tuvo que sufrir lo que habría sufrido un hijo de Robert en aquel entonces. La gente ha cambiado un poco, pero sospecho que aún hoy en día sería duro para él a veces, sobre todo siendo blancos su padre y su madre.

Asentí con la cabeza.

—Pero, la verdad, Dorrie, me quedé destrozada. Una vez más no tenía ese pedazo de Robert con que recordarlo. La carta llegó una semana antes de que naciera Dane. Después de leerla, decidí que no tenía fuerzas para dar a luz. No estaba segura de si me importaba que alguno de los dos sobreviviera. Pero Max, que era un buen hombre, tiró de mí sin preguntarme nunca por qué estaba tan entumecida y muerta por dentro. Me paseaba por los pasillos de aquella casa, me ponía paños fríos en la frente, llamó al médico cuando llegó el momento. Cogió a Dane en brazos en cuanto nació, lo quiso enseguida, como sabía que lo haría, luego me lo puso en el pecho y me obligó a quererlo también. Durante esas primeras semanas yo me debatía entre la rabia y el miedo; la rabia de pensar que jamás volvería a ver a Robert y que no tenía un hijo con que recordarlo, y el miedo a ser una mala madre, a no ser capaz de cuidar de Dane como debería o no estar dispuesta a hacerlo. Cuando Max vio cómo era, nunca me pidió que volviera a hacerlo. Con una vez fue suficiente para los dos.

Volvió a rebuscar en su bolso y sacó algo tan diminuto que no lo reconocí hasta que me lo puso en la palma de la mano.

—Claro que sí que tenía algo con lo que recordar a Robert. Aún lo tengo.

Era el pequeño dedal que había visto en su cómoda cuando le arreglaba el pelo. El símbolo improvisado que la mujer del predicador les dio el día de su boda.

—Max lo encontró en nuestro buzón al día siguiente de que Robert se marchara. Quizá el mismo día. Yo no lo vi marchar. No pude, habría salido corriendo detrás de él, suplicándole por toda la calle que no se fuera, que me llevara con él para siempre.

Giré el dedal con el pulgar. Aquellas tres palabras resumían toda su historia.

«Fe. Esperanza. Amor».

Pero entonces ¿quién yacía en la funeraria? Todo el camino desde Texas hasta Cincinnati había dado por sentado que era Robert, pero él llevaba todo ese tiempo ahí, en aquella vieja tumba. Alguien más esperaba el adiós de la señorita Isabelle.

¿Nell? Mientras la señorita Isabelle volvía al coche con su paso corto y lento, la imaginé despidiéndose de la mujer que había sido una hermana para ella, dispuesta a casi cualquier cosa por ella, aunque para hacerlo tuviera que tragarse su propio miedo.

—¿Y el poste conmemorativo de aquella universidad? —le dije a la señorita Isabelle en cuanto estuvimos instaladas de nuevo en el Buick—. Pensaba que aquello quería decir que Robert había terminado sus estudios de medicina.

—Robert completó un semestre de formación médica elemental en Murray justo antes de marcharse la última vez. Su formación y su servicio le habrían servido para obtener la licenciatura, y habría terminado sus estudios poco después de la guerra. No fue el único de su clase que murió en el frente.

Había dado por sentado que eran licenciados. Ahora entendía que la lista hubiera incluido a todos los que habrían terminado en 1946. Me pregunté cuántos más no habrían conseguido volver vivos el último año de guerra, cuando por fin se permitió a los negros entrar en combate. Nuestro breve viaje de regreso a la funeraria fue silencioso. Cuando apagué el motor, la señorita Isabelle soltó el suspiro más hondo que yo había oído en mi vida. Rodeé el coche y me asomé por la ventanilla. Parecía que no tuviera fuerzas para incorporarse y salir del vehículo.

—¿Cree que podrá hacerlo?

—He llegado hasta aquí, ¿no?

—Desde luego, señorita Isabelle. Desde luego.

Mucho más lejos de lo que yo había imaginado cuando iniciamos el viaje.

Dentro estudió los caballetes dispuestos a la puerta de cada sala, donde constaban los nombres de cada difunto y las fechas de nacimiento y defunción. Cuando se detuvo, no reconocí el primer nombre. Se trataba de un nombre de mujer, pero no era ninguno de los que la señorita Isabelle había mencionado en su relato. Nunca había llamado Pearl a nadie.

¿El apellido? Ahora lo conocía bien.

¿Quién era Pearl Prewitt?

La señorita Isabelle me había contado un último detalle por el camino. Max, Dane y ella se habían mudado a Texas poco después de que terminara la guerra. ¿Cómo iba a conocer a alguien que era solo una niña cuando se habían trasladado? ¿Qué importancia podía tener?

De pronto sentí que no podía seguirla al interior de aquella sala silenciosa donde aguardaba un ataúd repleto de flores, semiabierto, para que quien yacía allí pudiera recibir el adiós de los que la habían amado. Pero lo hice. Entonces, más que nunca, la señorita Isabelle iba a necesitar a alguien en quien apoyarse.