Isabelle, 1943
Me pasé las manos por el vientre, calibrando la leve protuberancia de debajo de mi ombligo, después por los pechos, estremeciéndome con su hipersensibilidad, su reacción al más leve toque. Ya los había tenido así una vez. Volví a hacer mentalmente los cálculos. En teoría, una mujer debía llenarse de gozo y asombro al darse cuenta de que estaba embarazada.
Yo ya había vivido eso antes. Pero ahora estaba llena de consternación.
La primera vez mi gozo se volvió pesar al no poder comunicarle la noticia a Robert, y después en rabia hacia mi familia por separarme del padre de mi bebé aún no nacido y, en tantos aspectos, también de mi hija.
En esta ocasión nadie se apresuraría a arrancarme al bebé de los brazos, por lo menos no al principio. No estaba segura de quién era el padre. Quería creer que era Robert, puesto que había hecho el amor con él sin pensar en prevenir el embarazo. En el transcurso de esas semanas había mantenido a Max a distancia, poniendo una u otra excusa cuando se arrimaba a mí en la cama y pegaba sus pies desnudos a los míos, nuestra señal pasiva y silenciosa. Pero había habido una noche antes de Robert en que a Max se le había escurrido el preservativo y había vertido su semilla en mi interior; yo me había puesto furiosa, pero él se había mostrado moderadamente optimista.
Era lo bastante lista como para haber evitado aquel dilema. Me preguntaba si mi subconsciente me habría puesto en semejante tesitura. Además, pese a que no quería quedarme embarazada, sabía que perder otro bebé me mataría. Haría lo que hiciese falta para traer a aquel niño al mundo sano y fuerte.
No obstante, lo mío era más que un dilema. Era una encrucijada. Robert me había enviado aviso hacía solo unos días: un sobre sencillo dirigido por correo a mí, con un remitente falso, como si hubiera recibido una carta de una amiga. Venía a buscarme. Había encontrado un sitio donde podía vivir sin hostigamiento hasta que él regresara del frente. Al leer su plan, me había debatido entre la emoción y el miedo.
Me angustiaba pensar en cómo se lo diría a Max. ¿Cómo reaccionaría él cuando le dijera que me marchaba? ¿Se enfurecería y me exigiría explicaciones y me reprendería por haberlo engañado, por permitirle que me mantuviera mientras maquinaba el modo de abandonarlo? Mis horas en la tienda del señor Bartel se habían reducido a casi nada, mientras que Max hacía turnos extra en su puesto de trabajo, esencial para la guerra, para pagar la hipoteca, los servicios básicos y llevar comida a nuestra mesa.
¿O enmudecería y su dolor se revelaría solo en su perplejidad mientras observaba mudo cómo dejaba atrás todo lo que él había construido con amor, consciente de que jamás le había entregado mi corazón?
Casi deseé que fuera lo primero, pero, conociendo a Max, sería lo segundo. Yo me sentiría peor. Era un buen hombre de verdad. Jamás me había dirigido intencionadamente una palabra ofensiva. Había sido paciente con mi lenta inversión en nuestra vida de pareja, pero dudaba que hubiera sospechado nunca que lo dejaría tirado tan fácilmente por otro hombre.
Ahora, en cambio, había otro eslabón a tener en cuenta en la trémula cadena de nuestro matrimonio: un bebé. Uno al que Max recibiría con cariño, al que estaría orgulloso de subirse a hombros para que pudiera ver por encima de una multitud. Le enseñaría a su hijo (enseguida tuve el presentimiento de que aquel bebé sería un niño) a montar en bicicleta, a lanzar la pelota de béisbol. Se sumergiría al cien por cien en la paternidad.
Si el niño era suyo.
Pero ¿y si no lo era? ¿Y si me quedaba y el bebé salía primero, como todos los demás recién nacidos, pálido y cubierto de vérnix caseosa, chillando y enrojeciéndose mientras los pulmones se le llenan de oxígeno, y luego de pronto se le quedaba el tono más oscuro de otra raza?
A Max no le quedaría más remedio que echarme de su casa, a la calle, donde tendría que arreglármelas con mi hijo si no conseguía volver a encontrar a Robert, enfrentándome al indecible horror de ser madre soltera de un mulato. Me estremecí al caer en la cuenta de que no podía verme obligada a recurrir a una vida de prostitución, a vender mi cuerpo para mantener vivo a mi hijo, porque ¿quién me contrataría entonces?
Por otro lado, ¿y si me iba con Robert y el niño era de Max? Mi hijo sería objeto de burlas y constantes amenazas físicas de aquellos que no pudieran tolerar el color de piel de su padrastro. Crecería marginado de ambas sociedades: la de los blancos, que lo castigarían por el pecado de su madre, y la otra, que quizá desconfiara de él aunque hubiera formado parte de ella desde el mismo día de su nacimiento.
Consideré ambas posibilidades y supe, finalmente, que solo tenía una solución, la mejor para el niño.
Cuando Robert fue a por mí, el dolor le hizo mirarme con ojos de loco. Mientras me explicaba, retrocedió, como si no pudiera contener la furia si se quedaba demasiado cerca. Él no sabía cómo me destrozaba aquella decisión; los bordes dentados de mi corazón no eran visibles.
—¿Solo el color de la piel de este bebé decidirá nuestro futuro? —dijo—. Yo lo querría, Isabelle. Sabes que lo querría. Aunque no fuera de mi carne y de mi sangre, lo cuidaría. Lo que es parte de ti es parte de mí.
Pero no podía hacerles eso a Max ni al niño. Había cometido un tremendo error casándome con él, no agotando las posibilidades de volver con Robert, pero no podía robarle a Max su hijo.
—¿Y si descubre que el niño es suyo? —espeté—. ¿No crees que vendría a por él? ¿Nos dejaría criar a un niño que le pertenece?
Sabía que, si lo empujaba lo suficiente, Max reaccionaría. Si se enteraba de que le habíamos quitado a su hijo, no se quedaría sentado, por dócil que fuera. No entregaría a su hijo.
Antes de irse, Robert me hizo una promesa.
—Volveré, Isabelle. Un día alzarás la mirada y me verás caminando por esa acera una vez más, vendré a asegurarme de que no estás criando sola a nuestro hijo.
Volvió a acercarse. Sabía que pretendía estrecharme entre sus brazos. No podría soportarlo. En cuanto me tocara, vacilaría. Me derrumbaría y renegaría de cada ápice de sentido común que había ido reuniendo con esmero durante las últimas semanas. Me marcharía con él, y lo haría sin mirar atrás. Alcé la mano para detenerlo.
—No.
Su mirada me hizo pedazos. Jamás había imaginado lo difícil que sería pedirle que se fuera otra vez. Todas las demás veces nos habían separado la familia, las circunstancias. Yo me había aferrado a las brasas casi extintas del sueño de que un día estaríamos juntos.
Esta vez sabía que esas brasas se habrían apagado del todo cuando diera media vuelta y se marchara.
Dio media vuelta, sí, pero antes de marcharse me dijo de nuevo:
—Volveré a por ti, Isa. Te lo prometo.