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Dorrie, en la actualidad

Dejarle el mensaje a Teague me había calmado los nervios, y la visión de la señorita Isabelle reunida de nuevo con Robert me había animado y me había puesto nerviosa, las dos cosas a la vez. Salimos, yo con mis pantalones de vestir y mi top y la señorita Isabelle con un precioso vestidito que resaltaba la exquisita figura que aún tenía a sus casi noventa años. Me había enamorado de aquella palabra el día anterior: diecinueve horizontal, nueve letras, de singular y extraordinaria calidad. «Exquisito».

No estábamos lejos de la funeraria, que estaba al otro lado del río, en Covington, y era temprano. La señorita Isabelle me pidió que nos desviáramos un poco del camino. Me dijo que buscara a ambos lados del río una floristería o algún supermercado con una sección de flores decente.

—¿No se suelen enviar los arreglos florales a la funeraria? —pregunté—. ¿La gente lleva las flores así?

No estaba segura de que se hiciera de ese modo.

—Dorrie, por favor, compláceme. Necesito flores.

Tuvimos suerte. Antes de lo que se tardaba en decir Cincinnati diez veces, justo después de cruzar el puente de dos pisos hacia Covington, divisé una floristería en un viejo edificio de Main Street. Y afortunadamente la tienda aún tardaría quince minutos en cerrar.

—¿Va a entrar usted? —le pregunté.

—No. Tráeme un bonito ramo de lo que sea, algo sencillo y con clase. Nada ostentoso. Una docena.

—¿Rosas?

Eso parecía lo más fácil.

—Sí. Rosas rojas, si tienen.

—¿En un jarrón?

—Solo envueltas.

Eso sí que me preocupó. ¿Qué iban a hacer en la funeraria con unas flores envueltas sin más? Quizá contaba con que tendrían jarrones, o quizá pretendía que alguien se las llevara a casa en lugar de dejarlas allí. Era una mujer austera, pero no tan tacaña como para escatimar en un jarrón.

Aun así, seguí sus instrucciones y, al poco, estaba en el coche, depositando con cuidado el ramo de flores en el asiento de atrás para que no se aplastaran cuando nos pusiéramos en marcha. La florista me había dicho orgullosa que acababan de traérselas, así que podía llevarme las mejores antes de que nadie las manoseara. Eran preciosas y su dulce aroma inundaba el coche.

Salimos y cruzamos Covington por el centro. Las calles estaban bordeadas de edificios antiguos, algunos restaurados, con negocios abiertos, otros abandonados y en mal estado, con las ventanas cubiertas por listones de madera. Luego empezaron a ser más residenciales. Al borde de la calle había casas antiquísimas mezcladas con negocios familiares, bares, pequeños supermercados y solares donde todo estaba derruido. Me preguntaba cómo alguien podía querer vivir allí, pero luego veía una enorme y antigua vivienda o escuela históricas y pensaba lo bonitas que debían de haber sido, y aún podrían ser, en cualquier momento de la historia. Me recordaba a algunas zonas de Dallas y Fort Worth. El color de las personas que caminaban por las calles iba cambiando poco a poco, aunque el escenario seguía siendo el mismo. La señorita Isabelle me dijo que estábamos en Eastside, la zona históricamente afroamericana de Covington. En un semáforo, paramos junto a una casa antigua que ahora era una funeraria.

—Es ahí —me dijo la señorita Isabelle señalándola—, pero haremos otra parada antes de entrar. Aún es temprano.

No hice preguntas. Seguí avanzando. Al poco, nos acercamos a una verja de hierro forjado que conducía al cementerio de Linden Grove. La señorita Isabelle escudriñó un papel que había sacado del bolso, luego me lo entregó a mí. Era un mapa.

—¿Podrías buscar esto? —preguntó indicándome el número de un panteón rodeado a lápiz con un círculo.

Estudié el mapa, luego eché un vistazo a la verja y otros puntos de referencia para asegurarme de que tenía una idea correcta de cómo localizar la tumba. La señorita Isabelle agarraba con fuerza el asa del bolso. Su estado de ánimo había sufrido altibajos todo el día, y había vuelto a cambiar. En el interior del Buick reinaba de pronto una solemnidad cargada de lágrimas sin derramar.

Mi confusión fue en aumento a medida que avanzábamos por el estrecho sendero hacia la sección en la que se hallaba la tumba que quería encontrar. Me pregunté si querría anticiparse en el tiempo y acudir a donde iba a celebrarse el entierro. Puede que la funeraria ya hubiera levantado una carpa sobre el hoyo recién cavado.

Pero no había carpa. Aparqué lo más cerca que pude e insistí a la señorita Isabelle para que se agarrara de mi brazo mientras caminábamos hacia una losa grande con un apellido grabado en ella y rodeada de lápidas más pequeñas, algunas más recientes que otras. Sujetaba las rosas en el pliegue del brazo libre; yo me había ofrecido a llevárselas, pero se había negado, como si la sostuvieran por el otro lado.

Entonces me detuve. De pronto sentí que me mareaba. La señorita Isabelle se soltó y siguió por su cuenta. Se paró también, se inclinó con cuidado, agarrándose a la parte superior de la lápida de granito, encorvándose un poco para dejar sus rosas, con delicadeza, en la base de una pequeña tumba. Volvió a incorporarse y retrocedió para estudiarla a mi lado. Asintió con la cabeza, la agachó y se quedó allí, con los ojos cerrados un rato, inspirando y espirando despacio, como si luchara por mantener la compostura.

En la piedra, una inscripción cubierta de musgo, con los bordes desgastados, rezaba: ROBERT J. PREWITT, AMADO HIJO Y HERMANO.