35

Isabelle, 1941-1943

Le puse a Max una excusa. Le dije que no sería el primero, que yo no era virgen. No lo desalentó. Me dijo que tampoco yo sería la primera y que le parecía justo y razonable que empezáramos igualados.

Mis dos bodas fueron ceremonias sencillas y discretas. En la segunda, como en la primera, solo fuimos cuatro personas. Esta vez, Max, yo, el juez de paz y mi amiga Charlotte, que se sentía instigadora de lo nuestro, pues ella me había invitado a los bailes donde nos habíamos conocido. En las fotos, Max y ella sonreían, como si fueran la feliz pareja, mientras que en mi rostro se observaba una fingida media sonrisa.

En la segunda, igual que en la primera, no se lo comuniqué a mis padres. Había demostrado que podía vivir sin su aprobación. Los padres de Max residían a cientos de kilómetros de distancia. Les mandó un telegrama para contárselo y les dijo que entendería que no pudieran asistir.

También mi atuendo era sencillo esta vez, pero el vestido bueno que había llevado en mi primera boda seguía guardado en el armario, acumulando el polvo agridulce del recuerdo en su tejido, porque jamás conseguí volver a ponérmelo, aunque tampoco deshacerme de él.

La primera boda se celebró un gélido mes de enero; la segunda, a finales de una luminosa primavera.

Mi estado de ánimo había sido primaveral durante aquel frío enero, y era invernal en aquella primavera.

Max me regaló una sencilla alianza de oro, aunque yo no podía pensar más que en el dedal simbólico que Sarah Day nos había dado. Aún me preguntaba qué habría sido de él. ¿Lo habría cogido Robert o, en mi apremio por marcharme, lo habría tirado yo sin querer debajo de la cama y se habría colado por una rendija donde aún estaba? O quizá la casera lo usaba ahora para coser y remendar, ajena a su importancia.

No se nos hizo advertencia alguna antes de que Max y yo intercambiáramos nuestros votos. El juez de paz echó un vistazo a nuestros papeles y nos declaró marido y mujer. Para entonces ya había casado a un sinfín de parejas que se habían conocido hacía solo unas semanas, o incluso unos días, pero fue uno de los pocos que no quiso saber por qué Max no partía con el resto de los reclutas, ni pareció importarle.

Al salir del ayuntamiento, la multitud nos rodeó sin siquiera mirarnos. Nada nos distinguía del resto de los transeúntes.

Max había hipotecado una casita en una zona nueva de Cincy. Con un viaje bastó para trasladar allí mis aún escasas posesiones antes de la noche de bodas.

Y esa noche, la noche de bodas, fue completamente distinta.

No entré en la casa con aquel miedo que había sentido la noche en que Robert y yo habíamos subido las escaleras hacia nuestro cuarto nupcial. No temía que nadie nos persiguiera, ni considerara indecoroso o ilegal nuestro enlace. No me asusté cuando Max me metió con cuidado en la modesta cama que había instalado en el diminuto dormitorio de matrimonio. No puedo decir que fuera una novia entusiasta. Me resigné al acto y, con el tiempo, incluso llegué a disfrutar de su placer mecánico y adormecedor.

Procuré evitar el embarazo y Max accedió a que no tuviéramos hijos enseguida. Con la incertidumbre de la guerra y la economía aún en fase de recuperación, insistí en que debíamos conservar nuestros empleos estables y no considerarlo siquiera hasta que nos hubiéramos establecido y ahorrado lo suficiente.

Lo justo habría sido que le dijera claramente que no quería tener hijos. Nunca le había contado mi historia, jamás le había dicho una palabra de Robert. Confiaba en no tener que hacerlo nunca. La idea de otro embarazo me aterraba, aunque esta vez nadie fuera a arrebatarme a mi hija de los brazos antes de que tuviera tiempo siquiera de despedirme de ella con un beso en su boquita queda. También me inquietaba que la caída hubiera dañado permanentemente mi útero. Quizá jamás pudiera volver a llevar a término un embarazo. No quería saberlo. No podía concebir ver surgir de mis entrañas a otro recién nacido sin visualizar el rostro de mi pequeña, uno que solo existía en mi imaginación.

Los Estados Unidos se sumaron a la guerra en diciembre. Todo cambió. El bombardeo de Pearl Harbor, aunque muy lejos, en Hawái, hizo tambalear la creencia de que nuestro país era invencible. Al enterarme de la noticia, me metí en la cama llorando. Max pensó que lloraba por la inevitabilidad de la guerra; no podía saber que lloraba por Robert. Me preguntaba si sobreviviría ahora que estábamos de verdad en guerra y él a punto de partir, si la información que Nell me había dado era cierta. Cuando vino a la cama, Max intentó tranquilizarme acariciándome el hombro, tratando de estrecharme en sus brazos, pero yo me di la vuelta. Me sentía más infiel a Robert que nunca.

Trabajaba menos horas cada mes porque el negocio del señor Bartel empezó a decaer en respuesta a los ajustes lógicamente derivados de la guerra. En cambio, el trabajo de Max como contable de una empresa de suministros industriales iba como un reloj. La guerra no hizo más que aumentar la demanda de los artículos que producía su compañía. Yo le preparaba el desayuno todas las mañanas y una fiambrera con el almuerzo. Él me daba un beso en la mejilla como si ya hubiéramos cumplido nuestras bodas de plata y me decía adiós con la mano mientras se dirigía a la parada del tranvía. Estábamos ahorrando para un automóvil, pero, con el racionamiento de combustible, no teníamos prisa.

Los fines de semana aún íbamos al cine o a conciertos de las orquestas locales, aunque se habían ido tantos a la guerra que la música sonaba pobre.

Veía claro el futuro lejano: aun cuando terminara la guerra, nuestra vida seguiría igual, lenta e inmutable, año tras año, década tras década.

Max se crecía con la previsibilidad. Yo me marchitaba por dentro. Maldecía nuestra deprimente utopía. A Max no le interesaban las conversaciones que me mantenían la mente viva: no hablábamos de actualidad, ni de ficción popular, ni de clásicos, ni de música o de cine. Traté de atraerlo hacia esos temas, de elevarlo —tal y como empezaba a verlo, engreída de mí— a mi nivel. Mis intentos parecían desconcertarlo, aunque no frustrarlo del todo. Reía e insistía en que realmente no necesitaba ver más allá de la superficie.

Era un buen marido, salvo por esa incapacidad suya de suscitar en mí intriga alguna sobre quién era o lo que se escondía bajo su superficie. Después de menos de dos años de matrimonio ya lo conocía del todo, y lo que sabía podía verterse en una sola taza de café. En cambio, él conocía de mí poco más que el hecho de que se había casado con una mujer a la que, al parecer, le gustaba discutir porque sí. Él se lo tomaba con calma, como todo lo demás, con un risueño sentimiento de orgullo.

Uno de esos días, en 1943, Max se dirigió despacio a la parada del tranvía. Yo descargué mi frustración con las pobres patatas y zanahorias que pelé para la cena, barriendo el porche y procurando no explotar de ganas de mantener con alguien —¡con quien fuera!— una conversación más estimulante que las nuestras sobre el tiempo o el precio de la docena de huevos. Me volví hacia un rosal rebelde que habíamos plantado la primavera anterior. Por aquel entonces, el país estaba metido de lleno en la guerra y casi toda nuestra actividad de jardinería se centraba en cultivar lechugas, judías y cualquier otra cosa que sirviera para preservar los productos comerciales para las tropas y recortar el gasto de transporte que conllevaba su distribución. Sin embargo, nosotros habíamos derrochado en un rosal para un rincón baldío del patio principal. Claro que jamás habríamos pensado que iba a ser una planta tan exigente, siempre demandando atención. Cuando no estaba quitándole el moho, había que fertilizarla. Cuando no la estaba fertilizando, necesitaba que la podasen.

Me parecía una cantidad tremenda de trabajo para una planta de tamaño medio que no daba mucho a cambio. Algunos capullos se habían abierto después de plantarla, pero en su mayor parte había permanecido inactiva todo el verano, el otoño y el invierno. Había leído que podarla en primavera favorecía la prolífica floración que ansiaba ver, y quizá eso me ayudara a recuperar la fe en algo más que el rosal.

Su voz me llegó por la espalda.

—Nunca se te dio bien podar los arbustos.

Solté de golpe las tijeras que sostenía con los abultados guantes y me llevé las manos al vientre. Me hinqué de rodillas, las piernas se me doblaron solas. Jamás habría esperado volver a oír su voz, pero, incluso después de cuatro años, la habría reconocido en cualquier parte.

No me atrevía a volverme. Me pregunté si el sonido provendría de mi imaginación, una ilusión nacida de las imágenes que aún me atormentaban. Era lógico que oyera la voz de Robert mientras podaba un arbusto, soñando con las horas que habíamos pasado embelleciendo aquella pérgola. Desde luego que sí.

Cerré los ojos despacio, me senté y le pedí a mi mente que volviera a hacerlo. Oí un carraspeo y volví la cabeza lo justo para mirar por encima de mi hombro.

Robert me esperaba, resplandeciente, vestido de uniforme militar. Sostenía entre las manos la angulosa gorra y la sacó un poco hacia fuera, riendo tímidamente a modo de extraño saludo.

Las emociones me inundaron, algunas por Robert, otras por la situación: alivio, estupefacción, alegría, rabia, escepticismo, esperanza, amargura.

Amor.

Aún lo amaba.

—Hola, Isabelle.

Sereno, seguro de sí mismo. Mientras que antes había sido un poco pueril, ahora era un hombre. El paso del tiempo que vi en sus ojos debió de reflejarse en los míos.

Sin embargo, su saludo también fue cauto. No por miedo a ser descubierto ni al hostigamiento racial. No parecía importarle lo que pensaran mis vecinos, pero le inquietaba mi reacción.

Me levanté con dificultad empujándome desde el suelo, con la extraña sensación de que la gravedad me vencería. Me dirigí a él, estudiándolo como si aún pudiera desvanecerse, como si fuera un espejismo conjurado por mis anhelos internos, o fruto de haber estado demasiado rato inclinada sobre las rosas con el sol dándome en la nuca.

—Eres de verdad —le dije cuando estaba lo bastante cerca para tocarlo, aunque no lo hice.

—Desde luego que sí —replicó él.

Quise arrojarme a sus brazos, suplicarle que me dijera por qué nunca había intentado ponerse en contacto conmigo, rogarle que me salvara del error de mi matrimonio. No lo hice. Me quedé allí de pie y me embebí de aquella visión de él en uniforme.

Los acontecimientos de los que había sido testigo y los demonios a los que se había enfrentado durante esos cuatro años los llevaba grabados en la frente y en la mandíbula como relatos escritos en finas arrugas y músculos tensos.

Aunque la voz era la de Robert, le habían pulido las aristas y la habían convertido en algo rayano en el refinamiento. Me pregunté adónde habría viajado desde que se había alistado. Ya sonaba diferente después de ir a la universidad, antes de que nos casáramos, pero esto lo superaba. En su voz de barítono resonaba la sabiduría, incluso en las pocas palabras que había pronunciado.

—¿A qué has venido? ¿Qué haces aquí? ¿Cómo…?

¿Cómo empezar?

—No estoy seguro de saber las respuestas —contestó—. Aunque creo que ha sido la Providencia la que me ha conducido hasta ti. Una vez más.

—¿La Providencia?

Me sentí confusa al principio, pero luego pensé en lo que le había dicho hacía tantos años, cuando parloteaba de manera pueril sobre el hado y el destino. Qué ingenua había sido.

—Vi a tu padre en el centro. Me dijo que te… que te casabas. El nombre de tu marido es fácil de encontrar en la guía telefónica.

Sabía que me había vuelto a casar. Y mi padre también lo sabía. Yo había ignorado sus intentos de ponerse en contacto conmigo a través de los Clincke, pero, por lo visto, me había estado siguiendo de cerca. La mención de mi padre me removió el hielo del corazón.

—¿Dónde has estado?

—¿Dónde he estado últimamente?

—Me gustaría saber dónde has estado desde la última vez que te vi, pero por ahora valdrá con últimamente.

Odié el tono frío que se apoderó de mi voz. A fin de cuentas, tampoco podía haber hecho otra cosa; mis hermanos y mi madre estaban decididos a borrarlo de mi vida. Cualquier otra cosa habría sido una locura. Pero me mostré glacial. No pude evitarlo. ¿Lo había intentado siquiera?

—Trabajo en los comedores del ejército, con otros como yo, cuando no están distribuyendo víveres. —Estrujó el borde de la gorra con el puño—. De momento, en el frente nacional. Cuando me alisté me dijeron que jamás me permitirían formar parte de una unidad médica, pero ahora ya hablan de formar a un grupo de médicos negros para el frente europeo. Me voy a inscribir.

Aquella noticia me robó el aire de los pulmones. Aunque me había casado otra vez, había albergado la fantasía de que vendría a rescatarme. De primeras, me quedé sin habla. Cuando el silencio entre los dos se hizo insoportable, intenté hacerle una pregunta.

—Te vas…

Me detuve. La frase «allende el mar», usada patrióticamente en canciones, me enfurecía. Me había encontrado, pero solo para decirme que iba a entregarse al enemigo cuando podía quedarse a salvo en suelo nacional, aunque sus aptitudes y sus estudios se desaprovecharan. Sentí ganas de aporrearle las costillas con los puños y tirarlo al suelo.

—Aquí no se necesitan médicos. Yo quiero aportar mi granito de arena. Hay una unidad de soldados negros entrenándose para Europa. Necesitarán médicos. Ahora mismo nadie quiere tocar siquiera a ninguno de los nuestros. Como mucho, les echan un vistazo si están heridos. A la mayoría los dejan morir.

Me avergonzó su uso de «los nuestros». Eran los míos los que hacían eso. Me estremecí al pensar en hombres como Robert abandonados en el campo de batalla solo por el color de su piel, pero aquel era el mismo país que había erigido carteles como el que había a la entrada de nuestra pequeña localidad natal advirtiendo a los negros que salieran de allí antes de que anocheciera. El mismo en que los hombres violentos se tomaban la justicia por su mano mientras otros hacían la vista gorda.

A nivel intelectual entendía la necesidad de Robert de marcharse, de cuidar de sus hermanos cuando resultaran heridos. Claro que sí. Cualquier otra reacción nos habría avergonzado a los dos.

A nivel emocional, en cambio, quería gritarle que me ayudara a corregir el error de mi matrimonio con Max, que me llevara consigo y me amara el resto de sus días, pues no soportaba la idea de que fuera a dejarme otra vez.

—Entonces ojalá no hubieras venido nunca —espeté—. Ojalá me hubieras dejado seguir ignorando si estabas vivo siquiera. No soporto vivir sin ti y has vuelto a partirme el corazón.

Me quité los guantes furiosa y los tiré con fuerza a la base del rosal. Aparté las tijeras de podar de una patada y corrí por el sendero que llevaba a la casa. Subí los escalones que conducían a la puerta principal y dejé allí a Robert, atónito, mirándome.

—¡Isa! —gritó al fin—. He venido porque tenía que verte. Aún te amo. Todos los días, cada minuto, te amo.

Me quedé mirando la puerta de mosquitera, detenida por sus palabras, al oír que me llamaba.

Negué con la cabeza. No había venido por mí. Se iba a marchar tan rápido como había llegado.

Aunque todavía me amara.

Me tapé los ojos con los puños cerrados, intentando contener las lágrimas hirvientes que amenazaban con delatarme.

—Nell me… me dio a entender que habías conocido a alguien —dije, tan bajito que no estaba segura de si lo habría oído. Pero su voz me llegó por encima del hombro.

—¿Viste a Nell? —me preguntó—. ¿Te dijo…? Ay, Isa, nunca hubo nadie más que tú. Jamás, desde el día en que te vi en el arroyo, chillando y aporreando el suelo con los puños.

Entonces, al recordar a Nell, la vi claramente, haciendo lo que creía mejor para los dos, dándome a entender que Robert había pasado página. Siempre procurando hacer lo mejor para nosotros.

—¿Por eso…?

No terminó la frase, pero yo sabía cuál era la pregunta que había quedado suspendida en el aire.

Me volví a mirarlo.

—Sí, por eso vivo aquí, en esta agradable imagen del infierno. Te estuve buscando. Te esperé. Pero tú te fuiste. Te rendiste y te fuiste. Así que, cuando conocí a Max y vi que no me pedía más de lo que podía darle, me casé con él.

—Quise volver a por ti. Lo habría hecho. No sabía si contarte esto, pero… hay algo más que deberías saber. —Robert se miró los pies, casi como si se avergonzara—. Quise volver a por ti hace mucho, Isa. Lo tenía planeado. Creía que era lo bastante valiente como para incumplir las normas. Me quedé en el muelle, ahorrando dinero para volver a la escuela en verano, porque sabía que tu padre ya no volvería a pagarme los estudios, y confiando en encontrar otro modo de que estuviéramos juntos. Me esforcé muchísimo por hallar una forma.

»Se acercaba el verano, ya muy caluroso y húmedo, y los ánimos andaban caldeados en todas partes. Tenía la impresión de que, si estornudaba mal, el jefe me despediría. Una tarde volvía a casa después del trabajo cuando, de la nada, dos hombres se abalanzaron sobre mí. Me cogieron de los brazos y me arrastraron a un coche. Eran Jack y Patrick. Y era el resplandeciente coche nuevo de tu padre.

Robert se detuvo, miró a la calle, al infinito, en realidad, como si recordara los rostros de mis hermanos, o quizá aquella tarde en que habíamos coqueteado con el agua mientras él lavaba el coche de mi padre. Pensé en la coincidencia en el tiempo. Cuando mi embarazo empezó a ser visible, Jack y Patrick jamás dieron muestra alguna de haber reparado en ello. Ni el día en que di a luz. Ni después.

Pero sí habían reparado en ello.

—Me metieron a la fuerza en el asiento de atrás. Conducía un tipo al que yo no conocía, y ellos no paraban de empujarme la cabeza hacia abajo, pese a que yo me resistía al principio. Cuando el coche paró, no tenía ni idea de dónde estábamos. En una carretera de tierra, un camino con surcos, en realidad, en medio de algún bosque. Me sacaron a rastras del coche e intenté salir corriendo, pero los tres se abalanzaron sobre mí y me dieron una paliza de muerte. Luego me arrastraron por los tobillos hasta un claro. Allí esperaban tres o cuatro más.

»Les supliqué a tus hermanos que me dijeran por qué me habían llevado allí. Les dije que había hecho todo lo que me habían pedido. Te había dejado en paz, Isa. No había ido por ahí preguntando por ti, ni había intentado ponerme en contacto contigo, aunque hubiera querido hacerlo. Aún quería hacerlo. Para entonces, mamá y Nell ya se habían ido de tu casa, Nell hacía mucho y mi madre hacía unas semanas.

»Me dijeron: “¡Cierra la boca, negro!”. Dijeron que iba siendo hora de que me dieran una lección por deshonrar a una mujer blanca.

Me apoyé en la puerta de mosquitera por miedo a que mis piernas no me sostuviesen. Las palabras de Robert las hacían temblar, las volvían inútiles. La enclenque puerta no era mucho mejor, pero aguantó.

—Para entonces ya estaba más que asustado. Supuse que lo mejor que podía hacer era estar callado y someterme a lo que tuvieran planeado. Eran seis contra uno, ¿qué otra cosa podía hacer? Recé para que no hubiera una cuerda y un árbol.

»Pero había una cuerda. Me ataron las manos a los tobillos con un nudo grande y me dejaron tumbado de lado. Uno de ellos quiso amordazarme, pero Jack dijo: “No, quiero oír sus gritos de negrata. Quiero que chille bien”. Entonces supe que lo que me esperaba no iba a ser un picnic. Solo podía rezar para salir vivo de allí.

Según iba acelerándose su relato, Robert empezó a sonarme más parecido al muchacho al que yo había conocido hacía mucho.

—Otro de los chicos estaba avivando un fuego al que yo no había prestado atención hasta entonces. Le gritó a Jack que ya estaba listo. Empecé a sudar y a preguntarme que irían a hacer. ¿Quemarme vivo? Habría preferido que me colgaran a convertirme en una barbacoa humana. No me enorgullece reconocer que supliqué clemencia entonces. Lloré como un niño. Pensé que iba a morir.

Las lágrimas me empapaban las mejillas, pero no moví un músculo ni hice un solo ruido. Robert estaba delante de mí, cien por cien vivo, y en cambio yo sentía el terror como si estuviera sucediendo en ese momento, como si me estuviera sucediendo a mí también.

Resopló por la nariz.

—Tenían algo más en mente. Jack dijo: «Ve al coche a por eso». Patrick volvió con una herramienta larga de metal, una especie de atizador. No sabía lo que iban a hacer. ¿Violarme con ella? ¿Dejarme ciego? ¿Qué? Cuando pienso en lo que podía haberme pasado, supongo que tuve suerte. Jack se la arrebató a Patrick y se acercó al fuego. Entonces lo entendí. Era un hierro de marcar.

Hice un aspaviento.

—Jack lo calentó, con la mano enfundada en un guante grueso; supe lo caliente que iba a estar cuando vi que no podía sostenerlo con la mano desnuda. Resplandeció de un blanco anaranjado. Me estremecí, gélido en comparación con lo que me esperaba. «¿Asustado, chico?», me preguntó. Al ver que no respondía, vino a mí y me dio una patada en los riñones. «Sí», espeté al fin, cuando dejé de toser. «¿Sí, qué?», inquirió. «Sí, señor», contesté. «Eso está mejor. Bueno, chico, esto que ves será un recordatorio por si se te vuelve a ocurrir mirar a una mujer blanca, ¿me oyes?». Asentí con la cabeza. «Sí, señor», dije. «Y cualquier mujer blanca que se atreva a mirar a un animal como tú recibirá también su castigo». Me volví de pronto y Jack me miró desde arriba. No creo que los otros lo supieran, salvo Patrick. Nunca dijeron tu nombre, pero Jack había querido decir que te harían daño a ti también. Aquello me mató, pensar que pudieran hacerte algo, castigarte por mi culpa.

»Jack me dijo: “Esto no te va a doler nada… A fin de cuentas, eres un animal. Un enorme animal peludo que no puede tener su cosa peluda bien guardada en los pantalones cuando hay mujeres blancas alrededor”. Perdona el lenguaje, pero eso fue lo que dijo, aunque menos educadamente.

»Los otros le rieron la gracia, pero a mí no me hizo ninguna. Ni entonces ni cuando me clavaron el hierro en el costado, en la piel fina de la caja torácica. Lo último que recuerdo antes de perder el conocimiento fue el chisporroteo y el olor de mi propia carne asada.

Me llevé la mano a la boca por miedo a vomitar. Me dejé caer en una de las sillas metálicas de nuestro porche, unas sillas con el asiento y el respaldo en forma de concha, que Max había pintado de amarillo pollo. El amarillo me hizo sentir aún más náuseas, y tuve que hacerme pantalla con la mano para no ver la que estaba vacía. Robert se acercó, hincó una rodilla en el suelo y siguió hablando en voz baja y serena.

—Lo siguiente que recuerdo es despertar en algún sitio del bosque, donde había caído cuando me arrojaron del coche. Me habían desatado, pero apenas podía caminar del dolor que tenía en el costado. Repté, siguiendo un murmullo de agua hasta que encontré un arroyo de aguas tranquilas. Me arranqué una tira de los pantalones, la empapé en agua y me la puse en la piel, aunque apenas podía soportarlo. Confiaba en que el agua fría me aliviara un poco el dolor. Ya casi había anochecido. Estuve tumbado junto al arroyo hasta que amaneció, preguntándome si me habrían matado después de todo… solo que lentamente.

»A la mañana siguiente me despertó una voz que me preguntaba si me encontraba bien. En mi vida me había sentido tan aliviado de ver el rostro de un anciano negro contemplando el mío. Le enseñé la letra que me habían grabado a fuego en el costado, la A de animal. Él me llevó en su camioneta a casa de mi madre. Me habían dejado a menos de dos kilómetros de la casa, poco más allá del límite de Shalerville. Solo me quedé unos días, hasta que recobré las fuerzas para trabajar. Nell fue a avisar a mi jefe. Tuve suerte de que no me despidiera.

»Por qué eligieron aquel momento o aquel lugar, después de tantos meses… supongo que nunca lo sabré. Pero me cambió. Perdí el valor. Pero luego, cuando me alisté, después de pasar meses tratando con toda clase de tipos que se creían mejores de lo que eran, lo recobré. Volví a creer. Hallé el arrojo. Y quise encontrar el modo de alejarte de allí, de ellos. De ponerte a salvo por mucho que me amenazaran. Entonces me enteré de que ya te habías ido. Y también de que te habías rendido, Isa.

Mantuve los ojos muy abiertos, enfocando entre lágrimas las abolladuras del hormigón del porche. Tenía razón. Lo que le había dicho de esperar y ver… en su mayoría era una mentira. Me había rendido. Sin luchar, después de perder a nuestro bebé. No hice nada, cuando podría haberlo buscado tras dejar el hogar de mi infancia. Me había rendido y había creído las insinuaciones de Nell de que Robert había pasado página.

Había creído lo que el mundo me había dicho. ¡Me había rendido!

Robert alargó la mano para cogerme la barbilla, para obligarme a mirarlo.

—Pero ahora estoy aquí. Tú estás aquí. Y aún tengo esto, que prueba que estás casada conmigo, no con él —dijo señalando a la puerta, y luego se sacó un trozo de papel del bolsillo de la pechera.

Reconocí el documento, de un papel tan fino que se podía ver el sol a través de él si se sostenía en alto.

—Mi madre anuló nuestro matrimonio —repliqué.

Él negó con la cabeza.

—Por lo que a mí respecta, no. Juré amarte hasta el día de mi muerte.

—De nada sirve.

Pese a lo horrorizada que estaba por lo que acababa de contarme, pese a las ganas de vomitar que me provocaba pensar en lo que le habían hecho mis hermanos al hombre al que amaba, pese a lo que me asqueaban sus amenazas, mi voz sonó hosca. Sus afirmaciones eran inútiles, aunque reflejaran sus verdaderos sentimientos. Por mucho que yo quisiera creerlas. Todo aquello me había convertido en un ser desastroso y lleno de odio.

—Podríamos llevarnos este pedazo de papel, Isabelle. Llevárnoslo a algún lugar donde la gente lo respete y nos deje vivir en paz.

—Ese lugar no existe. Además, tú te vas otra vez.

—Encontraré ese lugar. Pero, primero, te llevaré a donde puedas esperarme y volveré a por ti. Te lo prometo.

Me permití contemplar la idea por un momento. Si me iba, Max seguramente me odiaría. Además, aunque Robert hubiera conservado nuestro certificado de matrimonio, los actos de mi madre lo habían invalidado y carecía de valor.

Aun así, también yo había hecho aquellos votos. Su propuesta de encontrar un lugar seguro para nosotros hizo que el corazón me brincara al ritmo de una canción que hacía años que no cantaba. Deseaba más que nada estar con Robert.

—¿Isa?

Se incorporó y volvió a llamarme con el diminutivo que nadie más había usado conmigo jamás. Aquello fue demasiado.

Me levanté yo también y me abalancé sobre él. Sin pararme a mirar si nos veía algún vecino o si pasaba por allí algún desconocido, le hinqué la cabeza en el pecho, dejé escapar las lágrimas, calientes, y unos horribles sollozos brotaron de mis pulmones, donde habían estado enterrados demasiado tiempo.

Agotadas la rabia y la frustración que me producían la falta de opciones, apoyé la mejilla en el grueso tejido de la camisa del uniforme de Robert. Mis lágrimas habían dejado manchas de humedad en su superficie almidonada.

Robert me abrazó un momento. Luego deslizó una mano por mi brazo y me levantó la barbilla con el dedo para que lo mirara a aquellos ojos color roble que había creído que nunca volvería a ver. A su recia mandíbula, tan recién afeitada que parecía suave como la piel de sus labios.

Me acerqué a él y nuestras bocas chocaron, como si los dos hubiéramos estado vagando, peinando un desierto a medianoche en busca de lo último que podía salvarnos.

Me aparté, llevándomelo conmigo, abrí la puerta de mosquitera y entré en nuestra casa, la de Max y mía.

La idea me detuvo apenas un instante. Lo suficiente para que me dijera una mentira a mí misma: que Max era una variable insignificante en aquella nueva y extraña ecuación.

Nos besamos, nos devoramos el uno al otro, por el salón, por el pasillo, todo el camino hasta el umbral del dormitorio, donde me detuve un momento y miré la sencilla cama que Max había instalado antes de llevarme a aquella habitación en nuestra noche de bodas. Me aparté del marco de la puerta y llevé a Robert al cuarto de las visitas, más pequeño, donde habíamos puesto una cama individual.

Mi vacilación ante la primera puerta no había pasado inadvertida. Robert me preguntó con la mirada y con una sola palabra:

—¿Isabelle?

Le tapé la boca con los dedos, luego lo llevé hasta la estrecha cama, donde me desplomé, me recosté sobre la almohada y lo atraje hacia mí. Recordé que la puerta de entrada estaba abierta y deseé haber echado el cerrojo, pero Max tardaría horas en volver y, además, tenía llave, por no mencionar que un cerrojo no iba a impedir que se enterara de aquello, fuera lo que fuese. ¿Una traición a Max? ¿Cuando había traicionado a Robert con él?

Ya me daba igual.

No fue como una noche de bodas sencilla e inocente. Ni Robert tuvo miedo de hacerme daño. Ni yo me estremecí bajo el camisón, ni me escondí debajo de una pesada colcha presa de una nerviosa anticipación de lo desconocido. No éramos un chico y una chica, medio niños medio adultos, jugando a las casitas, ajenos a lo que tardaría tan poco en destruirnos.

Teníamos los ojos abiertos.

Mis dedos se apresuraron en desabrochar la camisa que separaba su cuerpo del mío, en retirarla de sus hombros, aún más anchos y fuertes ahora que cuando esos mismos músculos se tensaban para podar las ramas sobrantes de la pérgola. Apreté la nariz contra su piel, inspirando todo lo que había añorado tan amargamente. Me temblaron las manos ante la resistencia de sus caderas y los tendones largos y enjutos del dorso de sus muslos. Me estremecí cuando me retiró la blusa de las costillas y me desabrochó el sujetador para exponer mis pechos a su boca. Luego me quitó la sencilla falda con un torpe juego de levantar y tirar hasta que cayó al suelo junto a la cama.

No hubo un delicado toma y daca en nuestro intercambio sexual. Fue todo lujuria, precipitación e impulso hacia algo que ambos estábamos impacientes por alcanzar. Igualándonos, aliento por aliento. Trepando. Gritando al llegar. Agonía, admiración, armonía discordante.

Después nos quedamos allí tumbados, medio vestidos y enredados en el sudor y los restos de nuestro encuentro, jadeando por recobrar el equilibrio de nuestros pulmones y decelerar el ritmo de nuestros corazones.

Robert se acopló en el espacio diminuto que había junto a la pared y pasó un brazo por encima de mi cabeza y otro sobre mi pecho, cubriendo mi desnudez con una franja oscura de piel sobre la mía. Seguí con los dedos la rabiosa cicatriz de su costado, por encima de las costillas, púrpura y fruncida, con la forma indudable de una A, y pensé en lo que había sufrido por mi culpa. Pero él levantó la mano y me apartó los dedos, como si la cicatriz fuera irrelevante. Luego pasó él los dedos por mi abdomen y me quedé petrificada al ver que se detenían en los valles poco profundos de piel más clara que las mesetas que los rodeaban, mis propias cicatrices, las que podían revelar mi secreto, pero Robert miraba al fondo de la estancia, y supe que no había notado nada bajo las yemas de sus dedos y que tampoco veía nada de la habitación, sino que analizaba la situación, como lo hacíamos los dos, en las motas de polvo que flotaban a la luz del sol que atravesaba como una flecha la ventana hasta nosotros.

Habíamos tomado otra decisión con nuestros actos.

¿Cómo iba yo a continuar con mi farsa de matrimonio después de aquello? Cada vez que Max y yo nos habíamos unido en sumiso placer palidecía al lado de la pasión que había entre Robert y yo. Max tendría que aceptar mi error, reconocer que yo había cedido enterrando mi amor por Robert bajo el disfraz de lo correcto. Le había advertido que no era buena para él.

Robert y yo estiramos nuestra ropa, recogimos las prendas del suelo y, en silencio, volvimos a abotonarnos y enfundarnos en nuestra vida cotidiana.

Cuando me preguntó si podía volver cuando hubiera encontrado ese sitio en el que yo podría esperar, la respuesta fue clara. Me quedé a la sombra de mi propio porche, siguiéndolo con la mirada por la calle, como había hecho esa misma mañana con mi marido.