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Dorrie, en la actualidad

La señorita Isabelle había despertado de su cabezada en la silla de un humor inusual: meditabunda, diría el cuadernillo de crucigramas. Íbamos a un funeral, ¿quién no estaría meditabundo? Pero aquello era algo más. Yo había querido que dejara reposar un poco las cosas, pero ella parecía decidida a terminar de contarme su historia, así que había acabado de arreglarle el pelo mientras hablaba.

Me costaba imaginarla renunciando al amor de su vida. ¿No podía haber encontrado a Robert de otro modo? ¿Cómo había podido renunciar a él? ¿A ellos? ¿En serio había sido Max la mejor solución?

Pero yo sabía cómo terminaba la historia. Había visto las fotos en su casa. Aquello era como una película triste: ya te han contado lo que pasa, incluso puede que la hayas visto cinco veces, así que sabes con certeza lo que pasa, pero sigues confiando en que el final sea distinto.

Cuando terminé de peinar a la señorita Isabelle, me cambié de ropa. Había cogido dos conjuntos bonitos: uno para el funeral y unos pantalones de vestir y un top sedoso que la señorita Isabelle me había dicho que serviría para el velatorio. Me vestí y me peleé con los cuernecillos que me salían por toda la cabeza. Iba siendo hora de que fuese a ver a mi peluquera, pero obviamente no era algo que pudiera solucionar en Cincinnati.

—¿Dorrie? —me llamó la señorita Isabelle desde la otra punta de la habitación—. No he sido muy comunicativa sobre los detalles de este funeral.

No, no lo había sido. En eso estábamos de acuerdo. Yo seguí a lo mío, haciendo lo imposible por abrir el minúsculo cierre de mi collar. No solía llevar muchas joyas, pero esa era una ocasión especial, aunque no fuera mía. No quería que sus amigos o familiares pensaran que yo era una acompañante de clase baja a la que había contratado para que la llevara a aquel funeral.

—Estoy nerviosa. Y no quiero que pienses mal de mí, pero debo decirte…

—¿Cómo? ¿Usted, nerviosa? De eso nada, jovencita.

La miré con los ojos entornados, procurando darle un poco de chispa a la conversación. Me estaba poniendo nerviosa a mí también.

—Lo digo en serio, Dorrie. Vas a pensar que soy una anciana horrible.

—Yo jamás pensaría que es usted una anciana horrible —dije—. Bueno, quizá una vez, cuando nos conocimos. —Reí—. Pero eso ya lo arreglamos.

—Puede que yo sea la única blanca de este funeral.

Bueno. Por fin lo había soltado. No puedo decir que me impactara. Suponía que tanto recuerdo tenía que llevarnos a alguna parte. De hecho, tenía bastante claro al funeral de quién íbamos, y entendía perfectamente que iba a ser complicado para todos, también para mí ahora que conocía la historia. Detestaba el modo en que habían terminado las cosas para Robert y ella.

Pero ¿estar nerviosa porque fuera a ser la única blanca? No lo pude evitar, solté una carcajada que lamenté en cuanto vi que su rostro se arrugaba como si la hubiera pinchado con una aguja para que se desinflase. Iba en serio.

—Lo siento. No pretendía reírme. —Me acerqué enseguida y me acuclillé junto a la silla. Le cogí la mano y se la apreté—. Gracias por ser tan sincera conmigo, señorita Isabelle. Siempre me ha gustado eso de usted. Pero ¿qué es lo que teme? Lo único que pensará todo el mundo será lo bonito que es que haya venido usted a este funeral.

—Lo sé, Dorrie. Solo que tenía que decirlo. No quiero que nadie crea que soy una blanca arrogante que llega a lomos de su corcel blanco. Sé que suena absurdo.

—Pero la han invitado, ¿no? Su amiga sabe que viene, ¿verdad?

Eso me preocupaba. Entendía sus razones. Si se presentaba en aquel funeral sin avisar, a algunos podría intrigarles su presencia. ¿Tendría razón? ¿Se ofenderían?

—Sí —contestó.

Solté un suspiro de alivio.

—Bueno, entonces ya está. No se preocupe.

Le di una palmadita en la mano y me erguí, gimiendo de dolor por el pequeño nudo que se me hizo en la espalda al levantarme. Todo el tiempo que pasaba de pie a diario no solo hacía que me dolieran los pies, también me estaba destrozando la espalda. Esos masajes de los que hablaba el folleto de encima de la mesilla resultaban tentadores. Pero ¿a quién quería engañar? Los masajes estaban en mi lista de tareas pendientes para cuando fuera rica y famosa. O quizá cuando volviera a casarme.

Teague. Hacía por lo menos una hora que no pensaba en él. De hecho, solo lo había hecho a ratos, entre preocuparme por la insensatez de mi hijo y el triste relato de la señorita Isabelle. Sin embargo, enterarme de que probablemente hubiera renunciado a su verdadero amor me había puesto en marcha.

—Todo irá bien, señorita Isabelle. Ya verá. ¿Me da tiempo a hacer una llamada antes de irnos?

Un diminuto atisbo de esperanza transformó su rostro. Quizá vio algo en el mío que la llenó de optimismo respecto a mi situación en apariencia imposible. ¿Quién sabe? Quizá tuviera algún motivo más para contarme su historia, aparte de para justificar su asistencia al funeral.

Cuando salí de nuestra habitación, eché un vistazo alrededor. Una puerta conducía a un porche largo y profundo con montones de sillas comodísimas. Me sentí rara mirando si la puerta estaba abierta, como si estuviera en casa ajena haciendo algo que no debía, pero la gerente nos había dicho que hiciéramos como gustásemos. Ya en el porche, paseé nerviosa antes de pulsar la tecla de marcación rápida que le había asignado a Teague hacía unas semanas.

Buzón de voz.

Estupendo. Más que estupendo, en realidad.

—Hola, Teague, soy yo, Dorrie. —Hice una pausa, sintiéndome idiota—. Solo quería decirte que lo he estado haciendo todo al revés. No sé si lograremos que esto, lo que sea que tenemos, funcione, pero quiero que sepas lo mucho que te aprecio. Supuse que pensarías lo peor cuando te enteraras de que mi hijo había hecho semejante estupidez. De hecho, probablemente ahora estés alucinando atando cabos, y has acertado. Pero ni siquiera te he dado una oportunidad. Y de eso me arrepiento de verdad. No tengo tiempo para contártelo todo ahora. Me pongo de rodillas, aunque en realidad estoy de pie en el porche de un hostal, y te ruego que tengas paciencia. Los próximos días se los voy a dedicar a la señorita Isabelle, a terminar con ella este viaje. Luego, cuando vuelva a casa, tendré que centrarme en mí, en cómo solucionar el problema de mi hijo y ver si podemos rescatarlo, arreglar el estropicio, y seguir adelante. Pero hay algo más… me gustas mucho. Mucho, de verdad. Pues eso. ¿Tendrás un poco de paciencia? ¿Me dejarás que vaya improvisando durante un tiempo? Me he dado cuenta de esto hace unos minutos, aunque creo que hace tiempo que lo tengo en la cabeza. Teague, no quiero perderte, sea lo que sea lo que…

Otro pitido cortó la llamada, y le di un manotazo a la barandilla del porche. Había agotado el tiempo. Y eso no sucedía jamás, salvo que tuvieras algo importante que decir.

Pero le había dicho lo que necesitaba decirle. Por ahora. Captaría lo esencial y, con un poco de suerte… con un poco de suerte me daría otra oportunidad.

Le di las gracias en silencio a la señorita Isabelle. Quizá su historia no hubiera tenido el final que yo esperaba, pero al menos me había enseñado algo importante.

Si aparece el hombre perfecto, no lo fastidies.