33

Isabelle, 1940-1941

Con las noticias de Nell mi ánimo decayó aún más, pero poco después de verla, una chica a la que había conocido en un restaurante me invitó a asistir con ella a un baile público de fin de semana. El baile no me interesaba. Lo único que me preocupaba era ir pasando los días, pagar mi alojamiento y mis comidas y contar los minutos que quedaban hasta que pudiera olvidar mi tristeza durante las pocas horas en que dormía profundamente. Mi nueva amiga insistió.

—Piensa en todos los chicos guapos que seguramente habrá allí —dijo Charlotte, sin saber que eso hacía que me apeteciera aún menos. Pero añadió enseguida—: Son casi todos soldados que se marchan a Fort Dix.

Con el primer reclutamiento en tiempo de paz de América, hordas de hombres se marchaban, sin apenas previo aviso.

—Se trata de levantarles el ánimo antes de que se vayan de casa —me explicó Charlotte— o para que encuentren alguna chica a la que escribirle. Es solo por diversión, no nos interesa hacernos demasiadas ilusiones.

Había observado mi falta de interés por los chicos, aunque yo nunca le había expuesto mis razones. Pero lo de los soldados logró captar mi atención. Sabía que jamás vería a Robert en uno de esos bailes. Por lo que me había contado Nell, todavía estaba a salvo en la facultad de Frankfort, por no mencionar que, siendo un hombre de color, no le dejarían entrar en ellos. Sin embargo, ansiaba averiguar algo, lo que fuera, sobre cómo sería la vida para un negro en el ejército.

Con la idea ilusoria de que ir con Charlotte a los bailes podría ser el modo de enterarme de esas cosas, me sumé al frenético desfile de jóvenes que se acicalaban, se pavoneaban e intentaban captar la atención de los reclutas recién rapados.

Además, me produjo un extraño alivio oír a las bandas, bailar. A los hombres les daba igual quién era o de dónde venía. Solo les importaba que era alguien a quien podían estrechar en sus brazos e imaginar que pensaría en ellos si cruzaban el océano. Algunos me daban trozos de papel con sus nombres y las direcciones de la lista de correo del ejército. Yo prometía escribir a todos los que me lo pedían.

Algunas chicas soñadoras conocían a sus almas gemelas… ¡en una noche! Estaban dispuestas a subir al altar de la mano de jóvenes a los que solo habían visto aseados, bien vestidos y exhibiendo su mejor conducta. Me parecían bobas.

De cuando en cuando, algún tipo se mostraba demasiado atento, me sacaba a bailar demasiado a menudo, me insistía en que le diera mi dirección o una foto y me insinuaba que le gustaría recibir paquetes de comida, o que querría hacer algo más que bailar esa misma noche. Yo me reía y prometía que escribiría mientras cruzaba los dedos a la espalda e insistía en que no me interesaban las relaciones a distancia.

Una noche, un tipo delgaducho vestido con un sencillo traje de franela me sacó a bailar una vez, dos veces y más tarde otra después de haber estado viéndome bailar con otros desde la mesa de los refrescos.

Supuse que había llegado el momento de librarme de él, pero me sorprendió. Me confesó que no era soldado. No había pasado el examen médico por un leve soplo en el corazón.

—No se lo digas a nadie, pero no voy a ninguna parte.

—Entonces ¿qué haces aquí? —le pregunté sorprendida—. Casi todos los chicos están intentando conseguir el mayor número posible de admiradoras antes de marchar hacia Fort Dix.

Se encogió de hombros.

—Te sorprendería saber cuántos de ellos no son soldados. Es un sitio tan bueno como cualquier otro para conocer chicas. El reclutamiento es para mayores de veintiún años. ¿Crees que todos estos tipos tienen esa edad?

Era un fraude. Como yo. Me encogí de hombros también. Él no estaba respetando las normas precisamente. Yo tampoco.

—Tienes razón. Este es un país libre. ¿Quién es nadie para decidir quiénes pueden y quiénes no? Me has pillado por sorpresa.

Max, que así se llamaba, me sorprendió a menudo durante el siguiente par de semanas acudiendo al baile sistemáticamente, sacándome a dar vueltas por la pista un número de veces decente pero no abrumador. Empezamos a sentirnos a gusto el uno con el otro. Esperaba con ilusión volver a verlo, no con aquel alboroto en el estómago con que ansiaba ver a Robert en los viejos tiempos, sino con la tranquilidad de estar con un amigo. Con alguien de fiar. Alguien con quien hablar si Charlotte tenía un torbellino de parejas de baile y mi carnet estaba casi vacío.

Cada vez me pedía que lo dejara acompañarme a casa, y al final accedí. Sin embargo, en el corto trayecto hasta la casa de los Clincke tuve la fuerte sensación de estar traicionando a Robert, pese a que no había alentado a Max a otra cosa que a la amistad. O eso me había dicho a mí misma.

Me cogió de la mano, y yo contemplé nuestros dedos entrelazados. Aquella no era forma de librarme de él. Le había permitido que me cortejara sin darme cuenta porque disfrutaba de nuestra amistad sin ataduras.

—Lo siento, Max. Ahora no estoy en condiciones de salir con nadie. No te gustaría, créeme.

Lo miré, impotente, confiando en que mis ojos le transmitieran una auténtica disculpa.

Me soltó la mano con suavidad y movió la cabeza.

—De acuerdo. No tengo prisa. No voy a ninguna parte, ¿recuerdas?

Y allí lo tenía, un amigo que me acompañaba a casa pero con una nueva implicación: se declaraba dispuesto a esperarme hasta que estuviera lista.

Empezó a pedirme que fuera con él a sesiones de cine matinales los fines de semana, a pasear y comer pastelitos de Busken por la explanada de la fuente, a subir y bajar por la cuesta del monte Adams en tranvía porque hacía demasiado frío para ir al zoo. Me sentía afortunada, pero seguía teniendo remordimientos de conciencia cuando lo sorprendía escudriñando mi perfil. Sabía que se estaba enamorando de mí. Y yo estaba vacía. Las atenciones de Max me llenaban un poco, aunque de forma temporal.

—Alguien debe de haberte hecho mucho daño —me decía mientras íbamos andando a casa en las noches cada vez más frías—. ¿Vas a tener siempre tan bien guardado ese corazón tuyo?

Me preguntaba con delicadeza, sin presionarme, y parecía bastarle con que yo me encogiera de hombros.

Viví lo que debería haber sido mi primer aniversario de boda en medio de una histórica tormenta de nieve, metida en la cama para no tener frío, allí donde mi tristeza pudiera pasar inadvertida. Al día siguiente, el señor Bartel y yo nos abrimos paso hasta la tienda entre gélidos ventisqueros para atender a nuestros clientes, pero no vino ninguno. Esa noche le dije a la señora Clincke que no me encontraba bien y me fui directamente a la cama, donde lloré hasta quedarme dormida. Al día siguiente desperté de nuevo al mismo frío entumecimiento.

El sábado por la tarde Max no quiso adelantarme adónde íbamos de excursión. La nieve tardaría días en derretirse, pero la gente empezaba a salir otra vez. La vida debía seguir.

El sol de enero, aunque intenso, no nos calentaba nada mientras recorríamos deprisa la calle después de que llegara Max. Me hizo subir en uno de los coches nuevos que iban sustituyendo paulatinamente a los antiguos vagones dobles del tranvía, y luego bajamos en un parque. Me obsequió con una loma nevada perfecta para deslizarse en trineo, repleta de adultos y niños por igual, con las mejillas sonrosadas, que subían animosos la pendiente para volver a tirarse hasta el final. Max me envolvió las botas en tiras de trapos para que tuviera los pies calientes y secos, y después me hizo subir la loma. Nos lanzamos en un trineo alquilado. Seguramente parecíamos enamorados, como otras jóvenes parejas presentes. ¿Cómo iba a saber toda esa gente que mi corazón estaba tan helado y tieso como la nieve por la que nos deslizábamos? Solo estaba allí físicamente, intentando igualar mis expresiones faciales a las de Max mientras mi mente vagaba a otro día de enero.

Al final, Max me llevó hasta un puesto de bebidas que un ciudadano emprendedor había montado y me instaló en un banco con una taza de chocolate caliente entre los dedos enguantados.

En silencio, observamos cómo se divertía la gente. Los niños pequeños se caían en la nieve y volvían a levantarse sin protestar, arrancándoles sonrisas incluso a mis fríos labios. Max estudiaba esas sonrisas, como si evaluara mi estado de ánimo por el tamaño del arco.

Finalmente me cogió las manos entre las suyas y me las frotó enérgicamente, en apariencia para calentármelas, un contacto físico poco usual que podía iniciar sin mi embarazoso reproche.

Paró, no obstante, envolviéndome aún los dedos con sus manos, y yo las observé juntas. Las manos de Robert solían cubrir por completo las mías. Los dedos de Max, aun con sus abultados guantes de hombre, apenas eran mayores que los míos. La potencia de las manos de Robert me asombraba, sus caricias me estremecían. Las de Max me infundían tan solo la sensación de un encuentro a medio camino, no despertaban nada en mi corazón salvo gratitud por nuestra amistad. Sin embargo, sospechaba que había llegado el momento para Max. Nuestra amistad ya no le bastaba. Cuando vi lo enamorado que estaba (en sus ojos, en su sonrisa, incluso en la posición de sus hombros), supe que era injusto que lo arrastrara conmigo.

—He sido paciente, Isabelle —empezó. Yo asentí con tristeza—. Soy un buen hombre. Cuidaría de ti lo mejor que supiera.

Solo pude responder con silencio. Sabía lo que venía después. Nuestro casi noviazgo era antiquísimo para nuestro entorno; algunas de las parejas que conocíamos se habían casado de la noche a la mañana. La amenaza de la guerra lo aceleraba todo, incluso para los civiles. Sin embargo, yo temía que los tímidos pasos que había dado para recuperar mi vida estuvieran a punto de invertirse y volviera a sumirme en la tristeza de la que había emergido al menos unos centímetros. Inspiré el aire gélido, el olor de las cuchillas de trineo embarradas. Aquel aliento frío se me quedó atrapado en el pecho.

—Tú eres la chica que he estado esperando. Lo sé. Quiero casarme contigo.

Me dispuse a protestar, pero él me soltó una de las manos y llevó uno de sus dedos enguantados a mi boca para silenciarme.

—Hoy no —dijo—. Cuando estés lista. No soy estúpido, sé que tú no sientes lo mismo, pero me aprecias. Hacemos un buen equipo. Gano lo suficiente para comprar una casa bonita para los dos, quizá con alguna habitación más para formar una familia algún día.

Max no sabía que esas palabras eran lo peor que podía haberme dicho. En el rabillo de mi ojo asomó una lágrima que se quedó allí, congelada, irritándome la piel.

—¿Te lo pensarás, Isabelle? Por favor…

Quise explicarle que nuestro matrimonio jamás sería más que un error, pero él tenía razón. Su atenta propuesta merecía mi detenida consideración.

Caminamos hasta casa en silencio, como si fuera la última vez que fuésemos a caminar juntos.

Max era serio, formal. Un buen hombre. Guapo de una forma discreta.

Yo le profesaba un gran cariño, pero no lo amaba. Por válidos que fueran sus argumentos, no lo amaba.

Había amado a Robert con todo mi ser y ese matrimonio había terminado.

En última instancia, era consciente de que mi corazón se había cerrado al amor o al matrimonio porque había albergado una tímida esperanza de que Robert volviera a buscarme. De algún modo, algún día. Mi encuentro casual con Nell debería haber apagado del todo esa esperanza. Pensar que pudiera haberse enamorado de otra chica me destrozó. Como un huevo duro estampado contra una encimera por todos sus lados, mi corazón estaba agrietado y hecho pedazos.

Un día de principios de febrero salí del laboratorio del señor Bartel, con el viento rugiéndome alrededor de las orejas descubiertas. Había olvidado coger el gorro esa mañana. Al cabo de unas cuantas manzanas, me metí en una cafetería. Sabía que no conseguiría llegar a casa si no me tomaba una taza de café caliente. Solo el aroma ya me caldeó, salió corriendo a mi encuentro cuando abrí la pesada puerta que el viento empujaba con fuerza.

Esperé junto a la barra, observando a los que estaban sentados en las mesitas del local. Una pareja compartía un periódico. El joven leía por encima del hombro de su chica. Ocasionalmente ella se zafaba de él de un codazo, como si le hubiera invadido su espacio. En broma, él le daba un codazo también, pero le devolvía su espacio. Al final, él la rodeó para mirarla a la cara. En el dedo anular de ella brillaba un anillo, pero las llamas que había entre los dos parecían más bien brasas. Se les veía contentos y felices de embarcarse en una vida juntos. Parecían los mejores amigos. Nos vi a Max y a mí en ellos.

En otra mesa, una joven se cruzaba de brazos enfurruñada y, con labios quisquillosos, formaba una palabra rotunda. Su compañero uniformado se inclinaba más allá de ella para charlar con el hombre de la mesa contigua. Estaba celosa. No quería compartir a su amado. Sin embargo, cuando él se volvió un instante y le pasó la mano por el brazo, ella se relajó y dejó caer las manos a su regazo en un sereno nudo de amor. Ahora lo observaba con admiración y visible y fogosa pasión. En ellos, nos vi a Robert y a mí.

Ninguna de las dos parejas me pareció mejor o peor. Solo parejas.

Hacía ya muchos meses que había perdido lo que más me importaba, primero a Robert, y luego a nuestro bebé. Le había dejado claro a Nell que ahora era independiente, capaz de tomar mis propias decisiones. Si Robert me hubiera estado buscando, ya me habría encontrado.

La metáfora que representaban las parejas del café parecía clara. Podía quedarme petrificada donde estaba, lamentando eternamente mis pérdidas, o podía dar los pasos necesarios para intentar salir adelante. La respuesta llegó de las señales que me rodeaban.