Dorrie, en la actualidad
Me negaba a creer que Robert se hubiera olvidado de ella tan pronto. Si había seguido adelante como si ya no le importara, si había empezado a salir con otra, había sido solo para aliviar el dolor de la pérdida de la señorita Isabelle.
Ni siquiera era la hora del almuerzo cuando entramos en Cincinnati. Podíamos habernos registrado temprano en el hostal, pues a fin de cuentas la señorita Isabelle había pagado también la noche anterior, pero me preguntó si quería que me enseñara algunos de los lugares de los que me había hablado durante el viaje. Vacilé, cuestionándome una vez más si aquello la haría sentirse mejor o peor, pero me comentó que quería ver cómo habían cambiado en todos esos años desde que ella se había ido. Me señalaba aquí y allí sin apenas titubeos. Las calles de la vieja Cincy eran estrechas y estaban congestionadas; las casas eran altas, esqueléticas y estaban apiñadas, muchas de ellas separadas apenas unos centímetros, cuando no eran adosados.
Nos detuvimos delante de una. La señorita Isabelle la estudió un instante. La última vez que la había visto, me dijo, años después de vivir allí con los Clincke, la pintura de las molduras se caía a tiras y los escalones de la entrada eran una pila de ladrillos de ceniza, porque los originales se habían desintegrado por falta de cuidado. Mucho antes, cuando el barrio había empezado a cambiar, Rosemary Clincke había trasladado a su familia a una casita de las afueras. La casa nueva parecía cortada con un molde de galletas y luego cocida al horno, me dijo la señorita Isabelle, y solo la decoración de la superficie la distinguía de las que tenía a ambos lados. Pero era segura y tenía un patio para los niños.
Muchas de las casas del antiguo barrio de los Clincke se habían subdividido en apartamentos o casas de huéspedes, pero poco a poco iban volviendo a manos amorosas que las restauraban como viviendas unifamiliares. Ahora su antigua casa lucía una pintura resplandeciente, unas molduras preciosas y flores en maceteros colgados debajo de las ventanas, como cuando la señorita Isabelle vivía allí. Me enseñó una ventana en la planta superior, cerca de la que había una moderna escalera de incendios.
—Mía durante casi un año.
Subimos y bajamos por empinadas calles hasta un barrio situado entre la reciente zona residencial de la periferia y las partes más antiguas de Cincinnati y nos detuvimos delante de una casa de ladrillo rojo con tejado a dos aguas y un porche que ocupaba la mitad de la fachada. En la otra mitad, unos toldos metálicos sombreaban dos ventanas como pestañas a rayas verdes y blancas. Un caminito estrecho conducía a un garaje de una plaza en la parte de atrás. Las casas de aquella calle, bien cuidadas a lo largo de los años, debían de tener un aspecto muy similar al de hacía más de cincuenta años, salvo por los inmensos rosales que se alzaban delante y detrás de ellas. La señorita Isabelle me dijo que eran cabo Cod.
—Pensaba que cabo Cod estaba en la costa Este —dije dejando el coche en punto muerto, porque la calle estaba regada de señales de prohibido aparcar.
—Son de estilo cabo Cod.
—¿Y usted vivió en esta?
—Este no es solo un tour arquitectónico.
Su reacción me pareció contradictoria. Parecía sentimental y tierna mientras estudiaba la casa, pero su rostro estaba teñido con una pizca de frustración y amargura que la llevaban a hacer cosas raras con las mejillas y los labios, y luego también mientras me miraba a mí. Durante los últimos días había sufrido demasiado a menudo esa repentina necesidad de llorar. Tosí.
—Entonces esta vino… ¿después de los Clincke? ¿Vivió aquí con otra familia?
—Sí. Otra familia —contestó—. Cinco o seis años, hasta que nos mudamos a Texas.
—¿Nos mudamos?
No entró en detalles. En cambio, me pidió que siguiera conduciendo para buscar un sitio donde comer. Me llevó a un pequeño restaurante, el Skyline Chili Parlor.
Sentadas a la barra, me sugirió un Cuatro Caminos Cincinnati, un plato grande de espaguetis y chile con carne, cubiertos de queso cheddar y cebolla. Por lo visto, el chile con carne no era solo típico de Texas; también lo comían en Grecia. El chile era distinto. Sabía a canela… o a chocolate. Y lo más gracioso de todo fue que después de que yo me pidiera aquella bomba, la señorita Isabelle decidió tomar un Coney, un perrito caliente sin más, la mitad de grande que los normales. Prefería Dixie Chili, me dijo, pero estaba al otro lado del río, en Kentucky. Además, si comía algo picante, esa noche no pegaría ojo. Me zampé mi Cuatro Caminos como una niña obediente; luego protesté en el coche mientras ella buscaba el modo de llegar a nuestro hostal.
La señorita Isabelle ya estaba traspuesta cuando entramos en aquel lujoso barrio escondido en la misma Cincy. La dueña se disculpó por cobrarnos la noche anterior, pero debía cumplir las normas. La señorita Isabelle, con cortesía, le quitó importancia. Habría sido igual de cordial con don Jefecillo de Noche si este lo hubiera sido primero. La gerente nos ofreció una noche de regalo al final de nuestra estancia si había disponibilidad, pero, claro, no la íbamos a necesitar.
Mientras yo trasladaba nuestro equipaje, insistí en que la señorita Isabelle se relajara en un curioso rinconcito que había al fondo de nuestra habitación con dos sillones enfrentados.
En la habitación había dos camas de matrimonio cubiertas con mullidos edredones blancos y cojines con estampados azules de damas antiguas ataviadas con faldas largas y parasoles. Después de las camas de hotel normales en las que habíamos dormido, aquello parecía el paraíso. Estaba impaciente por desplomarme en una, pero aún quedaba mucho para la hora de dormir. Había cosas de las que ocuparse, sitios a los que ir. Lo primero de mi lista, no obstante, era convencer a la señorita Isabelle para que descansara un rato, aunque no pudiera hacerlo yo. Cuanto más tiempo llevábamos en la ciudad, más tensa se ponía.
—Venga a sentarse aquí —le dije señalando una silla de respaldo bajo que había delante del antiguo lavabo empotrado—. Hace casi una semana que no le arreglo el pelo. Hay que hacerle unos retoques antes de salir a la calle.
No podía lavar y marcar a la señorita Isabelle, pero desde luego podía orearle los rizos con mi plancha de rizar y mi cepillo.
Si le daba un masaje en el cuero cabelludo y las sienes, quizá se le relajaran los músculos, tan tensos que casi podía vérselos.
Se movió, aturdida, sin molestarse en hablar, y se dejó caer en la silla.
—Estoy cansada, Dorrie.
—Lo sé —le dije cepillándole con delicadeza los enredones que habían formado pequeños nudos en su cabellera plateada a pesar de la anticuada funda de seda en la que había metido su almohada de hotel cada noche que habíamos pasado en la carretera—. ¿Qué hizo con aquella diapositiva, señorita Isabelle? ¿La conservó?
—No sé bien por qué, pero sí. La guardé en mi viejo pañuelo, siempre escondida al fondo de la cómoda, independientemente de dónde viviera. Me reconfortaba, como si tuviera un retrato que pudiera mirar cuando echaba de menos a Robert y al bebé.
Cerró los ojos y se acomodó en la mullida silla mientras yo trabajaba. Se quedó dormida. La observé en el espejo. Sus párpados se contraían mientras sus ojos, debajo, se movían de un lado a otro. Tan solo me pregunté qué estaría soñando. Ahora me costaba muy poco adivinar qué rostros vería.