Isabelle, 1940
Mi piel era joven y elástica. No había engordado mucho durante el embarazo, pues primero la depresión y luego la humedad y el calor me habían robado el apetito. Entre eso y que el bebé había sido prematuro, la barriga apenas se me había abultado, y las caderas casi no se me habían desplazado. Desnuda y de cerca, un ojo experto podría haber detectado las leves estrías, pero nadie tenía que mirarme. Quizá tuviera los pechos más grandes, pero la comadrona me había dicho que me los atara fuertemente con vendas cuando empezara a subirme la leche, y sin un bebé que mamara de ellos no eran distintivo de maternidad. Mis antiguos vestidos pronto volvieron a servirme.
Cuando salí del refugio de mi cuarto, mi madre me dijo que podía ir y venir libremente, con una condición: jamás debía reconocer que había estado en Shalerville durante el tiempo en que ella había dicho que estaba fuera. Por lo demás, le daba igual adónde fuera o lo que hiciera. Supongo que se sentía aliviada de haber puesto fin al desagradable asunto de librarnos de mi bebé.
Concederle su deseo fue fácil. No me apetecía hablarle a nadie de los últimos siete u ocho meses. Al principio tampoco me apetecía salir. No es que tuviera ganas de quedarme en casa leyendo, durmiendo o, con mayor frecuencia, mirando por la ventana. En todo caso, estaba adormecida. Desmotivada, falta de inspiración.
Deshecha.
No obstante, después de más o menos un mes de no hacer prácticamente nada, y cuando el calor hubo remitido, empecé a sentirme inquieta.
Ignoro qué me hizo cambiar. Sencillamente volví a despertar a la vida, aunque eso significara sentir un intenso dolor mientras mi mente esbozaba ideas y planes. De pronto se me hizo insoportable pasar un minuto más en la casa donde se me había juzgado, declarado culpable y retenido presa por el delito de seguir los dictados de mi corazón. Y habiendo cumplido los dieciocho ese otoño, mi madre poco podía hacer para controlarme, aunque hubiera querido.
Los Reds estaban a punto de conseguir su primera victoria en las Series Mundiales en veintiún años y todo el mundo estaba obsesionado con el béisbol. Nadie reparó en mí cuando empecé a hacer excursiones de un día a la ciudad. Compraba café o té a cambio de un sitio en una cafetería donde hojear la prensa de segunda mano, saltándome las páginas de deportes, desgastadas por el uso, hasta las casi igualmente deterioradas páginas de anuncios por palabras. Los debates sobre los pormenores de la derrota o victoria más reciente eran la banda sonora que me acompañaba mientras exploraba los empleos disponibles para una joven brillante sin formación o aptitudes específicas, aunque me saltaba los que me convertirían en una de las espeluznantes mujeres, jóvenes y maduras, que veía salir en riadas de las fábricas o industrias cuando sonaban los silbatos que anunciaban el fin de jornada. Mi alma me parecía anciana, pero iba a necesitar un cuerpo fuerte y saludable si debía sustentarme yo sola indefinidamente. Si no podía tener a Robert, no quería a ningún otro hombre, y tampoco deseaba seguir dependiendo de mi familia. Cuidaría de mí misma.
Pero siempre tenía un ojo en el diario y otro en las bulliciosas aceras, y rezaba por poder verlo algún día.
Después de un tiempo, me sentí lo bastante valiente como para pasear por delante de la casa de huéspedes donde habíamos pasado nuestra noche de bodas. Lo hice varias veces en días distintos, desesperada por verlo subir los escalones del porche al final de una jornada de trabajo. Pero no lo vi. Por fin, me atreví a subir yo misma esos escalones. La casera retrocedió, al parecer asustada, quizá incluso aterrada de encontrarme a la puerta de su casa. Miró más allá de mí, supongo que para comprobar si estaba sola o si los hombres furiosos que habían irrumpido en su hogar y en su negocio me acompañaban.
—¿Qué quieres? —me dijo.
Le pregunté si Robert aún vivía allí. Negó con la cabeza, esquivando mi mirada.
—No volvió desde ese día —respondió—. Se lo llevó todo y no regresó jamás. Le dije que no podía reembolsarle el alquiler que me había pagado por adelantado, pero no le importó. —Ladeó la cabeza—. Pero no has venido a eso, ¿verdad? Si no es eso, no puedo hacer nada por ti.
Le aseguré que no buscaba dinero, pero le pregunté por el dedal. Negó haberlo visto en la mesilla o debajo de la cama cuando había limpiado. Confié en que eso significara que Robert lo había cogido con todo lo demás cuando se marchó. La mujer me cerró la puerta en las narices en cuanto le di la oportunidad.
Sarah Day me invitó a pasar a su cocina, chascó la lengua y me abrazó. No le mencioné el bebé, pero algo me dijo que lo sabía, por el cuidado con el que me soltó y estudió mis caderas y mi pecho cuando pensaba que no la veía. Su historia no era distinta: ni el reverendo Day ni ella habían vuelto a ver a Robert o hablado con él desde el día después de nuestra boda, cuando ella se lo había llevado lejos mientras mi padre y mis hermanos me llevaban a casa.
Traté de reunir el valor suficiente para pasar por la casa de la pequeña comunidad donde Robert y Nell habían vivido con sus padres, para acercarme a la iglesia, a la pérgola donde solía reunirme con él y donde nos habíamos dado nuestros primeros besos, pero el miedo me paralizaba. No sabía cómo reaccionarían Cora o Nell al verme. Temía no poder soportar la rabia que desatarían sobre mí por haberles costado sus empleos. Ni siquiera estaba segura de que Robert quisiera verme. Me pregunté si lo habría enfurecido que no hubiera tratado de ponerme en contacto con él. Me pregunté si sabría que mi madre me había tenido presa. Me pregunté si tendría idea de que había llevado en mi vientre a su hija… y la había perdido.
Pese a que tomé las medidas que consideré oportunas, pese a que confiaba en que un giro de los acontecimientos, casual o celestial, volviera a reunirnos, me resigné a seguir con mi vida yo sola. Ya había causado demasiados problemas.
Un día vi un anuncio de un puesto de trabajo del que no daban muchos detalles, salvo que era un negocio nuevo que necesitaba un empleado fijo y para el que no era necesaria experiencia. En todos los demás sitios me habían despachado nada más cruzar la puerta para pedir empleo. Mi escasa estatura debía de haber desalentado a mis posibles jefes, por no hablar de mi falta de experiencia cuando la tasa de desempleo aún no se había recuperado del todo del envite de la Gran Depresión. Era indecible el número de personas que competían por un mismo puesto. Supuse que aquel empresario reaccionaría del mismo modo.
Pero esta vez no fue así. Me miró de arriba abajo, me pidió que le enseñara las manos, comprobó cómo cogía unas cuantas herramientas pequeñas y luego me habló de su nueva empresa.
Un popular fabricante de cámaras había introducido en el mercado un nuevo tipo de película con la que podían hacerse preciosas diapositivas en color, y el precio de la película incluía el revelado y la devolución de las diapositivas al cliente ya montadas y listas para proyectar. A la gente la gustaba enseñar fotos de sus vacaciones o acontecimientos familiares, pero el montaje de sus propias y anticuadas diapositivas resultaba tedioso. Aquello era lo último, lo más novedoso, un gran ahorro de tiempo, si bien un lujo. Y el precio reflejaba el lujo. Aquel empresario de Cincy había visto clara su oportunidad de negocio. Había ideado su propio sistema de montaje de las antiguas plaquillas de vidrio. Producía grandes cantidades de marcos de cartón prensado similares a los de la otra compañía. La gente podía llevarle los lotes de plaquillas de vidrio y él se las montaba por un precio razonable. Además, si se las dejaban un día, les garantizaba que podían recogerlas al día siguiente, en lugar de tener que esperar a que se las mandaran por correo como les sucedía a los usuarios de la otra película. Para gran satisfacción suya, el negocio estaba floreciendo. No daba abasto. Y ahí era donde entraba yo.
El señor Bartel consideró que mis dedos pequeños y ágiles eran perfectos para montar diapositivas. Me advirtió de que más me valía ir a trabajar todos los días y ser puntual, pero que podía empezar el lunes siguiente y que tendría libres los sábados por la tarde y los domingos.
Era viernes. Volví corriendo a la cafetería donde había encontrado el anuncio confiando en que el diario siguiera, por azar, donde lo había dejado. Si iba a empezar a trabajar en Cincy el lunes, necesitaría un lugar donde vivir y un modo de pagar el alquiler hasta que recibiera mi primer salario.
El periódico estaba esparcido en secciones por la cafetería, pero encontré los anuncios de alquiler de habitaciones y los examiné en busca de alguno prometedor que pareciera apropiado para una joven soltera y decente. Quién sabe si en aquel momento encajaba en esa descripción, utilizada y seca como me sentía tan poco tiempo después de dar a luz, desprovista de emociones tras haber perdido mi sueño de amor y familia, pero seguramente podría aparentar ser una joven saludable.
Pasé de largo de la primera casa al detectar su aspecto desaliñado: hombres de aire empalagoso en camiseta deambulando por el porche y fumando cigarrillos, y mujeres jóvenes en enaguas asomadas a las ventanas y chillándoles a otros hombres que estaban en la calle. ¿Decente?
La siguiente casa, en cambio, estaba en un vecindario tranquilo. Parecía recién pintada y habían barrido los escalones de entrada. La mujer que abrió la puerta era agradable y más o menos joven, y llevaba a dos niños pequeños colgados de sus faldas. Me miró de arriba abajo y estudió mis zapatos y mi ropa, y al parecer llegó a la conclusión de que le valía. Accedió a guardarme la habitación hasta las tres del día siguiente. Si volvía con el alquiler de dos semanas, el cuarto sería mío. La estancia, a la altura del ático, era agradable, soleada y estaba limpia. Por un poco más podía comer con la familia o llevarme la comida a donde quisiera, siempre que se lo avisara con un día de antelación.
Se me alborotó el corazón al calcular la cantidad: siete dólares por dos semanas, nueve si incluía las comidas. Una pequeña fortuna. Caí entonces en lo mucho que Robert debía de haber trabajado para garantizar el pago del alquiler de nuestra habitación, solo para que se echara a perder casi de inmediato. Yo nunca había ahorrado de una sola vez más que unas monedas de lo que me daban por mi cumpleaños y por Navidad, y me había gastado lo poco que había acumulado en café, té o billetes de tranvía mientras buscaba empleo.
La única solución que se me ocurrió fue recurrir a mi padre. Su inacción ante la determinación de mi madre, su negativa a decir una palabra en su contra, me habían hecho apartarme por completo de él, pero supuse que por lo menos me debía eso. Podía sonsacarle diez míseros dólares.
Volví corriendo a Shalerville con la esperanza de encontrarlo antes de que saliera de la consulta. Pasaba allí los viernes por la tarde, poniendo al día el papeleo y leyendo sus revistas médicas, salvo que lo llamaran para alguna urgencia. A los pacientes con dolencias leves, la enfermera les pedía que volvieran a llamar el lunes.
En mi precipitación por bajar del tranvía, me maravillé de la recuperación de mi cuerpo. Hacía solo unas semanas, mis entrañas habrían protestado, sacudidas por los golpes secos de mis pies en la acera.
No dije nada, no le di a la enfermera la oportunidad de pararme al pasar por delante de ella y me limité a aporrear con los nudillos la sólida puerta de la consulta de mi padre antes de abrirla. Contuve el aliento mientras él me estudiaba, con los ojos rebosantes de emoción. Una extraña mezcla de tristeza e inquietud.
—¿Isabelle?
«¿Eres tú de verdad —me preguntaron sus ojos— o el fantasma de tu yo anterior?». Ni yo misma estaba segura.
—Hola, padre. —Aquel trato formal aún me irritaba la garganta, pasaba por mi lengua como papel de lija, como la acusación que era—. Necesito diez dólares. Por favor, no me preguntes para qué.
Sin apartar los ojos de mí, se buscó la cartera en el bolsillo. Sacó un fajo fino de billetes y solo bajó la mirada para identificar dos de cinco dólares. Antes de doblarlos y deslizarlos por el escritorio, añadió otro de cinco.
—Ay, Isabelle —suspiró—, no te voy a preguntar, pero me gustaría saberlo. Supongo que te has ganado el derecho a tener tus secretos.
Su gesto compungido me pudo. Le confesé que había encontrado un empleo y un sitio donde vivir en la ciudad. Le recordé que ya era adulta, que tenía dieciocho años y que esperaba que esta vez, sabiendo adónde había ido y que no estaba haciendo nada que ofendiera a mi madre ni a mis hermanos ni que quebrantara su código moral, me dejaran en paz.
—Le contaré a tu madre lo que has decidido. Podrás marcharte tranquila —me dijo—. Y, cielo… siento… siento todo lo que ha pasado.
«Ay, papá». Casi pronuncié aquel lamento en voz alta. Casi corrí a su lado para abrazarme a su cuello y colgarme de él como una niña. Pero ya no lo era, y no podía hacerlo.
Dinero. Disculpas. Réplica a mi madre, por fin. Hasta desprecio a sí mismo.
Nunca sería suficiente. Me dirigí hacia la puerta.
—¿Isabelle?
Me volví a regañadientes.
—¿Recuerdas que me preguntaste por los carteles?
Asentí con cautela. Al parecer quería enmendar sus errores retomando aquella conversación. Demasiado tarde, me repetí. Pero esperé.
—No somos la única población que los tiene, ¿sabes?
Lo sabía. Los había visto aquí y allí cuando habíamos hecho viajes por carretera, con la misma frecuencia en Ohio que en Kentucky. Que el matrimonio interracial fuera legal allí no significaba que no hubiera pueblos como Shalerville.
Mi padre prosiguió:
—Aquí, en Shalerville, se consideró más civilizado que otras medidas de las que quizá hayas oído hablar. Mucho antes de que tú nacieras, los buenos ciudadanos de nuestra localidad echaron a todos los negros.
Enfatizó la palabra «buenos».
Me quedé pasmada. ¿Habían vivido negros en Shalerville? Había dado por supuesto que sencillamente nunca los había habido. ¿Por qué los echaron?
—Fue una época marcada por el miedo. En muchos lugares, la gente no sabía qué hacer con los esclavos negros liberados. Les parecía que estaban invadiendo sus tierras, amenazando a su ganado, así que utilizaban todas las excusas que se les ocurrían para echarlos de los sitios, como inventarse falsas acusaciones y convirtiendo a toda una comunidad en chivo expiatorio de los delitos de una persona… Pero no en Shalerville. Aquí no pasaba eso, decían. Cuando Shalerville se integró, los líderes pensaron que la apariencia de exclusividad atraería a residentes de clase alta. Así que les dieron a los negros una semana para recoger sus cosas y largarse. No había muchos, ya sabes, pero llevaban aquí tanto tiempo como cualquier familia blanca.
Movió la cabeza. Parecía un tremendo error. Pero supe por la mirada de mi padre que la historia no había terminado.
—La familia de Cora sirvió a los médicos de Shalerville durante generaciones, ¿sabes?
Recordé que Cora me había contado que su madre había trabajado para la familia que había vivido allí antes que la nuestra, en la misma casa. Asentí con la cabeza, y de pronto sentí náuseas.
—Desde hacía mucho tiempo eran propiedad del médico que había ocupado esa casa antes que el que la habitó antes que nosotros. Sus abuelos eran esclavos, cielo. Cuando les concedieron la libertad, decidieron quedarse allí. Eran trabajadores buenos y leales, y el médico era un buen patrón, les pagaba un salario decente. Cora y sus hermanos se criaron en una casita que estaba en el terreno de detrás; a su familia se le había otorgado la propiedad. Y el doctor Partin era mejor que la mayoría de los habitantes de este pueblo. Cuando obligaron a la familia de Cora a marcharse, les pagó la casa y les ayudó a encontrar otra en una zona segura. No estaba de acuerdo con aquellas normas, sobre todo con los carteles, pero se encontraba en inferioridad numérica. Decían que supondría una mejora de nuestra localidad. Pero, en realidad, aquellos hombres estaban deseando encontrar un motivo para hacer daño a alguien, como todos los demás. A saber lo que le habrían hecho a la familia de Cora si no hubieran satisfecho las exigencias de aquella gente. ¿Y sabes qué, cielo? Las cosas no han cambiado mucho.
El relato de mi padre era una advertencia, sutil y clara a la vez. Debía abandonar mis ilusiones. Jamás podría estar con Robert, no si quería que él y su familia estuvieran a salvo. Y era más que una advertencia. Se me hizo un nudo en la garganta. Se había destruido el hogar de una familia como consecuencia de absurdos prejuicios e ignorancia. Para mayor ofensa, nuestros actos, los de mi madre y los míos, habían puesto fin a una tradición familiar de servicio y respeto mutuo, de generaciones de antigüedad.
El sábado hice las maletas; esta vez disponía de más espacio que cuando me había ido la otra vez. Usé mi pequeña maleta, pero mi madre me cedió un par de morrales que me envió a mi cuarto a través de la señora Gray. Tenía más tiempo para entretenerme, pero me sentía menos inclinada al sentimentalismo. Me llevé solo unos cuantos recuerdos que ocupaban poco espacio. El resto lo metí en una maltrecha caja sin etiquetar que escondí en un rincón del ático, dando por supuesto que allí pasaría desapercibida salvo que yo decidiera volver a por ella.
Mi padre mantuvo su palabra y salí de casa sin miedo ni fanfarrias. Mis hermanos fueron tan parcos como de costumbre. Soporté un breve abrazo de mi padre, procurando mirar por encima de su hombro en vez de mirarlo a la cara. La despedida de mi madre consistió en un cauteloso movimiento de cabeza. Dio media vuelta y regresó a sus quehaceres antes incluso de que la puerta de mosquitera me golpeara los talones de los zapatos.
El lunes y el martes, de camino a la casa de los Clincke al final de mi jornada laboral, me abrí paso entre la riada de personas, peleándome con la multitud que avanzaba en bloque festivo hacia el Crosley Field para los dos últimos partidos del campeonato mundial. Me pareció una bonita metáfora del año anterior.
Sin embargo, no tardé en encontrar tranquilizadora, si no reconfortante, la rutina de mi nueva vida. Del trabajo a casa. Del trabajo a casa. Mis caseros eran agradables pero no invasivos. Yo satisfacía el deseo de Rosemary Clincke de tener una huésped respetable que saliera de casa temprano y regresara a ella temprano, antes de que al sol se le ocurriera siquiera ponerse, durante todo el otoño. Mi buena disposición para echar una mano la complacía. Removía la olla de la cena o ponía la mesa mientras ella atendía una de sus múltiples tareas relacionadas con los niños, que me pareció que se multiplicaban como conejos en los días posteriores a mi llegada. Agradecí que no tuviera ningún bebé; eso habría hecho mi pérdida mucho más difícil de sobrellevar. Sin embargo, la protuberancia de su cintura, que yo había supuesto que era peso remanente de su último embarazo, empezó a aumentar y no tardó en recordármelo.
Parecía feliz con su creciente camada y su marido actuaba con orgullo, y al volver a casa de su trabajo como superintendente de una empresa de albañilería, les daba una palmadita a los mayores, que estaban terminando sus deberes, o lanzaba a los más pequeños por los aires mientras estos rebosaban puro gozo. Sin embargo, una noche, mientras lo observábamos, Rosemary me dijo en voz baja:
—Cuando conozcas a un hombre, espera un poco antes de empezar a pensar en casarte y formar una familia. Debéis pasar tiempo juntos antes de que vengan los niños. Es lo único que lamento, que Dios los bendiga.
Rosemary miraba afectuosamente a sus hijos, pero el brillo agotado de sus ojos indicaba que la situación a veces la superaba. Asentí y sonreí, pero no sentía un vínculo tan estrecho con ella como para contarle mi secreto y tampoco quería abrumarla con él.
El trabajo era bastante fácil. El señor Bartel me enseñó el procedimiento el primer día, cómo encajar con cuidado los marcos de cartón prensado que él había construido alrededor de los cuadrados de vidrio de doble capa, pegarlos, etiquetarlos y empaquetarlos en cajitas. Para la tarde siguiente, ya casi lo dominaba. La tienda estaba tranquila, salvo por el tintineo ocasional de la campanilla de la puerta que sonaba cuando los clientes pasaban a dejar o a recoger sus encargos. También realizaba algunas tareas domésticas y administrativas que el señor Bartel no tenía tiempo de hacer él mismo. Con el tiempo, me permitió ayudar a los clientes si él estaba ocupado. Principalmente me encaramaba en un taburete alto delante de una mesa vacía donde solo estaban las herramientas y los materiales imprescindibles para mi rutina y organizaba, mecánicamente, los recuerdos de los demás. El olor del cartón prensado y el adhesivo me resultaban curiosamente relajantes.
Antes de empaquetar las plaquitas de vidrio montadas comprobaba rápidamente si había algún defecto que tuviera que corregir el señor Bartel, pero si por casualidad le sacaba ventaja o tenía solo un pequeño montón de plaquitas que montar y ninguna otra tarea pendiente, me lo tomaba con calma. A veces sostenía algunas cerca de la lámpara para estudiarlas más detenidamente. Casi siempre eran paisajes o pequeños grupos de personas, sentados o de pie, hombro con hombro, que posaban para conmemorar alguna ocasión especial. Analizaba la expresión de sus rostros, la tensión de sus hombros, el espacio dejado intencionadamente entre las respectivas costillas y caderas. Trataba de averiguar si eran verdaderamente felices o si también ellos respiraban con cautela, si guardaban secretos como el mío en sus corazones, cerrados, enojadizos, adormecidos y distantes, todo en la misma inhalación y exhalación de aire. El atisbo de algo demasiado familiar me llevaba de inmediato a la siguiente diapositiva y enterraba mis emociones en la rutina.
Una mañana de finales de otoño, una diapositiva particularmente difícil, mal cortada, se negaba a encajar en el marco como debía. Yo debía llevar los guantes de suave algodón que el señor Bartel me había proporcionado para proteger tanto las diapositivas como mis dedos, pero, cuando me costaba, a veces me desprendía de uno o de los dos para tener un mayor control. Esa mañana me quité el derecho. Intentando alinear la diapositiva con el cartón prensado, separé las dos piezas de vidrio y arañé con la uña la superficie emulsionada.
Maldije por lo bajo y comprobé si el señor Bartel había reparado en mi consternación. Estaba ocupado, así que me puse enseguida el guante y levanté la diapositiva a la luz para ver si la había estropeado mucho. Me encogí de miedo al ver el enorme arañazo diagonal. Una buena fotografía echada a perder. Estudié varias de las diapositivas que la precedían en orden, así como algunas que la seguían. Como sucedía a menudo, la diapositiva arañada se encontraba entre dos instantáneas prácticamente iguales. Los fotógrafos tendían a disparar varias veces a la misma escena para capturar la mejor composición. En las cinco diapositivas de aquel retrato de familia informal aparecían las mismas figuras diminutas, más o menos en la misma pose. Antes de arañarla había observado que los rostros eran negros. No era corriente encontrar diapositivas de gente de color, pero tampoco era del todo inusual.
Volví a mirar al señor Bartel, luego me guardé la diapositiva estropeada en el bolsillo del vestido. Jamás lo sabría. Seguramente el cliente que recogiera las diapositivas terminadas nunca notaría que faltaba una entre varias similares, ni que, en el recuento de las devueltas, había una de menos.
Podría haber reconocido mi error, pero aún era nueva en el puesto. Temía que, si el señor Bartel se enteraba de que había hecho caso omiso de sus instrucciones de llevar siempre guantes y que además había estropeado una diapositiva perfectamente válida, como mínimo se enfadaría, quizá incluso me lo descontara de mi sueldo. En el peor de los casos, puede que me despidiera. Acababa de empezar a respirar tranquila sabiendo que podía pagarme el alquiler y las comidas en casa de los Clincke, y aún me quedaba algo para necesidades prácticas y algún entretenimiento económico ocasional. Además, me sentía extrañamente atraída por aquel retrato de familia, casi como si hubiera estado predestinada a estropearlo para tener que llevármelo a casa. Quizá quisiera estudiarlo mejor, imaginar que era mi familia. Podría haberlo sido.
Me apresuré a terminar aquel pedido y luego los otros, mirando apenas las diapositivas que enmarcaba. Las sostenía en alto un momento para comprobar rápidamente su calidad y después empaquetaba las bandejas, sin quitarle el ojo de encima al señor Bartel por si estuviera esperando a que concluyera mi jornada para reprenderme. Suspiré aliviada cuando esa tarde me marché y él se despidió como siempre con la mano, murmurando, sin apenas mirarme a la cara, que me vería a la mañana siguiente.
Después de ponerme el camisón esa noche, saqué la diapositiva estropeada del bolsillo de mi vestido. Estudié el grupo a la luz de la lámpara de mi escritorio, preguntándome qué ocasión habría requerido un recuerdo visual tangible como aquel. Me imaginé entre ellos.
Al final, envolví el diminuto cuadrado de cartón prensado y vidrio en un pañuelo y lo guardé al fondo del cajón de mi cómoda.
A la mañana siguiente fui al trabajo sin ganas, de nuevo preocupada por que el señor Bartel hubiera descubierto de algún modo mi fechoría, probablemente cuando el cliente hubiera vuelto a recoger sus diapositivas. En cuanto llegué miré en el cajón que había junto al registro, buscando con la vista el nombre que recordaba del pedido.
El señor Bartel realizaba sus actividades matinales detrás de mí.
—¿Buscas algo en particular? —me preguntó.
Me volví para ver si me escudriñaba muy de cerca.
—Pensaba que había olvidado meter el resguardo de un pedido de ayer con su bandeja.
—A mí me parece que están todos bien.
—Ah, vale, entonces bien.
—Esta mañana han venido a recoger varios pedidos antes de que me diera tiempo siquiera a darle la vuelta al rótulo de la entrada.
El corazón se me serenó. El señor Bartel solía llegar temprano para adelantar el trabajo del día, y también asistía a los clientes madrugadores. Me había perdido al que había recogido las diapositivas. Qué se le iba a hacer.
Sin embargo, por las noches, sola en mi cuarto, a menudo sacaba la diapositiva estropeada del cajón de la cómoda, cuidadosamente envuelta en mi pañuelo, y me quedaba dormida con ella pegada al pecho.
En mis días libres vagaba por los barrios próximos de Cincy, paseando por los mercados donde carniceros y verduleros pregonaban sus mercancías y las amas de casa buscaban la mejor calidad antes de dar sus monedas, más abundantes entre la economía floreciente y los rumores de guerra en Europa.
Una tarde, cuando el frío del invierno se apoderaba de la ciudad, me encontré sobrepasando la línea invisible que separaba el territorio blanco del de color, un mercado donde la frontera no estaba marcada tan claramente como en los demás sitios. Yo no era la única mujer blanca del lugar, ni una joven que se me acercaba era la única negra. Pero, cuando chocamos, apartando de pronto la vista de lo que escudriñaba cada una, las dos hicimos un aspaviento.
Era Nell.
Su rostro se endureció, pero, al ver que yo no miraba hacia otro lado, al ver que la obligaba a mantener el contacto visual con mi mirada de impotencia, esperanzada, sus ojos se ablandaron, brillaron por los bordes, revelando una vulnerabilidad que probablemente lamentaba pero que no podía evitar. No obstante, su voz sonó fría y firme cuando respondió a mi cauteloso saludo. Inclinó la cabeza a modo de reverencia.
—Señorita Isabelle.
—Ay, Nell, no hay necesidad de que me llames eso. Ahora solo somos tú y yo. Soy una chica trabajadora y vivo en un cuarto de alquiler. De todas formas, siempre me dio igual.
—Muy bien, entonces —dijo—, Isabelle.
—No te culpo por despreciarme. Te he arruinado la vida, se la he arruinado a tu madre. Y a Robert.
Me dolía hasta pronunciar su nombre. Lo echaba tanto de menos. El fin de nuestra historia me había derrotado.
Ella cerró los ojos.
—Nos va bien, nos ocupamos de nuestras cosas.
Como dudaba que fuera a decirme nada más y consciente de que aquella podría ser mi única oportunidad de averiguar lo que había sido de ellos, me lancé. La cogí de la mano izquierda y me la acerqué para ver de cerca el anillo de plata que llevaba en el dedo anular.
—¿Te has casado?
Asintió con la cabeza.
—¿Con el hermano James?
Nell volvió a asentir.
—Ay, Nell, cuánto me alegro por ti. Era tu sueño. Debes de ser muy feliz.
Apartó la mano, pero un sutilísimo esbozo de sonrisa la delató. James y ella estaban destinados a estar juntos, aunque mis actos hubieran precipitado sus planes.
—¿Vais a tener familia pronto?
Nell se llevó la mano al abdomen, justo debajo de las costillas. Su vientre estaba un poco más abultado que el mío en ese momento, pero la noté perpleja, como si yo hubiera adivinado que estaba en estado, aunque fuera solo una conjetura afortunada por mi parte.
—Enhorabuena. Me alegro mucho por ti, Nell. Y… ¿tu madre?
Ya no me creía con derecho a llamar a Cora por su nombre de pila.
—Mamá está bien. Consiguió un trabajo en las casas nuevas, aquí en Cincy, en lo alto de la montaña. La tratan bien, pero es un trayecto largo para hacerlo dos veces al día.
Aunque el tono de Nell iba cargado de reproche, me alegré de que Cora no hubiera quedado completamente excluida del único trabajo que sabía hacer.
Intuía que Nell no pronunciaría aquel último nombre, el que seguramente era consciente de que me costaba más pronunciar, por el que sentía mayor curiosidad, pese a lo mucho que apreciaba a toda su familia. Y tras un doloroso silencio, mi conciencia tampoco me permitió hacerlo. Recordé la conversación que mantuve con su madre antes de que mi embarazo empezara a notarse. Recordé la advertencia tácita de mi padre. Recordé mi deuda con la familia de Nell.
—Bueno —dije—, ha sido estupendo verte, Nell. Me alegra mucho que a tu madre y a ti os vaya bien. Y lo siento. Siento todo lo que ha pasado.
Di media vuelta antes de que pudiera ver las lágrimas que me inundaban los ojos y amenazaban con desbordarse.
Pero ella me sorprendió. Me cogió por el codo cuando empezaba a alejarme y me volví despacio para mirarla.
—Robert va a alistarse en el ejército en cuanto termine sus estudios en Frankfort. Quizá dentro de solo un año. Tienen programas acelerados para los futuros reclutas.
Se me agarrotaron todos los músculos de las manos, la espalda, la cara. Me alegraba que hubiera retomado sus estudios y fuera a terminarlos tan pronto, pero ¿lo otro? Era lo último que habría esperado. Las noticias de la guerra en Europa y los rumores de que pronto entraríamos en ella habían generado un reclutamiento en tiempo de paz y ahora los jóvenes se estaban alistando en cantidades ingentes, en reserva y a la espera de entrar en combate. Pero yo jamás había imaginado una vida en el ejército para un joven negro. ¿Cómo sería? ¿Qué haría? ¿Cómo lo tratarían? Si había una guerra, ¿sobreviviría?
—Espera poder servir como médico, pero aceptará el puesto que le den, no se puede elegir.
Por fin escupí unas palabras, todo mentiras.
—Eso es… estupendo. Imagino que será feliz si puede iniciar sus prácticas como médico a la vez que presta servicio. —Nell ladeó la barbilla, revelando así su duda—. E imagino que las chicas harán cola para verlo partir. Quizá incluso haya alguien especial que lo espere hasta que vuelva.
Aquellas palabras me abrasaron la garganta. No podía preguntárselo directamente, pero debía saberlo. ¿Todavía pensaba en mí?
—Espero que tengas razón —contestó, y estoy segura de que me oyó hacer un aspaviento, pese a que procuré que fuese inaudible.
Bajó la mirada y entonces fue ella la que dio media vuelta para irse. Aquel momento se había vuelto muy incómodo para las dos. Aun así, la observé mientras se alejaba. Al final se detuvo en el puesto de un verdulero y noté que fingía inspeccionar un manojo de brócoli que luego compró. Su evasiva y su lenguaje corporal eran claros. Robert había seguido adelante, en más de un aspecto.