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Dorrie, en la actualidad

El mecánico fue a buscarnos al hotel a la mañana siguiente y seguimos nuestro viaje. La señorita Isabelle había guardado un silencio hermético respecto al día en que se había puesto de parto, pero en cuanto estuvimos en marcha de nuevo, en la dirección correcta y a hora y media de Cincinnati, le pregunté discretamente qué había sucedido después de que rodara por las escaleras.

Mi curiosidad me había parecido cruel, pero me daba cada vez más la impresión de que necesitaba contarme aquello, purgarse de parte del dolor antes de llegar. (Cuarenta vertical, seis letras: limpiar, purificar algo, quitándole lo innecesario, inconveniente o superfluo. «Purgar». Hasta pensar en la palabra resultaba doloroso). Como si experimentara una especie de curación al contármelo.

Cuando me habló de la negativa de su madre a dejarla ver al bebé, su tono monótono reveló su pesar. Esta vez, cuando ella enmudeció, brotaron lágrimas de los rabillos de mis ojos. Parpadeé todo lo que pude, luego me pasé un dedo con disimulo para limpiármelas, confiando en que pensara que los ojos me lloraban por el resplandor del sol de mediodía que atravesaba el parabrisas.

—¿Qué la hizo así? —pregunté con un nudo en la garganta que me entrecortaba la voz—. Tengo miedo de fallarles a mis hijos, señorita Isabelle.

Pensé en Stevie Junior, solo en casa con sus torpezas, haciendo frente a los ultimátums de las dos partes, acertados o desacertados, pero ambos igualmente críticos. ¿Cómo iba a hacer frente a aquello el pobre niño?

Había hablado brevemente con él esa mañana. Estaba hundido y avergonzado de que la señorita Isabelle hubiera sido testigo de su rabieta. Se disculpó por haberme gritado, lo que me hizo albergar cierta esperanza. Le dije que sentía que debía estar allí, que quería estar allí ahora que los dos nos habíamos calmado un poco, pero él me respondió que no importaba y me prometió que esperaría uno o dos días más antes de hacer nada. Bailey había accedido a no decírselo aún a sus padres ni hacer nada precipitado, al menos hasta que yo volviera a casa, porque solo serían unos días más. Él le había dado a Bebe el dinero para que lo pusiera a buen recaudo, y aunque ella le había insistido mucho en que le contara de dónde lo había sacado, lo único que le contestó fue que necesitaba que lo guardara en un lugar seguro y que no le dijera dónde. Aquello me hizo reír un poco. Mi madre estaba allí, pero era Bebe, con sus doce años, la única a la que se le podía confiar el dinero. Eso lo sabíamos todos.

—Solo puedes actuar como querrías que lo hicieran ellos —señaló entonces la señorita Isabelle—. Te verán y luego tomarán sus propias decisiones. Después cruza los dedos y confía en que no se equivoquen. Pero no los vas a decepcionar, Dorrie. No más que cualquier madre imperfecta que ama a sus hijos más que a sí misma.

—Pero ¿cómo cruzó ella esa línea? ¿Por qué su madre la decepcionó tanto?

—Eran otros tiempos, Dorrie. Y también yo había cruzado una línea imperdonable… para esa época. Aunque cueste aceptarlo, cualquier otra madre que conociéramos probablemente habría reaccionado del mismo modo. Además, yo te estoy contando esta historia desde mi perspectiva, la de una joven de diecisiete años. Resulta paradójico que los jóvenes suelan ver las cosas blancas o negras, Dorrie. O todo o nada. A veces, pese a su entusiasmo por abrazar el cambio, les lleva años de experiencia tener una visión de conjunto. Aun así, dudo que mi madre realmente aprendiera a quererme como es debido. De niña, apenas satisfizo sus necesidades básicas, y de adulta, su mayor empeño era aferrarse al estatus que creía que la salvaría. Sinceramente, pienso que todo se reducía al miedo. Le preocupaba tanto lo que la gente que nos rodeaba pudiera pensar que se olvidó… de mí.

Me dio lástima de ella. Pese a lo mal que lo había hecho mi propia madre, soltera, demasiado joven y demasiado ignorante, y lo loca que me volvía ahora con su dependencia de mí, yo nunca, jamás, había cuestionado su amor. Siempre había sabido que, a su manera absurda, impulsiva, poco fiable y rara, me quería. Había reconocido el orgullo en sus ojos cuando me veía con mis hijos, o cuando me veía obrar mi magia en el pelo de algún cliente, aunque no entendiera mis métodos ni compartiera mi autodeterminación. Por supuesto, mi madre me había decepcionado muchas veces, pero jamás como la suya le había fallado a la señorita Isabelle.

Al frente y hacia el este, en el horizonte ahora visible, una serie de puentes cubría el río Ohio, mientras que los rascacielos se alzaban en masa al otro lado, creando la ilusión de que íbamos a cruzar a una isla, aunque, después de haber estudiado el mapa por el camino, sabía que no era así.

Los ojos de la señorita Isabelle se llenaron de algo que me costó identificar; como una de esas pelotas de gomas elásticas, de distintas texturas y colores, todas mezcladas, las emociones que recogía su mirada eran una maraña.

Por fin habíamos llegado a Cincinnati.

La ciudad de las siete colinas, decía la señorita Isabelle que la llamaban, aunque, al contarlas, hubiera más de siete.