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Isabelle, 1939

Nell soltó un mechón chisporroteante de la plancha y lo alisó en una onda que dejó colgando delante de mi oreja.

—Vas a ser la chica más bonita de la fiesta —dijo distrayéndome del escrutinio de mi sencillo vestido negro.

Ladeé la cabeza para estudiar su obra, luego la meneé con cuidado para no deshacer el peinado que le había llevado más de una hora lograr. Recio y testarudo, mi pelo oscuro se enroscaba solo de las formas más inadecuadas. De momento, las ondas encrespadas colgaban alrededor de mi rostro como los delicados flecos de la pantalla de una lámpara. Pero pronto parecería más un crespo pasamano en zigzag. Tendría que meterme una cinta en el bolsillo para recogérmelo después.

Resoplé.

—Nell Prewitt, yo jamás seré la chica más bonita de ninguna fiesta, pero te agradezco el cumplido.

Me habían dicho que tenía un rostro inteligente y unos rasgos llamativos, pero nunca que fuera bonita, ni siquiera cuando era muy niña y llevaba vestiditos cortos y zapatos de charol. Ya cerca de cumplir los diecisiete, había aceptado que, en las fiestas a las que mi madre me obligaba a ir, los chicos nunca se fijarían en mí, sino en las chicas más sumisas, las que llevaban vestidos de volantes y colores pastel. Pero yo habría odiado que se me asociara a la palabra «pastel», ya fuera aplicada a mi aspecto o a mi personalidad. Ni siquiera me complacía del todo que me tildaran de seria, adjetivo que les oía a las demás chicas más que cualquier otro. «Ay, ¿por qué estás tan seria?», me preguntaban mordiéndose los labios y pellizcándose las mejillas al tiempo que estudiaban sus reflejos, comprobando la correcta aplicación de los polvos y el colorete que sus madres les dejaban usar, o asomándose por encima del hombro para asegurarse de que las costuras de las medias iban rectas y les adelgazaban las pantorrillas.

—En cualquier caso —le dije a Nell—, debería empezar a peinarme sola. Las mujeres de hoy en día son independientes. Hacen las cosas por sí mismas.

Nell se encogió como si la hubiera abofeteado. Caí en la cuenta demasiado tarde de que mi afirmación había carecido de tacto y resultaba ofensiva. Nell llevaba años ayudándome a vestirme y acicalarme para las fiestas y ocasiones especiales, no solo como empleada del hogar sino también como amiga. Jamás asistiríamos a una fiesta juntas, por supuesto, por lo que los preparativos se convertían en nuestro particular rito de iniciación. Sin embargo, pese a la confianza que nos teníamos —éramos amigas del alma más que la niña privilegiada y la doncella de su madre—, ella jamás se habría atrevido a confesarme que le había ofendido que la dejara de lado tan fácilmente.

—Ay, Nell, lo siento. No es por ti.

Suspiré y la agarré de la manga, pero, aun así, Nell no dijo nada. Se apartó ligeramente y retomó la tarea. Fue como si se hubiera abierto una pequeña brecha que generara una distancia que nunca antes había habido entre nosotras.

Además, pese a la confianza que nos teníamos y a que había compartido con ella cada acontecimiento de mi vida, no podía hablarle a Nell de mis planes de esa noche. Desde luego que haría acto de presencia en la fiesta de Earline. Pero después le diría a mi anfitriona que mi madre me necesitaba en casa. Y entonces me escaparía.

Ya había sufrido más de lo que podía tolerar aquellas aburridas veladas de juego que los padres organizaban para mantenernos a los jóvenes de nuestra pequeña y segura camarilla fuera de peligro, lejos de la tentación de los glamurosos clubes nocturnos de Newport, a solo unos minutos de distancia, casi en los límites de nuestra pequeña población. Cuando era más joven, veía a mi tía prepararse para salir por las noches, su cuerpo envuelto en atrevidos vestidos por la rodilla que fluían sueltos por sus caderas y sus hombros como las túnicas de las diosas griegas, rematados de brillantes cuentas de azabache o bordados de lentejuelas que destellaban como plumas de pavo. Sus acompañantes pasaban a buscarla vestidos con trajes oscuros y ajustados que resaltaban sus anchas espaldas. Mi madre la observaba apretando los labios y frunciendo el ceño. Se quejaba de que la extravagancia de su hermana nos deshonraría a todos. A fin de cuentas, siendo como éramos la familia del único médico de Shalerville, teníamos una reputación que mantener. Pero tía Bertie tenía sus propios ingresos y le recordaba a mi madre que no dependía de la familia. A mi madre no le quedaba más remedio que dejarla entrar y salir cuanto quisiera.

A veces, cuando volvía tarde, yo me colaba en su cuarto y le rogaba que me contara cosas de los sitios en los que había estado, y tía Bertie, con la ropa perfumada de humo de cigarrillo y el aliento de algo dulce, punzante y vagamente peligroso, me lo contaba, de forma abreviada, suponía yo ahora. Me hablaba en susurros de los vestidos de las otras mujeres, de sus acompañantes, de la música, el baile, los juegos, la deliciosa comida y la bebida. Aquellos destellos bastaban para iluminar las diferencias entre sus aventuras y los tediosos eventos a los que asistían mis padres. Volvían a casa con sus sombríos atuendos, revelando un entusiasmo por la vida aún menor que cuando se habían ido, lo que convertía su salida en un rotundo fracaso. Tía Bertie terminó marchándose; mi madre ya no estaba dispuesta a tolerar más tiempo su absoluta inobservancia de nuestras normas domésticas. Apenas unas semanas después, su ebrio acompañante hizo un mal giro con el coche y se despeñó, provocando la muerte instantánea de los dos. Pese a que la tristeza la retuvo en cama varios días, oí estupefacta cómo mi madre comentaba que tía Bertie había recibido su merecido por vivir de aquella forma. A los niños no nos dejaron ir al funeral. Yo lloré sola en mi cuarto mientras ella y mi padre asistían al oficio, y nunca más volvimos a hablar de su hermana.

Aún echaba inmensamente de menos a tía Bertie. Y esa noche confiaba en vislumbrar alguna de las cosas de las que ella me había hablado en susurros. A principios de semana, me habían sentado con una chica nueva en la escuela. Trudie, que venía de Newport, se había mudado a Shalerville para vivir con su abuela. Las otras chicas la insultaban o ignoraban; cualquiera que llegara de nuevas a nuestro pueblo era sospechoso, pero alguien de Newport lo era el doble. A ella no parecía importarle. Recibía con indiferencia sus desaires, su esfuerzo concertado por pasar delante de ella en la cola del comedor para que no cupiera en sus mesas, aunque tampoco ella habría querido sentarse a su lado. Trudie me contó que su madre la había instado a mudarse para apartarla de las malas influencias de Newport —«Newpert», pronunciaba ella juntando consonantes y vocales aún más que nosotros sin que pudieran distinguirse las sílabas— y a ella no le entusiasmaba el cambio de entorno. Yo le pregunté qué le parecía la vida en nuestra localidad y a ella pareció divertirle mi interés y sorprenderla, teniendo en cuenta cómo la rehuían las otras chicas. Al día siguiente, me llevó a un aparte después de clase y me dijo que iba a ir a su casa el fin de semana. Me preguntó si querría reunirme con ella en el centro el sábado por la noche. Ella me enseñaría todo aquello. Quizá podríamos incluso colarnos en el nuevo club nocturno del que hablaban sin parar sus amigos de Newport, un local pequeño y limpio con buena música y baile.

Una emoción indescriptible hizo que me hormigueara el rostro mientras consideraba su propuesta. Aunque detestaba las limitaciones de mi propia vida, sabía que no debía ir a Newport de noche, pero me tentaba la idea. Mis padres jamás accederían, desde luego, lo que significaba que tendría que escaparme. Pero, una vez allí, no estaría sola, y tendría la oportunidad de ver algo de lo que, hasta la fecha, solo había oído hablar. Ninguna de mis amigas habría tenido el valor de ir.

Más tarde oí a mis hermanos mayores hablar con un amigo del Rendezvous, el nuevo club del centro, en Monmouth Street. Tenía clase, decían, y era un lugar adecuado para llevar a sus chicas, aunque, por desgracia, no podrían ir allí el sábado porque les habían prometido llevarlas al cine. Su mala fortuna fue mi gran suerte. Me tranquilizó que pensaran que el Rendezvous era un local lo bastante decente como para llevar allí a sus novias. Al menos un poco. Al día siguiente, en la escuela, le dije a Trudie que iría, aun cuando las entrañas se me encogían a modo de advertencia. Quedamos en vernos el sábado a las siete y media en la puerta del Dixie Chili.

Nell le estaba dando un último repaso a mi pelo cuando se oyó por la ventana el claxon de un automóvil.

—No sé hacerlo mejor. Salga corriendo. Disfrute de su fiesta.

Llevada por un impulso, la abracé.

—Ay, eso haré, Nell. Ya verás. Mañana tendré un montón de historias que contarte.

Ella se pegó a la puerta. Ignoro qué la dejó más perpleja, si mi súbito afecto o mi entusiasmo por una fiesta del grupo dominical que sabía que había odiado desde la primera vez, cuando caí en la cuenta de que siempre serían iguales. Los mismos chicos y chicas. Los mismos juegos sosos. El mismo montón de nada.

—¿Señorita Isabelle?

Miré por encima del hombro.

—Tenga cuidado.

—Ay, Nell, ¿qué me puede pasar?

Nell frunció los labios, se cruzó de brazos y volvió a recostarse en la puerta. Se parecía tanto a su madre, con el rostro turbado por la preocupación, que me asusté. Pero di un manotazo al aire sin volverme, como restándole importancia, y bajé a toda prisa las escaleras, deteniéndome en el descansillo. Sabía que mi madre esperaba cerca de la puerta principal para dar su visto bueno a mi vestido, mi peinado y mi actitud en general.

—Te he oído —me advirtió—. Una señorita no corre. Ni baja las escaleras trotando —añadió dándome un golpecito en el hombro con las gafas.

—Sí, señora.

Me escabullí y la dejé atrás.

—¿Por qué llevas ese vestido? No es en absoluto adecuado para una fiesta —dijo, ceñuda.

—Por ninguna razón en particular —contesté.

Papá apareció entonces, con las gafas por la nariz mientras estudiaba el periódico que sostenía. Se las subió y me miró.

—Vaya, mariposita. Estás preciosa. Diviértete en la fiesta.

Mi madre sorbió por la nariz.

—Los Jones te llevan y te traen esta noche. No llegues más tarde de las once y media.

—Por supuesto, madre. Podría convertirme en pordiosera si no estoy en casa antes de medianoche.

—Isabelle, cuida tus modales.

Me observó mientras recorría el camino de entrada. Sospechaba que seguiría mirando sin cerrar la puerta hasta mucho después de que el coche hubiera desaparecido.

Había eludido su pregunta sobre mi vestido, pero no pude evitarla del todo. Sissy Jones asomó la cabeza por la ventanilla del asiento de atrás del coche de su padre.

—Isabelle, querida, ¿qué llevas puesto? Parece que vas vestida para un funeral con ese trapo viejo.

Estaba en lo cierto. Había llevado ese mismo vestido sencillo y oscuro al funeral de mi abuelo hacía unos meses, pero era la única prenda de mi armario que no me hacía parecer una chiquilla. Había revisado concienzudamente la bisutería que tía Bertie me había ido dando durante años para que me disfrazara hasta que encontré un broche de cuentas que mis juegos no habían deteriorado mucho y me lo guardé en el bolso también. Me alegraría un poco aquel vestido viejo y sencillo prendiéndome el broche del cuello, y con eso tendría que valer. Seguramente no todas las mujeres que frecuentaban los clubes de Newport serían tan glamurosas como lo había sido mi tía. Con suerte, mi sencillo vestido no llamaría la atención. Lo único que me proponía quedando con Trudie, después de todo, era ver cómo eran las cosas al otro lado del muro invisible que las madres de Shalerville habían levantado para mantenernos a raya.

—La boba de Cora —le dije a Sissy—. Se llevó todos mis vestidos para adecentarlos y plancharlos hace días y aún no me los ha devuelto. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Crucé los dedos a mi espalda mientras soltaba la mentira. El rostro de la madre de Nell habría revelado su perplejidad ante mi afirmación más que el de la propia Nell cuando la había ofendido hacía un momento. Cora a menudo me parecía más madre que la mía; casi siempre había sido ella la que me había curado cuando me había caído y hecho una herida en la rodilla, y la que me había estrechado contra su pecho suave y perfumado de jabón y almidón cuando uno de los desplantes de mi madre me había hecho llorar. Pero necesitaba justificar mi inusual atuendo y, como Cora no lo sabía, no podía ofenderse.

—Gracias por recogerme, señor Jones. —Me instalé al lado de Sissy—. No hace falta que me traiga después a casa; me iré temprano.

Sissy ladeó la cabeza. Me escudriñó ceñuda.

—¿Y cómo te propones volver a casa? —preguntó. Todo el mundo sabía que mi madre no me dejaba regresar a casa andando de noche.

—Ah, bueno, Nell y su hermano vendrán a buscarme.

—Entonces ¿te irás antes de que anochezca? ¿Para qué te molestas en venir si te vas a ir tan temprano?

A los negros no se les permitía rondar las calles de nuestra localidad después de anochecer, pero no había contado con que Sissy cayera en eso tan rápidamente. Claro que ella era astuta, más lista de lo que le convenía y nunca había sido mi amiga favorita, aunque nuestras madres se habían empeñado en que lo fuéramos desde muy niñas. Ella era una de las chicas que se habían portado fatal con Trudie, e imaginar la cara que pondría si supiera mis verdaderos planes me hizo sonreír.

—Solo podré quedarme alrededor de una hora, pero no creerás que iba a perderme la fiesta de Earline, ¿verdad? —pregunté, y la miré desafiante. Sabía bien lo mucho que yo detestaba aquellas fiestas, pero también que jamás desaprovecharía la ocasión de escapar de mi casa un sábado por la noche—. Me iré mucho antes de que anochezca.

De hecho, había tenido suerte. Ahora contaba con la excusa perfecta para abreviar mi estancia en la fiesta de Earline. A fin de cuentas, no iba a meter en un lío a Nell y a Robert, o algo peor, obligándoles a salir después de que hubiera anochecido. Tendrían que estar de camino a casa mucho antes de que el sol arrojara sus últimos rayos sobre nuestra pequeña y aburrida urbe.

El señor Jones nos dejó en casa de Earline y yo soporté con estoicismo el habitual frenesí de abrazos, chillidos y besos en la mejilla de las otras chicas. Varias de ellas le lanzaron a mi vestido la misma mirada recelosa que mi madre y Sissy le habían otorgado, pero resté importancia a sus comentarios. La próxima vez sacaría la boquilla de jade que tía Bertie me había dejado en herencia, la que llevaba escondida en el bolso esa noche junto con mi maquillaje de contrabando. Les robaría un cigarrillo a mis hermanos cuando estuvieran despistados y luego pediría a uno de los chicos llenos de acné de la fiesta que me encendiera el Camel para ver la cara que ponían las otras chicas.

Angustiada, conté los minutos hasta que hube cumplido con mi obligación. Exactamente una hora después, di las gracias a Earline y fui a la cocina en busca de su madre.

—Gracias por invitarme, señora Curry. La fiesta ha sido estupenda, y mi madre le envía recuerdos.

—¿Ya te marchas, cielo? —preguntó.

—Sí, señora. Mi madre necesita ayuda con los preparativos de una cena familiar especial para mañana.

No era del todo mentira. Mi madre había invitado a las novias de mis hermanos a cenar con nosotros el domingo. Tenía previsto quedarse en casa después del oficio dominical para ultimar los preparativos, pero la señora Curry y mi madre rara vez hablaban salvo en la iglesia. Cuando volvieran a verse, la madre de Earline ya habría olvidado por completo que yo me había marchado pronto.

—No he oído llegar ningún coche —me dijo.

—Nuestra doncella y su hermano me acompañarán a casa. Los esperaré en la entrada principal.

La señora Curry me apretó distraída el hombro y siguió rebanando los diminutos sándwiches que parecían obligatorios en esas fiestas. Creo que a algunas de mis amigas incluso les gustaban.

—Ten cuidado, querida. Nos vemos mañana por la mañana.

—Buenas noches, señora Curry.

Recorrí de puntillas el pasillo principal, deteniéndome para echar un vistazo al salón, donde mis compañeras le daban vueltas y vueltas a Freddy para que pudiera ponerle la cola al burro. Ya éramos demasiado mayores para ese juego, pero las chicas aún se aturullaban y albergaban esperanzas cuando los chicos que les gustaban intentaban prenderles la cola del burro de sus vestidos, así que seguían jugando. El pobre Freddy, que veía tan poco sin las gafas que no tenía sentido que se pusiera la venda, daba tumbos por todo el salón. Mientras todos estaban distraídos riéndose de él, me escabullí y cerré la puerta principal a mi espalda, sin llegar a encajarla para que el chasquido no alertara a nadie e hiciera que se asomaran por la ventana y me vieran marcharme sola. Una señorita sin acompañante en las calles de Shalerville, Kentucky, población de mil quinientos habitantes —tres arriba, tres abajo— no era del todo inusual, pero la ciudad entera conocía a mi madre. No obstante, en apenas un kilómetro cogería el tranvía para hacer el corto trayecto hasta Monmouth Street.

Sin embargo, los nervios empezaron a traicionarme. Aun de día, Newport era muy distinto de las calles limpias y distinguidas de Shalerville. Hombres y mujeres acelerados atestaban las aceras día y noche, y nuestro predicador despotricaba de las salas de juego y los antros de perdición.

Reproduje mentalmente las palabras de mis hermanos. Quizá se atrevieran a entrar en garitos de dudosa reputación cuando iban solos, pero no lo harían con sus novias, unas chicas buenas que no tenían ni idea de lo imbéciles que Jack y Patrick podían llegar a ser.

Yo me pegaría a Trudie, y si al final me fallaba el valor, daría media vuelta y saldría corriendo.

Trudie llegó tarde al restaurante, quince minutos después de la hora acordada. Me quedé boquiabierta, muda, cuando la vi acercarse a mí taconeando por la acera. Apenas se parecía a la chica sencilla que se sentaba a mi lado en la escuela. Llevaba un vestido escotado con un estampado de diamantes verde esmeralda sobre blanco. El vestido ajustado, el lápiz de labios, cuatro veces más intenso que el que yo me había aplicado en el tranvía, y sus resplandecientes zapatos de tacón en dos colores le daban el aspecto de una mujer mucho más mayor de lo que en realidad éramos, pese a que ella me había confesado en clase que tenía un año más que la mayoría de nosotras, pues había perdido un curso en el instituto de Newport.

—¡Has venido! —chilló, y me meció en un abrazo mientras yo trataba de mantener el equilibrio—. Mi madre jamás me habría dejado salir si no le llego a decir que había quedado con una chica estupenda de Shalerville. Era justo lo que esperaba cuando me trajo…

»Vamos —dijo, y tiró de mí hasta que llegamos al Rendezvous.

Me extrañó que tuviera tanta prisa, pues, como había prometido que me enseñaría los clubes, había dado por supuesto que pasearíamos un rato por Monmouth Street. Pero me dejé arrastrar. Dentro, me esforcé por igualar sus zancadas (me sacaba quince centímetros) mientras se abría paso entre la multitud rumbo a la barra. Apenas habíamos encontrado un hueco cerca cuando un joven le trajo una copa que ella bebió de un trago. Luego la arrastró a la pista de baile. Ella se disculpó sin mucha convicción:

—Isabelle, no te importa que baile, ¿verdad, cielo? —dijo, y después se alejó dando vueltas y vueltas en brazos de aquel hombre.

Al principio me pegué a la pared, cohibida, con la mandíbula descolgada. Trudie era más mujer de mundo de lo que imaginaba, aun sabiendo que su madre la había obligado a mudarse para alejarla de los problemas. Pero no esperaba que me abandonara así. ¿Qué iba a hacer yo? Estuve a punto de irme.

En cambio, me quedé apoyada en una pared casi treinta minutos, mientras Trudie daba vueltas por la pista de baile. Miraba furtivamente a la multitud y seguía el ritmo con el pie, fingiéndome absorta en el swing que tocaba un trío en un escenario elevado unos veinte centímetros por encima del resto. Hombres y mujeres socializaban por la estancia o bailaban en una pista de parquet ovalada cercada por una barandilla de bronce. Otros cenaban en mesitas pegadas a la barandilla o en los bordes de la sala. Todo el mundo fumaba y bebía cócteles, y las risas, la música y el tañido de las copas se mezclaban en una canción que yo solo había oído en las películas.

En mi vida me había sentido más fuera de lugar. En las fiestas de mis compañeras de clase encajaba, más o menos, aunque no quisiera admitirlo. Y me había equivocado con el vestido negro. Ojalá me hubiera puesto uno estampado, por juveniles que hubieran parecido mis vestidos de flores. Me sentía como una triste palomita en medio de aquella bandada de hermosas aves. Busqué en el bolso la boquilla de tía Bertie. Quizá si fingía que sabía fumar parecería menos niña y más mujer. En cuanto saqué la boquilla, un joven apuesto que vestía un traje de chaqueta azul marino cruzó la sala llena de humo en dirección a mí.

—¿Necesitas fuego, muñeca?

Miré un instante a Trudie, que seguía en la pista de baile. Parecía estar pasándolo en grande. En cuestión de segundos tomé una decisión.

—Necesito algo más que fuego —repuse—. ¿Tienes un cigarrillo? Confié en que, si hablaba bajo y marcaba las vocales con una seguridad en mí misma que en realidad no poseía, quizá parecería que sabía lo que hacía.

Se sacó un paquete del bolsillo e introdujo un cigarrillo en la boquilla de tía Bertie. Me incliné hacia él, con la boquilla de jade en los labios, e imité lo que había visto. Inhalé mientras él acercaba una cerilla al cigarrillo. Una ráfaga de calor me asió la garganta, más fuerte de lo que esperaba. Contuve la respiración hasta que se me pasaron las ganas de toser.

—¿Qué bebes? —me preguntó el tipo.

—Nada aún.

—¿Qué te apetece?

Repasé mentalmente las películas que había visto con mis amigas. Los hombres prominentes y las jóvenes estrellas glamurosas siempre llevaban un cóctel en la mano.

—¿Un sidecar?

—Enseguida.

Chascó los dedos a un camarero que pasaba. Al instante tenía en la mano una copa de lo que me pareció la bebida más dulce, amarga y deliciosa que había probado en mi vida, tras sobreponerme al susto del primer sorbo. Aquello iba bien. Perfectamente. Apuré la copa deprisa. ¿Demasiado deprisa? No tenía ni idea. Otra apareció en la mano de mi benefactor como por arte de magia, y la acepté.

—¿Es la primera vez que vienes aquí? —me preguntó.

—¿Tan evidente es? —Antes de que pudiera hacerlo él, me apresuré a añadir—: Había oído decir que era un sitio muy estiloso.

La ceniza de mi cigarrillo se rizaba y extendía cual serpiente carbonizada, ondulando como si fuera a caerse al suelo en cualquier instante. La aparté de mí, espantada. Mi acompañante se apresuró a coger un platillo de cristal de una hornacina y yo eché la ceniza en él de un golpecito.

—Gracias. Puede que me haya salvado la vida, señor…

—Me llamo Louis, pero todos mis amigos me llaman Louie. —Guiñó el ojo—. ¿Te apetece bailar?

—Claro… eh… Louie.

Parecía un caballero, con su traje almidonado e impoluto, y desde luego era rápido como una bala con los cigarrillos y los cócteles, por no hablar de la captura de la desbocada ceniza de mi cigarrillo. Apagué la colilla incandescente de mi cigarro en el platillo y guardé la boquilla en el bolso mientras Louie hacía desaparecer mi segunda copa junto con varias que él había vaciado.

Me condujo a la pista de baile, donde me estrechó en sus brazos más de lo que yo habría querido. Tensé los míos para que corriera el aire entre nuestros hombros y caderas. Estaba algo mareada y el dibujo del parquet me pareció de pronto más detallado de lo que mi cerebro podía digerir. Fijé la vista en la barbilla de Louie. Cuando la canción terminó, me aparté y me alivió comprobar que Trudie había salido de la pista y se dirigía de nuevo a la barra con su acompañante. Yo necesitaba ir al servicio, pero Louie me agarró del brazo y me condujo hacia una puerta al fondo de la sala.

—Vamos a tomar un poco el aire, preciosa. Esto está muy cargado.

Me aferró el brazo con fuerza y yo intenté zafarme. Sonrió, sin soltarme.

—¿Te aprieto mucho? Perdona… Este sitio es un horno. Estoy deseando salir a donde pueda respirar.

Aflojó los dedos, pero tiró de mí con insistencia hacia la puerta. Estiré el cuello para comprobar si Trudie nos veía salir, le hice señas como una histérica, pero ella seguía de pie junto a la barra, ajena a mi presencia y a mi dilema, riendo a carcajadas de algo que su acompañante le había dicho, con una copa sin empezar en la mano. Louie me hizo salir de un empujón. Confié en poder charlar con él un momento, regresar al interior del local y buscar el aseo de señoras sin parecer grosera.

Nos apoyamos en un muro de ladrillo del callejón. Se había hecho de noche en el poco tiempo que había pasado dentro del club, y el olor acre a basura me hizo mirarme atentamente los pies por si algún animal carroñero se ocultaba entre las sombras. A un lado había un par de tipos y una joven muertos de risa con algo que uno de ellos había contado. Cuando sus risas se extinguieron, volvieron dentro.

Louie me dio un golpecito con la cajetilla de tabaco en el brazo.

—¿Otro cigarrillo, muñeca? Oye, espera, tú sabes mi nombre, pero yo no sé el tuyo. No es justo.

—Isabelle. Y me temo que debo irme. Necesito encontrar el aseo de señoras.

Me volví para seguir a los otros.

—Ah, no, de eso nada. —Volvió a agarrarme del brazo. Sonrió aún más. Debió de presentir mi inquietud, porque su rostro cambió. Ya no lo veía apuesto en absoluto. Sus rasgos me parecían duros, no cincelados; su sonrisa, perversa—. No huyas ahora. Quiero hablar un rato contigo. Isabelle, ¿eh? Un nombre tierno para una chica tierna.

Miré por encima del hombro hacia la puerta, deseando que se abriera y alguien saliera del club, pero la pesada puerta ignoró por completo mi súplica silenciosa.

—En serio, Louie, debo volver dentro. Mi amiga me estará buscando. Además… tengo ganas de vomitar.

Me tapé la boca. No era ninguna excusa. Tenía el estómago revuelto y realmente pensé que iba a vomitar las copas. Antes no había notado su efecto, salvo por el aturdimiento medio placentero que me producían. Ahora estaba sin duda mareada y la loción de afeitado de Louie, combinada con la peste a basura podrida, me abrumaban.

—Está bien, vamos. Pero antes quiero algo. Ya sabes, a cambio del cigarrillo y las copas. Un besito…

Me atrajo hacia sí y plantó su boca sobre la mía. Si antes había tenido la sensación de que iba a vomitar, ahora estaba segura de que lo haría. Sus labios, carnosos y húmedos, apestaban a alcohol y a tabaco, y sus dientes chocaron con los míos al meterme la lengua a la fuerza en la boca.

Me dio una arcada e intenté apartarlo de mí.

—¡Eh! ¡Para! Yo no soy de esas. Ni siquiera tengo edad para estar aquí. ¡Déjame marchar!

—La única clase de chica que viene a este sitio sin acompañante es precisamente de esas, muñeca. La edad da igual. Ahora no me vengas con jueguecitos. Me estoy impacientando.

Me arrimó aún más hacia él, apoyando con fuerza una mano en mi trasero y deslizando los dedos a través de la fina seda de mi vestido hacia lugares donde yo sabía que no debía tocarme. Con la otra mano me cogió un pecho y lo estrujó fuerte. Grité e intenté zafarme, arañándole allí donde podía.

—¡Déjame en paz! No puedes…

Él rió y siguió. Yo me revolví aún más, pero el alcohol entorpecía y ralentizaba mis movimientos, como en una pesadilla en la que no pudiera moverme lo bastante rápido para salvarme.

El club era el último edificio de la manzana y, entre las sombras, vislumbré una figura que volvía la esquina al final del callejón.

—Ya ha oído a la señorita, señor. Déjela marchar.

Aquella voz familiar, grave y con personalidad me sobresaltó. Traté de ubicarla. Me esforcé por ver el rostro del hombre mientras se acercaba. Louie volvió la cabeza y aflojó los brazos lo suficiente para poder escapar de su yugo. Me alejé tambaleándome, conteniendo aún la respiración y procurando no vomitar. Cerca de la puerta titubeé, pensé que quizá debiera salir corriendo, alejarme todo lo posible de aquel lugar. Dadas las circunstancias, no le debía nada a Trudie; me había abandonado en cuanto pusimos un pie en el local.

—¡Eh! ¿Quién te has creído que eres, amigo? Es mi chica. Además, los negros deberíais ocuparos de vuestros asuntos.

Louie se abalanzó sobre el otro hombre, y entonces lo reconocí; no era un hombre en absoluto, sino que más bien tenía mi edad.

—¿Robert? —susurré.

El hermano de Nell me miró por encima del hombro, proporcionándole a Louie una oportunidad clara de asestarle un puñetazo directo a la mandíbula. Robert retrocedió tambaleándose, aterrizó casi en mi regazo y nos hizo caer a los dos. Se levantó de un salto, con las manos en alto delante de él.

—Por favor. No quiero problemas, señor. Solo quiero acompañar a la señorita Isabelle a casa. Su padre es un hombre muy respetado por aquí, tampoco a usted le interesa meterse en líos.

—Vete a hacer gárgaras. Ella se lo ha buscado. Además, ¿por qué iba yo a hacer caso a un negro?

Louie tomó impulso, y entonces me miró un instante.

A Robert le dolió el insulto que Louie le lanzó como si nada, pero se irguió.

—No es más que una niña, señor. Ni siquiera sabe lo que hace. Por no mencionar que al doctor McAllister no le hará gracia saber que alguien ha estado molestando a su hija. Ni a sus hermanos…

Robert negó con la cabeza. Estaba segura de que Louie no tenía ni idea de quién era mi padre, pero Robert habló con convicción. Además, mis hermanos no tenían contemplaciones con los que les ofendían. Probablemente ellos sí tenían cierta reputación en Newport.

Louie por fin se relajó.

—Entonces el doctor McAllister y los hermanos deberían tener más vigilada a la pequeña Isabelle para que no ande por lugares que no le convienen. Las chicas de Newport tienen cierta reputación: escuelas privadas de día y servicios privados de noche. Van por los tugurios en busca de su recompensa.

Escupió y lanzó una flema resplandeciente a la punta del zapato de Robert. Después se dirigió tambaleándose hacia el club. Entonces caí en la cuenta de que probablemente estuviera borracho. Yo era demasiado ingenua para verlo o estaba demasiado afectada por lo que había bebido también.

—Estaré pendiente de ti —le gritó a Robert—. Si vuelvo a verte, lamentarás el día en que te cruzaste en mi camino.

Entró furioso.

Yo enterré la cabeza en las rodillas y sollocé cuando creí que ni mi virtud ni mi vida estaban ya en peligro.

—Qué imbécil soy —me lamenté—. ¿Cómo se me ocurre venir aquí y quedarme? Debí haber dado media vuelta nada más ver que Trudie entraba en este sitio.

Robert se quitó la gorra y, con una mano, se la pasó por la otra. Evidentemente estaba de acuerdo con mi afirmación, pero no lo iba a decir en voz alta. Le tendí una mano.

—Ayúdame a levantarme, Robert, por favor.

La idea de tocarme la mano debió de ponerlo nervioso. Retorcía la gorra como si quisiera escurrirla.

—Venga, hombre, no hay nadie más aquí. ¡Ayúdame!

Tiró de mí para levantarme y acto seguido me soltó la mano como si fuera un trozo de carbón encendido. Me sacudí la falda para quitarme los residuos de innumerables peleas y ataques de borrachos que probablemente habían tenido lugar en ese mismo sitio. Cuanto más consciente era de lo tonta que había sido, más avergonzada me sentía. Me había creído tan mayor. Seguro que Louie había visto en mí a la niña inexperta que era, jugando a ponerse guapa, fingiendo que sabía lo que hacía con un cigarrillo, un cóctel, un hombre. Cayendo directamente en su trampa.

—Señorita Isabelle, ¿a qué ha venido? ¿Quién es esa Trudie con la que había quedado?

Robert oscilaba torpemente entre los patrones de discurso que les había oído toda mi vida a su madre y a Nell y el lenguaje más refinado aprendido al otro lado del río Licking, en el instituto Grant, de Covington; él era el único de su familia que había llegado tan lejos en los estudios. Nell los había dejado a los trece años, antes de completar la enseñanza primaria, para trabajar a tiempo completo para mi familia, y Cora, más lista que nadie que yo conociera, ni siquiera había ido a la escuela.

—Ya te lo he dicho. Ha sido una torpeza. Me creía muy lista y pensaba que encontraría algo más emocionante que esas fiestas absurdas a las que me mandan mis padres los sábados. Por la forma en que hablaban mis hermanos de este sitio, me pareció buena idea. Trudie es amiga mía de la escuela. —A punto estuve de atragantarme con la palabra «amiga», furiosa conmigo misma por mi ingenuidad—. Me ha dejado plantada. Y el resto me ha superado.

Robert resopló, e imaginé también a mis hermanos, mi necedad evidente ahora que ya no me engañaba a mí misma. Jack y Patrick eran despreocupados y podían ser unos brutos. Más me valía ignorar el noventa por cien de lo que decían. Entonces pensé en Trudie y en lo que Louie había dicho de las chicas de Newport. Su madre la había enviado lejos por una razón, quizá la que Louie había mentado. Me estremeció mi candidez.

—Voy a tener que acompañarla a casa ahora, señorita Isabelle. No puedo dejarla aquí sola. Su padre me haría despellejar si lo hiciera.

Lo miré fijamente. Si salir en mi defensa en aquel callejón era arriesgado, que Robert entrara en Shalerville después de que hubiera anochecido era decididamente peligroso.

—Ah, no. No puedes hacer eso. Si alguien te viera…

—No me pasará nada —dijo—. Ya pensaré en algo cuando lleguemos allí. Pero más vale que nos vayamos antes de que algún imbécil venga a por usted. O a por mí. —Movió la cabeza y señaló con ella al callejón—. Vamos, señorita Isabelle. Vámonos ya.

Me puse a su lado, pero vi que, en cuanto llegamos al final del callejón y salimos a campo abierto, se quedó algo rezagado. Aflojé el paso para igualar el suyo de nuevo, pero también él aminoró, hasta que suspiré y me resigné a ir por delante. Siempre había sido así para los dos, teníamos práctica.

Caí de nuevo en lo paradójico de la situación: la mentira que había contado a mis amigas había resultado en parte verdad. Robert me acompañaba a casa, aunque probablemente Nell estuviera ya acurrucada en la cama.

—¿Cómo me has encontrado? —le pregunté.

—Su mamá me ha enviado a la tienda de Lemke a por huevos para su cena del domingo. —Imaginé a Danny Lemke mirando a Robert con desdén. La familia de Danny solo llevaba unas generaciones en el país, pero Danny se comportaba como si él fuera más americano que nadie que yo conociera—. Cuando he vuelto a salir para irme a casa, la he visto marcharse del pueblo como si supiera adónde iba. Me he dicho: «Mal asunto», y la he seguido. He temido que se metiera en líos.

—Y vaya si has acertado.

Suspiré.

—He esperado en esa esquina con la esperanza de que no tardara en salir con su amiga y volviera a casa, pero entonces la he oído discutir con ese granuja, así que me he asomado y la he visto forcejear.

—Ay, Robert, cuánto me alegro de que me siguieras. No quiero ni pensar en lo que podría haber ocurrido.

Suspiré y negué con la cabeza por el aprieto en que podría habernos metido a los dos.

—Ahora ya está a salvo, señorita Isabelle. Pero ¿qué dirá su mamá si me ve aparecer con usted? ¿Y en plena noche? Nos meteremos en un lío, seguro. Y Dios no quiera que el señorito Jack y el señorito Patrick anden por allí. Ese tal Louie sería mejor rival que yo para esos dos.

—No te voy a dejar que me acompañes hasta casa.

Robert tenía razón. Si Jack y Patrick me veían a solas con él, se desataría un infierno. Siempre estaban con la cantinela del honor, de la protección de la mujer blanca, aun cuando ellos trataban a sus chicas como si fueran juguetes y se desembarazaban de ellas cuando se aburrían.

—Ya veremos.

Sabía que no me lo discutiría, al menos en voz alta, pero parecía decidido a acompañarme hasta la puerta de casa.

Esperamos en la parada del tranvía, en silencio casi todo el tiempo, iniciando conversaciones que interrumpíamos de pronto cuando pasaba alguien. Por lo general, la gente entraba en la ciudad más que salía; aún era temprano para un sábado por la noche en Newport. Estábamos solos en la parada.

Robert era un elemento más o menos perenne de mi existencia, el hijo de la mujer que siempre había cuidado de mí, el hermano de mi compañera de juegos de la infancia, hasta que también ella empezó a trabajar para mi familia. Transcurrida nuestra niñez, Robert empezó a hacer recados a mi madre de vez en cuando, ayudaba a mi padre con algunos trabajos de la casa, o comía con Cora o Nell en la cocina cuando no estaba en la escuela. Para mí él era solo un chico, uno más o menos insignificante.

Sabía que era paciente y bondadoso. Cuando, de niños, Nell lo desairaba y le decía que no podía jugar con nosotras en los jardines de detrás de la casa, él se encogía de hombros, sin enfadarse, y retomaba su propio juego tranquilo de crear mundos enteros y dibujar fronteras en la tierra para poblar sus países de piedras y ramitas. Lo sabía responsable y respetuoso; seguía las indicaciones de su madre sin protestar y llevaba a cabo las tareas que se le encomendaban sin que apenas hubiera necesidad de corregirlo. Sabía también que era inteligente: papá a veces le daba clases de matemáticas o de ciencias en su consulta de Shalerville, en Main Street, a veces a la par que a mí, frustrado por el desinterés de mis hermanos por sus deberes y su aparente ineptitud para sacar algo más que notas normales en la escuela.

Y de algún modo, pese a mi indiferencia, sabía que Robert era especial. Poseía un aura que lo distinguía de los demás, no solo de los pocos chicos de color que yo había conocido, sino también de los blancos. En sus ojos brillaba una especie de chispa que contradecía la seriedad que, en cualquier otro joven, podría haber sido un indicio de falta de complejidad.

Sin embargo, yo jamás me había planteado sus sueños ni sus metas.

Esa noche lo hice. Quería conocerlos con detalle. Pero, antes de que pudiera preguntarle, llegó el tranvía y el chirrido de sus frenos interrumpió nuestra conversación.

Yo me senté sola delante y me froté la cara con un pañuelo humedecido con mis lágrimas para quitarme el colorete y la sombra de ojos, que de pronto me parecían más pueriles que maduros, mientras Robert se instalaba al fondo y me observaba como un halcón que guarda su nido de lejos. Bajamos por separado una parada antes, no en Shalerville, y volvimos a reunirnos fuera. El conductor titubeó y me miró con recelo al ver que solo Robert y yo nos apeábamos, pero le sonreí tranquilizadoramente y él soltó el freno. Podría haber seguido hasta Shalerville, claro, pero estando con Robert todo cambiaba. El conductor no le habría dejado bajarse allí.

Atravesamos un valle entre el río Licking y el peñón, camino del pueblo; las acerías de South Newport funcionaban día y noche. Desde aquella altura, las luces intensas, las columnas de humo y el clamor rítmico de la maquinaria parecían ajenos a la manipulación humana. Hacía años que no veía tan de cerca su fachada nocturna, espeluznante, casi fantástica. Titubeé, y mi anterior deseo de volver a casa cuanto antes se transformó en el de prolongar aquel momento. El ánimo de Robert parecía coincidir con el mío, así que juntos contemplamos ese mundo distante y extraño; nuestro esfuerzo por entablar conversación resultó de pronto irrelevante.

A la entrada de nuestro pueblo aflojé aún más el paso. Aquello lo había visto toda la vida, cada vez que había entrado o salido de Shalerville. Era parte del decorado, no muy diferente de los árboles que bordeaban la carretera. En cambio, esa noche el corazón se me encogió de vergüenza. Robert me había salvado de algo que yo apenas podía imaginar, pero se le prohibía que me acompañara a casa en virtud de una norma que nunca antes había cuestionado. Leí el cartel como si fuera la primera vez: NEGRO, NO DEJES QUE EL ANOCHECER TE SORPRENDA AQUÍ, EN SHALERVILLE.