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Isabelle, 1940

Mi madre llamó a la señora Gray y juntas consiguieron llevarme hasta el claustrofóbico cuartito de detrás de la cocina, donde teníamos un viejo camastro. Cora había pasado allí alguna noche cuando se le había hecho demasiado tarde para irse a casa andando y mi padre no había podido llevarla en coche, aunque estoy segura de que nadie lo reconocería jamás.

La señora Gray tendió una sábana sobre el nudoso colchón. Yo me dejé caer de costado y recogí las rodillas todo lo que pude, gruñendo por los dolores, que ahora eran cada vez más frecuentes. Oí a mi madre llamar desde el teléfono de la cocina y hablar. Al poco, entró en el cuartito otra mujer. El dolor había empezado a alcanzar su punto álgido. Si eso no me había robado aún el aliento ver el rostro de aquella mujer lo haría.

Una negra.

Una comadrona que había ido a asistirme en el parto. Por lo visto, una mujer de color sí era lo bastante buena ahora que ya venía el bebé. Me habría reído de no haber sido porque las entrañas me ardían como lava derretida intentando manar del volcán de mi cuerpo.

Cerré los ojos, agradecida de contar con alguien que tuviera idea de cómo ayudarme en aquel trance. Más tarde, caí en la cuenta de que no había visto a mi padre en todo el rato que había estado confinada en aquel cuartito. Siendo médico debería haber vigilado que todo fuera como debía, sobre todo teniendo en cuenta lo prematuro que era el bebé. Quizá se quedó en la cocina y asesoró desde allí a la comadrona, demasiado avergonzado de explorar a su propia hija.

La mujer me animaba y me explicaba con paciencia cada paso. Yo estaba demasiado centrada en el dolor para andarme con remilgos. Ella me aseguró que el bebé saldría como debía, aunque yo pensara que iba a partirme en dos y que no tardaría mucho en hacerlo.

No obstante, su mirada de preocupación revelaba que no albergaba muchas esperanzas. Quizá presentía que si expresaba en voz alta su inquietud por el progreso del parto yo dejaría de esforzarme por sacar al bebé. Lo cierto es que yo trataba de seguir sus instrucciones, distraída por mi miedo por el bebé y por la rabia que sentía hacia mi madre, que reverdecía cada vez que ella entraba en el cuarto. Se quedó de pie a un lado mientras la comadrona la informaba, y luego volvió a salir. Por fin, la comadrona le dijo que se quedara. Pronto tendría que empujar, y mis empujones resultarían más efectivos si ella hacía de ancla.

Mi madre ocupó su lugar a la altura de mi rodilla, su rostro, un revoltijo de rabia y preocupación. Yo miré para otro lado, centrándome en los rasgos de la comadrona mientras ella me pedía alternativamente que empujara, esperara o volviera a empujar. Entonces la parte inferior de mi cuerpo pareció obrar por libre, como desconectada de mi mente, y pese a que yo intenté hacer lo que me pedía en determinado momento —esperar y reunir fuerzas para la siguiente oleada— sentí una necesidad súbita e imperiosa de expulsar al bebé.

El resto sucedió en una nebulosa: la comadrona informó de que había salido la cabeza, luego los hombros y después el cuerpo, y toda aquella serie de acontecimientos que no pude ver ni comprender terminó en un bulto diminuto envuelto en una toalla blanca que sacaron inmediatamente del cuartito. Me esforcé por oír un llanto, un gemido, algo que me dijera que mi bebé estaba vivo. El silencio perforó el silencio.

La comadrona me dejó a solas con mi madre y yo me estremecí, de repente helada, aun envuelta como estaba por un calor sofocante. La conmoción me produjo escalofríos.

—¿Y el bebé? —pregunté, pero mi madre guardó silencio.

Le hice la misma pregunta varias veces y cada una de ellas volvió la cara, hasta que supliqué, histérica, una simple respuesta. Por fin me miró con lo que me pareció la mínima expresión de la compasión.

—Era muy prematuro —dijo—. Ha sido mejor así.

Otro calambre me contrajo el abdomen, y esta vez creo que fue fruto de la pena de saber que mi bebé había muerto, como si mi cuerpo hubiera llorado su pérdida incluso antes de que yo lo supiera. Un gemido se gestó en lo más hondo de mi pecho y brotó de mi boca. Aunque no deseaba otra cosa en el mundo que evitar que mi madre fuera testigo de mi angustia, no pude controlarlo.

—¡No! —grité. Y de nuevo—: ¡No! Quiero a mi bebé. Mi bebé.

Aparté la cara de la suya y lloré en la almohada, y las lágrimas se mezclaron con el sudor del parto. Mi madre salió de la estancia.

La comadrona volvió y se sentó de nuevo a los pies de la cama. Me presionó el abdomen como si se propusiera desterrar de mi cuerpo el pesar, y con cada oleada mis sollozos fueron disminuyendo hasta que finalmente se extinguieron. Me explicó que había expulsado la placenta. Se la llevó y, cuando volvió, la agarré del brazo y le hice con la mirada la pregunta que no podía pronunciar de nuevo.

Ella negó apenas con la cabeza y miró a otro lado, y mis ojos volvieron a anegarse en lágrimas, aunque esta vez mi llanto fue silencioso.

—¿Era un niño o una niña? —pregunté.

La vi batallar con la pregunta, mirando de reojo hacia la puerta, pese a que estaba cerrada.

—Una niña —me susurró la comadrona.

—Quiero verla.

Traté de incorporarme, pero la mujer me obligó a tumbarme de nuevo, aunque con delicadeza, sus manos y sus brazos fuertes y versados en el cuidado de madres primerizas. Pero, sin mi bebé, ¿qué era yo?

—Cielo, ahora estese quieta. Tengo que comprobar que todo está bien y limpiarla. Además… —Titubeó y volvió a mirar hacia la puerta—. Haré lo que pueda.

—¡Madre! —grité, y la fuerza y el volumen de mi grito sobresaltaron a la mujer.

Mi madre abrió la puerta lo justo para pasar.

—Quiero ver a mi bebé —dije, de pronto completamente serena.

—No sería buena idea, Isabelle.

—¿Quizá solo un minuto, señora? —intervino la comadrona—. ¿Para que se despida de ella? A veces ayuda.

—Solo complicaría las cosas. Además, esto no es asunto suyo —añadió mi madre con sequedad y el rostro más severo que le había visto jamás. Resultaba imposible de creer que yo alguna vez hubiera sido su bebé.

Cuando mi madre salió del cuartito, me agarré a la comadrona.

—¿Qué van a hacer con ella? Necesito saber dónde estará.

Sabía que mi madre jamás me lo diría. Alguien podría verme llorarle y nuestro secreto dejaría de serlo.

—Estará en un buen sitio, no se preocupe. —Guardó silencio para escuchar la lluvia, que aún golpeteaba el tejado—. A salvo y seca… y en manos de Dios. Algún día volverá a verla. Lo sé.

Sus clichés no me ayudaban. Grité de nuevo, una y otra vez, mucho después de que mi madre se hubiera ido, mientras la comadrona me lavaba y me calmaba con ropa caliente como si fuera una niña herida, mientras me examinaba y me cosía el desgarro que tardaría semanas en curar debidamente, que me latía constantemente como un palpitar independiente, recordándome lo que había perdido.