Dorrie, en la actualidad
La señorita Isabelle habló con voz temblorosa y yo, pasmada, enmudecí. No lloró, pero su pena embozó el aire que había entre las dos.
Llevábamos casi una hora en el arcén esperando a un mecánico, pero gracias a Dios habíamos podido recurrir a la Asociación Americana del Automóvil. Rebuscando en el bolso, la señorita Isabelle había encontrado su carnet de socia y yo había llamado al número gratuito para informar de la avería. Nos habían prometido que vendría alguien a inspeccionar los daños. Muy probablemente una grúa nos llevaría hasta el barrio residencial que acabábamos de pasar a las afueras de Louisville. Sí, retrocederíamos. Iríamos en dirección contraria, pero por lo menos no estaríamos sentadas en aquella autopista toda la noche mordiéndonos las uñas e intentando decidir qué hacer. Estaba aprendiendo que, en ocasiones, era una bendición estar preparado para cualquier contingencia. A mí siempre me había gustado improvisar. Era lo más barato. Salvo que tuvieras algún problema; entonces salía caro.
—Vuelve a llamarlos y pregunta si van a tardar mucho, ¿quieres? —dijo la señorita Isabelle, malhumorada, cansada y algo quejumbrosa. (Quejumbroso: que se queja con poco motivo o por hábito). No era su tono habitual de anciana educada, y eso hizo que me olvidara de su madre.
Me dispuse a pulsar la tecla de rellamada en mi móvil, pero era la misma que se usaba para aceptar una llamada entrante. Ya estaba apretando la tecla cuando reparé en el fragmento de Marvin Gaye y la identificación del número. Teague. ¿Ahora?
Pero ¿qué iba a hacer? ¿Colgar? Cerré los ojos, inspiré hondo y dije hola.
—¡Dorrie! Por fin. Nena, me has tenido preocupado todo el día, pensando que podrías estar tirada en cualquier sitio o herida o yo qué sé. ¿Tienes idea de lo mal que me lo has hecho pasar?
Nuestros silencios se fundieron en uno muy incómodo.
—Lo siento —dijo, por fin—. Me he pasado. Estaba preocupado porque, bueno, porque me importas, Dorrie.
Suspiró. Yo me morí de vergüenza. Me fastidiaba haberlo inquietado tanto cuando lo único que pretendía era salvar mi propio orgullo evitando que él tuviera que resolver mi entuerto. Además, nadie me había pedido disculpas nunca por pasarse de la raya. De hecho, ni siquiera sabía que tuviera derecho a marcar límites hasta ese mismo instante, cuando alguien había reconocido que lo había sobrepasado.
Me obligué a sonreír, confiando en que se me notara en la voz.
—No pasa nada. La verdad es que sí que nos hemos quedado tiradas, pero los de la grúa llegarán en cualquier momento. Seguramente será la correa de distribución, nada serio. No tardaremos en estar en marcha de nuevo.
—¿Dorrie…?
Mi sonrisa se esfumó. Sabía lo que venía a continuación. Con límites o sin ellos, se le notaba en la voz. Iba a volver a preguntarme por el dinero.
—¿Por qué no has querido que informara a la policía del robo?
Aún no tenía una buena respuesta. Si le contaba la verdad, saldría de mi vida más rápido de lo que había entrado a formar parte de ella. Eso podría dolerme más que ignorarlo, dejar que pensara que eran cosas mías hasta que se le olvidara y se marchara. De cualquier modo, se iba a largar. Controlé mi tono de voz.
—Entonces ¿has vuelto a llamarlos para decirles que lo olviden? ¿Te han dicho que está bien?
—Sí, pero…
—¿Y la puerta?
—Está forrada de paneles de madera hasta que vuelvas a casa y tengo previsto pasarme por allí todos los días para ver cómo están las cosas, pero, Dorrie…
—Te lo agradezco, de verdad, y… Ay, oye, estoy viendo una grúa a lo lejos y me parece que es la nuestra, así que tengo que colgar. Ya te llamaré… luego, ¿vale? Gracias otra vez, Teague.
Colgué y me atreví a mirar a la señorita Isabelle. Negó con la cabeza lo suficiente para que yo lo detectara.
—¿Qué? —pregunté, y señalé a nuestra espalda, por donde se acercaba a toda prisa una grúa. Nos sobrepasó y paró en el arcén, delante de nosotras.
—Nada, Dorrie —contestó la señorita Isabelle—. Nada.
No hizo falta que dijera nada.
El mecánico, que ya estaba hurgando debajo del capó, nos gritó:
—Sí, me lo voy a tener que llevar al taller. Y sé con seguridad que no tengo existencias de esta correa. Tendré que buscarla por la mañana, pero no tardaré en arreglarlo. Lo siento, señoras.
Cerró el capó y se sacudió las manos.
Nos llevó hasta un hotel cercano a su taller y prometió llamarnos a primera hora de la mañana. La señorita Isabelle se mostró inquieta mientras yo pagaba la habitación —esta vez con la ayuda de don Jefecillo Agradable— y hacía rodar nuestras maletas por el pasillo. Le preocupaba que llegáramos tarde al velatorio al día siguiente por la noche, pero yo le aseguré que, si el tipo del taller arreglaba el coche tan rápido como había prometido, llegaríamos con tiempo de sobra. En cuanto cogiéramos de nuevo la carretera, Cincy nos quedaría a un tiro de piedra cruzando el río. Incluso yo había empezado a llamarla Cincy después de oírselo repetir tantas veces a la señorita Isabelle.
Compré la cena en una tienda de platos preparados de la misma calle. Después de unas horas de televisión, salí a fumarme el cigarrillo que me había estado diciendo a mí misma que no me iba a fumar, llamé a mi madre para ver cómo iba todo y hablé un rato con Bebe. No me molesté en preguntar por Stevie Junior. Nos acostamos temprano. No había nada más que hacer. Me acomodé sobre las rasposas almohadas y estaba empezando a quedarme traspuesta cuando la señorita Isabelle suspiró.
—No se preocupe. Llegaremos a tiempo —murmuré en dirección a los escasos centímetros que nos separaban.
—Lo sé. Es que…
El siguiente suspiro me puso nerviosa. Aunque el médico le había prohibido conducir, siempre me había parecido que lo tenía todo bajo control. Se amoldaba. Sin embargo, su repentina y persistente preocupación me angustió. Mi rabieta de hacía un rato seguramente no había ayudado nada.
—Señorita Isabelle, ¿confía en mí?
—Sí. Estoy cansada, eso es todo. —Eso estaba mejor. Al cabo de un minuto, incluso rió—. Imagina si tu Teague te oyera hablar de confianza. Hola, cazo, soy la sartén y, para que te enteres, los dos somos negros. —Entonces oí vibrar su cama mientras ella se reía en silencio de la parte que le tocaba de su propia broma. Recuperación total, o quizá leve histeria.
Me volví para mirar hacia la otra pared y me puse la almohada extra encima de los ojos para que no me molestara la luz del semáforo que se colaba por la rendija de entre las polvorientas cortinas. ¿Por qué una nunca tenía una horquilla a mano cuando la necesitaba?
La única persona en la que debía confiar era en mí misma. La otra carretera tenía muchas curvas, y yo quería ver lo que había delante.