Isabelle, 1940
Estaba furiosa con mi madre por razones evidentes, pero aún más por estar tan pendiente de si tenía el período. Mentí cuando le dije que necesitaba compresas. Contaba los días escrupulosamente y calculaba la petición de provisiones en los intervalos correctos. Cada vez que hacía una excursión al baño contenía la respiración, convencida de que vería lo que no quería ver; luego respiraba hondo, a un tiempo feliz y aterrada. Envolvía las compresas con cuidado en papel higiénico, como si de verdad estuvieran manchadas de la sangre que mi madre creía que iba a salvarla.
La cosa se complicaría cuando descubriera la verdad, pero estaba eufórica de poder contar con un recuerdo del tiempo que había pasado con Robert. Un pedazo diminuto de él que podría mecer en el alma y finalmente, cuando mi abdomen se negara a ceder más, en los brazos. Un recordatorio vivo y creciente de que una vez había amado libremente al hombre al que llevaría siempre en el corazón, aunque jamás volviéramos a estar juntos.
Mi madre me informó de que mi matrimonio se había anulado. No había sido difícil demostrar que era menor de edad, que no tenía permiso para casarme y que, además, procedía de un lugar donde nuestro matrimonio no se reconocería de todas formas.
Al principio me sentí morir cuando me dio la noticia, pero mi madre no podía robarme mi matrimonio, por mucho que se hubieran destruido los papeles. Nos habíamos prometido amor eterno. Con eso bastaba.
Y ahora tenía algo más que ella no podía deshacer. Cuando naciera el bebé, mi madre me mandaría lejos. No querría tenerme en casa, no querría ver a diario la prueba de su fracaso. Me echaría. Entonces yo buscaría a Robert y empezaríamos de nuevo, esta vez ligados por el precioso fruto de nuestra unión.
Al final, por supuesto, me plantó cara. Las náuseas que sentí entonces no se debieron tanto al embarazo como a la idea de que examinara el contenido de la papelera. No dije nada y esperé, impasible, su ira.
En cambio, se marchó.
Más tarde discutieron en el pasillo, en voz baja, pero sus voces fluyeron por debajo de mi puerta como agua y aceite, la de mi madre en ascenso, la de mi padre queda.
—Tú conoces a gente que puede ayudarnos, John, gente discreta.
—No pienso hacerlo, Marg. Es inútil que insistas.
—Entonces ¿qué hacemos? ¿Y cuando llegue el momento de dar a luz? Esto no puede continuar.
Mi padre se detuvo frente al baño y la hizo callar. El marco de la puerta crujió por el mismo sitio donde crujía siempre y lo imaginé apoyándose en él, esperando a que mi madre lo dejara iniciar su ritual nocturno. Ella suspiró y la oí arrastrar los pies hasta el dormitorio, como si no tuviera intención de levantarlos y dar pasos completos.
¿Qué quería que hiciera mi padre? ¿Quiénes eran esas personas de las que hablaba, que ayudarían y serían discretas? Un escalofrío me recorrió el espinazo y me produjo un fuerte hormigueo en la nuca.
Tenía una cosa clara: aunque mi padre no la ayudara, mi madre estaba decidida a que yo no tuviera el bebé de Robert.
Sabía poco de la infancia de mi madre, solo que su familia había sido tremendamente pobre, que se había criado en otro pueblito de Kentucky y que su padre era el borracho del pueblo. Él había dejado embarazada a mi abuela y no había tardado en eximirse de toda responsabilidad paterna cayéndose de un puente mientras dormía la mona. En algunos documentos en los que yo había fisgado, mi abuela figuraba como lavandera, pero por la negativa de mi madre a hablar de ello y sobre todo por su orden de nacimiento, siendo la mayor de cuatro hermanos, daba la impresión de que lavar ropa no era el único oficio de su progenitora.
Mi madre obtuvo su certificado de escolaridad y se mudó a Louisville, donde rehízo su vida como dependienta de una sombrerería, hasta que conoció a mi padre y se casó con él. Mi padre acababa de terminar la carrera de Medicina y tenía pensado ocupar la consulta de un médico retirado en Shalerville. Imaginaba a mi madre rehaciendo su vida de nuevo, esta vez como esposa de un médico. Ya había recorrido un camino bastante largo; lo más probable es que mi padre pensara que la había enamorado locamente.
Recordé entonces que su hermanastra, mi querida tía Bertie, había estado a punto de arruinar la posición social en que mi madre había conseguido situar a nuestra familia en Shalerville con tanto esmero. Tía Bertie había escapado también de la deprimente vida de su hogar para vivir con nosotros en cuanto terminó sus estudios elementales. Trabajaba mucho, pero era una mujer despreocupada que se dejaba tentar por las cosas mundanas. Cuando mi madre ya no pudo ocultar más la falta de decoro de tía Bertie, le pidió que se fuera. Su triste destino, precipitarse por un acantilado en el coche de un conductor negligente, parecía más castigo del que merecía.
Por lo visto, mi madre siempre andaba haciendo equilibrios en el precario borde de la respetabilidad, pero se equivocaba si pensaba que la rebelión de la tía Bertie iba a equilibrar la balanza.
Era yo quien podía hacer que todo su castillo de naipes se viniera abajo. La imagen que había cultivado y proyectado durante tantos años estaba en peligro, y después de oír accidentalmente su conversación con mi padre, no alcanzaba a vislumbrar hasta dónde era capaz de llegar para mantener a los McAllister en el pedestal de Shalerville.
Una tarde de final de primavera, mi madre me vio inclinarme a recoger un libro que se me había caído. El tejido de mi vestido se tensó con fuerza contra mi cintura y mi vientre y resultó obvio que pronto sería imposible esconder nuestro pequeño secreto. Mi padre siempre había dicho que yo era como un gorrión. Mi abdomen creciente no había tardado en sobresalir del estrecho espacio que separaba mis caderas. A la mañana siguiente, una mujer blanca, delgada y adusta sirvió el desayuno en lugar de Cora. Llevaba un delantal a cuadros hecho a mano sobre su raído vestido en lugar de uno de los bonitos uniformes que mi madre había facilitado a Cora y a Nell. La mujer no podía haber sido más distinta a ellas.
—¿Dónde está Cora? —pregunté. Sorbió el aire y siguió con lo suyo, sirviendo café y removiendo los huevos revueltos para que el vapor saliera a la superficie y parecieran recién servidos.
—¿Dónde está Cora? —le pregunté a mi madre, que había entrado en el comedor detrás de mí. Mi padre entró el último, arrastrando sus zapatillas de ir por casa, a juego con sus pantalones oscuros. Solía madrugar para las pocas visitas a domicilio que hacía los sábados. Al parecer, esa semana no lo habían necesitado, o mi madre quería que estuviera allí para dar la impresión de que eran un frente unido.
—Esta es la señora Gray. Se encargará de la casa ahora —dijo mi madre.
—¿La señora Gray? —Qué nombre tan inoportuno. Aunque me preocupaba menos su presencia que la ausencia de Cora—. Pero ¿qué ha pasado con Cora? —pregunté mirando fijamente primero a mi madre y después a mi padre.
Él se instaló en su sitio de siempre y echó un vistazo a los diarios de la mañana, con las gafas de leer en la punta de la nariz, súbitamente preocupado por el estado de la bolsa. Ignorándome intencionadamente.
—Cora tiene un trabajo nuevo —contestó mi madre mirándonos a mi padre y a mí alternativamente.
Estaba segura de que mentía; la ausencia de Cora era otro efecto colateral de mis actos. Se habían deshecho de ella en cuanto mi madre había encontrado una sustituta aceptable. Me pregunté si de verdad habría podido conseguir otro empleo a tiempo, si le habrían dado algún preaviso.
Entonces la mirada de mi madre se desvió hacia mi vientre y supe la verdad. La partida de Cora había coincidido con el cambio de mi silueta. No sería testigo de mi embarazo. ¿Sabía que Robert iba a ser padre cuando se había ido? Apenas la había visto desde nuestra última conversación. La había dejado en paz, como ella me había pedido.
Mi madre se proponía ocultar mi estado.
Había ansiado desesperadamente encontrar una forma de ponerme en contacto con Robert o Nell para averiguar cómo les iba. ¿Seguía Robert trabajando en el muelle para suplir los ingresos que él y Nell, y ahora también Cora, habían perdido? ¿Se había ido él de nuestro cuarto alquilado, dejando atrás el recuerdo de esa noche y esa mañana tan agridulces? ¿O se había quedado y decidido vivir como un adulto en vez de volver al hogar de su niñez? ¿Y cuál había sido el destino de aquel precioso dedal que yo había olvidado? Sin embargo, las advertencias de Cora habían resonado en mí con más fuerza que mi anhelo de saber.
De pronto entendí que mi madre no me echaría, como yo había supuesto cuando había mantenido en secreto el principio de mi embarazo. Estaba de cuatro meses; de haber querido hacerlo, ya estaría lejos. Seguía preocupándome que encontrara un modo de deshacerse del bebé, pero con cada día que pasaba crecía mi confianza en que me dejarían dar a luz.
El instinto maternal hizo que mi intención inicial de escapar a la menor oportunidad cambiara. Mientras siguiera en casa, mi futuro hijo recibiría el alimento y el cobijo que necesitara, aunque el trato fuera frío y severo. Además, mi padre era una fuente de atención médica. Si me marchaba sin un plan factible y no podía estar con Robert, mi bebé no tendría ninguna de esas cosas.
Por el momento, quedarme donde estaba parecía la única solución. Mi madre percibió mi resignación y bajó la guardia, permitiéndome merodear por la casa libremente. No tenía intención de salir. Mis hermanos me intimidaban, lanzándome miradas acusadoras a la barriga. Estoy segura de que mi embarazo era para ellos una perversión.
Al principio contaba en días y semanas, luego en meses interminables a medida que mi figura se volvía difícil de manejar y mi centro de gravedad cambiaba.
La señora Gray rara vez hablaba, solo cuando lo requería el decoro. A menudo me la encontraba de pie, muy erguida, quitándole el polvo a los mismos objetos una y otra vez. Evidentemente mi madre la había contratado más por su discreción que por sus aptitudes como criada.
Aunque el tiempo parecía no pasar, llegó el verano y trajo consigo un tiempo intenso e impredecible. Tan pronto el día era tan caluroso y húmedo que yo me movía, como en un sueño, de forma pesada y lánguida, como me sobresaltaba el estrépito de truenos y relámpagos.
Una tarde el calor estalló en una tormenta, como si el cielo hubiera sufrido una súbita e inexplicable rabieta. Paseé nerviosa, empezando por mi dormitorio. Me había releído todos los libros que tenía y los pocos que mi madre me había traído de la biblioteca, hasta que tuve claro que iba a perder la cordura entre el aburrimiento y la incomodidad creciente del bebé presionándome los pulmones, las costillas, las caderas. Recorrí el pasillo una y otra vez, deteniéndome solo para estudiar la tormenta a través de una ventana y preguntarme si se iría tan rápido como había llegado o si, entre arrebatos, duraría toda la noche.
En la salita de la planta baja, mi madre atendía la correspondencia del comité de benevolencia de la iglesia. En sus reuniones semanales, las mujeres escribían breves notas de ánimo para las enclaustradas, viudas frágiles y enfermas terminales. Mi madre se llevaba las notas a casa para ensobrarlas y enviarlas por correo. Me divirtió imaginar la reacción del comité si yo colara una nota en la cesta de la próxima reunión en la que expresara la conmiseración de nuestra familia por mi estado nada envidiable. Estoy convencida de que mi madre inventaría alguna historia para justificar mi ausencia, que era lo que pasaba cuando las jovencitas se iban rebosantes de salud y volvían con la cara pálida y los ojos tristes. Se decía que habían ido a pasar una temporada a casa de algún familiar lejano para ayudar, por ejemplo, a un pariente de avanzada edad. Me pregunté si alguien cuestionaría a mi madre, si no les extrañaría que me hubieran mandado a echar una mano en mi último trimestre de clase. Supuse que había inventado toda clase de excusas.
¿Cuántas de esas chicas habrían estado, como yo, presas en su propia casa? ¿A cuántas habrían enviado, en cambio, a algún lugar donde les habrían arrebatado a sus bebés para entregarlos a otras familias como si fueran huevos o leche?
Dudaba de que muchas se vieran en mi difícil situación, en la que la identidad racial del padre de mi bebé quedaría patente en cuanto diera a luz. Quizá en aquellos lugares impusieran a las chicas como condición al llegar que sus bebés fueran aceptables para cualquier pareja joven que deseara adoptar a un recién nacido. ¿Qué hacían con los bebés de rasgos inesperados, como un defecto físico, un labio leporino o una hipertropía que hicieran pensar en una supervisión médica de por vida? ¿O un bebé de piel oscura nacido de una chica blanca? ¿Qué les pasaba a esos bebés?
Me aliviaba en parte que a mí no me hubieran echado ni me hubieran mandado fuera. De momento.
Cuando ya había repetido mi interminable circuito una docena de veces, mi madre subió, su paso tan cansino como el mío en los últimos peldaños.
—Por favor, deja de pasear —me dijo cuando volvía de mi última pausa delante de la ventana para mirar al otro lado de la calle y contemplar el bosque. El agua formaba charcos en la calle, pero la superficie cubierta de gravilla nada tenía que ver con el torrente de agua que el cielo había desatado, y me pregunté si el muro de contención que Robert había reforzado ese verano aguantaría.
—Estoy inquieta, madre. No puedo evitarlo.
—Haberlo pensado antes de… —Se interrumpió bruscamente.
—¿De qué, madre? ¿De enamorarme? ¿De quedarme en estado después de casarme con él? ¿De destrozar tus minuciosos planes?
Negó con la cabeza. Mi insolencia me horrorizó incluso a mí, sobre todo porque sabía que no iba a servirme de nada. Avergonzándola no iba a conseguir que empatizara conmigo, ni que le preocupara otra cosa que su reputación.
Mi discurso era un desperdicio de energía, y ya me quedaba poca. Aun así, proseguí.
—¿Ya has terminado con tus notas? —le pregunté—. Todas esas ancianas y enfermas creen que eres una ciudadana modélica. Tu preocupación por el sufrimiento de los demás es asombrosa. ¿Y si supieran que me tienes aquí encerrada, oculta como si fuera una leprosa?
No lo meditó mucho.
—Ya sabes lo que pensarían. Sabes dónde vivimos y lo que sentirían nuestros vecinos si supieran la verdad. ¿No comprendes que todo esto lo hago por ti?
—Si no fuera por tu intromisión, estaría con Robert. Nos daría igual lo que pensara la gente.
—Ay, Isabelle, no seríais más que carnaza para ellos. A estas alturas ya os habrían despedazado a mordiscos y escupido al río. Robert probablemente estaría muerto.
—Solo porque has permitido que este pueblo les lave el cerebro. Tus propios miedos te lavan el cerebro.
Ya iba camino de su cuarto después de sus últimas palabras, pero aquello la hizo volver. Me agarré a la barandilla, curvada al final de la escalera, para contener la respiración.
—¿Mis miedos?
Se acercó. Su rostro la delataba, revelaba lo que intentaba negar en su empeño por permanecer impasible, y se le veía en la frente y en el contorno de la boca.
—¿Qué pasaría si tu comité de benevolencia supiera la verdad? ¿Y si supieran que tu hija se ha casado con un negro y que va a tener un hijo suyo? ¿Qué otros secretos saldrían a relucir, madre?
Se acercó tanto que pude olerle el agrio aliento, que tomaba rápidamente y volvía a soltar.
—Basta. No tienes ni idea de lo que estás diciendo, Isabelle. Has traído a esta familia más vergüenza de la que puedes llegar a imaginar.
—¿Tu padre, un borracho que dejó embarazada a tu madre y luego se cayó de un puente? ¿Una madre que hizo de todo para alimentarte a ti y a los que vinieron después de ti sin que figurara ningún padre en la partida de nacimiento? Tienes a todo el mundo a raya para que nadie se entere, pero yo conozco todos tus secretos, madre. Y yo soy ese desliz del que no puedes culpar a nadie más que a ti misma.
Hizo un aspaviento.
—¡Para, Isabelle! ¿Por qué haces esto? No tienes…
Al plantarle cara con mi franca afirmación, me pareció que se encogía delante de mis ojos.
—Es cierto, ¿no es así, madre? —Me sentí pequeña también por apuntar directamente a su vulnerabilidad, pero también al mando, donde jamás había estado—. Tienes miedo de lo que pasaría si se enteraran. De lo que te pasaría a ti, no a mí.
Me había pasado de la raya. Me cogió por el corpiño del vestido, holgado en las costillas porque me había visto obligada a empezar a llevar vestidos suyos desechados en los que aún me cupiera la tripa cada vez mayor, y me zarandeó. El pie me resbaló alrededor del poste y perdí el equilibrio. Caí rebotando en cada peldaño hasta detenerme con un golpe seco en el descansillo que conducía al último tramo de escaleras.
Más tarde recordé claramente haber mirado a mi madre, de pie en lo alto de las escaleras, inmóvil, aferrada a un trozo de su viejo vestido estampado de flores azules, el mismo que se había desgarrado con un bramido casi humano cuando yo había caído. Recordé que me había esforzado por decidir si ella había intentado frenar mi caída o si se había limitado a verme caer, dejando que la madera desnuda y los cantos afilados nos magullaran a mí y a mi bebé no nacido en el descenso. ¿Su cara de terror era por mí? ¿O por ella, por lo que había hecho?
Cuando empezó a dolerme el abdomen, mientras un líquido me corría por entre las piernas, rápido y tibio como la lluvia de verano inundando la calle, oí un gemido. Nacía de algún lugar de mi pecho y brotaba de mi garganta como el de un niño agonizante.