Dorrie, en la actualidad
«Ironía» era la palabra del cuarenta y dos vertical, y caí en ella mientras recorríamos el último tramo a Cincinnati. Mi Stevie Junior muerto de miedo y haciendo tonterías porque su novia estaba embarazada. La madre de la señorita Isabelle muerta de miedo de que su hija estuviera embarazada y haciendo tonterías también.
Casualmente Stevie me llamó justo cuando estaba pensando en él. Yo no estaba del todo preparada para hablar, pero no había mejor momento que aquel. Circulábamos por un tramo recto de carretera, así que saqué el teléfono y pulsé la tecla de contestar. Ya estaba parloteando antes de que se estableciera la conexión.
—A ver, mamá, esto es lo que vamos a hacer. Bailey está cabreadísima. Me ha dicho que más vale que tenga el dinero mañana por la mañana, porque si no se lo contará a su madre, su madre se lo contará a su padre y su padre vendrá y me dará una paliza. O peor aún…
—¡Para! Espera un minuto.
Me recordé cómo respirar (inspira, espira, inspira) procurando mantener la vista en la carretera y las manos al volante, cuando lo único que me apetecía hacer era coger a dos adolescentes por el cuello y retorcérselo. Empezaba a convertirse en un deseo frecuente y no muy sano.
—¿Que pare, mamá? Tú no tienes ni idea de la que tengo montada aquí.
—¿Ah, no? ¿Eso crees? ¿Te refieres a que no tengo ni idea de lo que es hacer frente a un embarazo adolescente? Sí. Tienes razón.
Supe por su breve silencio que había captado la referencia velada a su propio nacimiento, pero continuó.
—Vale, mamá, pero me tienes que dejar ese dinero. Su padre me matará o algo peor. Te lo devolveré. Lo prometo. Con el primer empleo que encuentre, te lo devolveré todo. Mamá. Por favor.
—¿Que «tengo que»?
Decir que estaba furibunda en ese momento habría sido un eufemismo. Pensé en parar para no provocar un accidente, pero estaba deseando llegar a Cincinnati para que pudiéramos irnos a dormir. Estábamos agotadas y no sabíamos con qué tendríamos que lidiar antes de que comenzaran los actos del funeral al día siguiente. Así que seguí conduciendo, solo medio consciente de cómo subía la aguja del velocímetro.
—Hijo, ese dinero era mío. Lo he ganado yo. Y tú me lo has robado. ¿Crees que te voy a dar una palmadita en el hombro y dejarte que te lo quedes?
Empezó a atacarme, a gritarme la madre tan horrible que era por poner en peligro su vida y que, para empezar, probablemente fuera culpa mía que él se metiera en líos porque yo siempre estaba trabajando, trabajando, trabajando, y lo ignoraba y le daba todos los caprichos a Bebe mientras que él solo intentaba buscar a alguien que lo quisiera y…
Un coche de policía apareció en la carretera y se situó detrás de mí. Las luces intermitentes solo sirvieron para potenciar el rojo que yo ya veía.
Alargué la mano hacia la señorita Isabelle con el móvil pegado a la palma. Ella lo cogió, lo escudriñó y arrugó la frente por los sonidos furiosos que todavía brotaban de él. Debí haber colgado antes de pasárselo —ya la había visto en acción una vez ese día—, pero era demasiado tarde.
—¿Jovencito? —dijo. El alboroto procedente del teléfono paró en seco. Dirigí el coche hacia el arcén, procurando no soltar una retahíla de palabrotas de las mías—. Tu madre es un ángel —le soltó—. Un ángel misericordioso. Todos tus gritos e improperios son inútiles. Tu madre te ha hecho un favor no dejando que la policía te lleve a la cárcel por robarle su dinero. Piensa en eso y habla con ella cuando te hayas calmado. Ahora mismo tiene que ocuparse de otro asunto.
Para entonces ya había parado en el arcén. Sin quitarle el ojo de encima al agente que se acercaba a mi ventanilla, vi que la señorita Isabelle buscaba el modo de cortar la llamada.
—Con el rojo —le dije. Luego bajé la ventanilla y descansé la cabeza en el reposacabezas.
—¿Tiene prisa, señora? —me preguntó el agente.
—Huy, ni se lo imagina. —Moví la cabeza. Modelo de contención.
—¿Sería tan amable de enseñarme su permiso de conducir y un recibo del seguro del vehículo?
Saqué el carnet de conducir de la cartera mientras la señorita Isabelle localizaba el resguardo de State Farm. Esperamos en silencio que volviera al coche para comprobar mis antecedentes. Por fin, apareció de nuevo junto a mi ventanilla.
—La voy a multar por exceso de velocidad. Iba a ciento cuarenta en una zona de ciento diez. —Me miró espantado, como si el exceso de velocidad fuese una infracción poco común—. Además, le voy a expedir un aviso porque su carnet de conducir caducó hace dos semanas. Arréglelo cuanto antes. Quizá en Texas sean más tolerantes, pero aquí, en Kentucky, la puedo encerrar por eso —sentenció mirando a la señorita Isabelle como si ella fuera la única razón por la que había decidido no hacerlo.
Me puse colorada y sentí un hormigueo en el dorso de las manos, como si me las hubieran azotado. Miré furiosa la pequeña tarjeta de plástico que solo usaba de vez en cuando para reírme de la foto. No había celebrado a lo grande mi cumpleaños y, gracias a las tarjetas de crédito, no recordaba la última vez que me habían pedido un documento de identidad. En el estado de Texas te mandaban avisos de todo lo demás, ¿por qué demonios no te avisaban de que iba a caducarte el carnet? El agente don Atónito y Perplejo me pasó el portapapeles electrónico para que pudiera reconocer mi estupidez exponencial. (No es difícil imaginar de dónde saqué «exponencial», aunque no recuerdo si era horizontal o vertical). Nos deseó buenas noches —puf— y, en cuanto se fue, solté un gruñido.
—Lo siento, señorita Isabelle. No puedo creer que haya estado llevándola en el coche con el carnet caducado. Y el condenado Stevie Junior… Me va a pagar esta multa también en cuanto encuentre ese trabajo que probablemente ni se moleste en buscar. —La miré—. ¿Qué hacemos? ¿Conduce usted?
La señorita Isabelle suspiró.
—Ay, cielo, a mí me caducó el carnet tres años antes que a ti, así que supongo que vamos más seguras si conduces tú. Ve despacito y no pasará nada. —Me dio una palmada en la mano—. Por cierto, por si te lo preguntas, no me arrepiento de lo que le he dicho a Stevie Junior.
Negué con la cabeza y gruñí por lo bajo.
—Alguien tenía que decírselo.
Señalicé que me quería incorporar a la carretera, notando que la paranoia me oprimía el pecho como siempre después de que un policía me parara, como si llevase una cámara oculta en el coche con la que espiara todos mis movimientos para asegurarse de que lo estaba haciendo bien, aún peor cuando no encajabas en el perfil de ciudadano ejemplar del sistema. ¿Y por qué abrí la boca en ese momento? Ni idea.
—La única razón por la que ese poli no me ha llevado a la cárcel es que había una mujer blanca sentada a mi lado, señorita Isabelle. Se lo aseguro.
Ella me miró. Lo único que hizo fue observarme, pero sus ojos me dijeron aquellas palabras pronunciadas antes demasiadas veces por demasiadas personas en demasiados sitios: «Los de vuestra raza, siempre pensando que vamos a por vosotros».
Creí que iba a perder los nervios otra vez. Sabía que, si no salía del coche, podría hacer algo que iba a lamentar de verdad más tarde. Paré y la señorita Isabelle se quedó pasmada al verme coger el bolso y salir del coche, cerrando la puerta con toda la fuerza con que se podía cerrar aquel armatoste metálico. Caminé por el arcén, sacando mientras tanto la cajetilla de tabaco y el encendedor del bolso. Aquella cosa no encendía lo bastante rápido y tuve que darle una buena calada en cuanto la llama prendió. Me eché el bolso al hombro y seguí caminando hasta que la matrícula del Buick me pareció un punto diminuto a mi espalda. Luego caminé un poco más, reproduciendo mentalmente aquellas palabras no pronunciadas.
Cuando era pequeña había un guardia de seguridad que hacía el turno de tarde y noche en el edificio de protección oficial donde vivíamos mi madre y yo, un agente de policía jubilado de Texarkana que se había criado en mi mismo pueblecito y aún vivía allí. Se hizo amigo de los niños de la urbanización, de los que aún no desconfiaban de los policías y que no habían tenido ya algún encontronazo con la ley por tonterías como pintar grafiti en los contenedores de basura o rayar coches con las llaves. O algo peor. A mí me caía bien. Confiaba en él. Me paraba cuando volvía cansada del colegio, con la pesada mochila a la espalda. Yo siempre me preguntaba en qué estado se encontraría mi madre cuando entrase por la puerta. ¿Feliz y enamorada? ¿Deprimida y dormida? ¿O preparando la cena por primera vez en una semana?
—¿Qué tal en el colegio, jovencita? —inquiría el guardia—. ¿Has tenido que estudiar mucho hoy? ¿Los profesores os han puesto muchos deberes?
Me hacía las preguntas que harían unos padres, aunque a mi madre eso casi siempre era lo último que se le pasaba por la cabeza. Solía preocuparle más si había quedado con alguna amiga para hacer los deberes, no si tenía deberes, sino si estaría en casa de alguien para que ella pudiera salir. Siempre con la confianza de que la madre de la amiga de turno me diera de cenar.
—Siempre tengo deberes —le decía yo.
Él asentía con la cabeza.
—¿Cuál es tu asignatura favorita? Yo odiaba las ciencias naturales, pero era un genio de las matemáticas.
Yo gruñía. Las matemáticas nunca habían sido mi fuerte.
—Está loco. Supongo que me gusta Sociales. ¿Me gusta saber cómo vive otra gente en otros lugares?
Lo convertí en pregunta y estudié su reacción. Casi todos los hombres que conocía, salvo los pocos del colegio, que solían ser profesores de gimnasia o administrativos, eran los novios de mi madre o los otros pringados que rondaban a las solteras de nuestra urbanización. Ninguno se había interesado mucho por mí antes de ese año, cuando de pronto me había crecido el pecho y mis caderas se habían vuelto curvilíneas como las de mi madre, y ahora lo único que quería, por lo general, era salir huyendo de ellos tan pronto como encontrase una excusa.
Pero el agente Kevin no era así. Parecía interesado de verdad en lo que yo pensaba. Y nunca lo vi mirarme de arriba abajo, escudriñándome el pecho y las caderas como si yo fuera un fruto maduro listo para recoger.
—Sociales era divertido. Cuando vas al instituto y empiezas a aprender historia de verdad, la cosa se complica. Entonces sí que hay que estudiar mucho. ¿Vas a estudiar mucho en el instituto, Dorrie?
—Sí, señor —respondí, pero de manera diferente a como decía «Sí, señor» para quitarme de encima a los empleados pesados de la tienda de todo a cien, esos que me seguían por todas partes, me preguntaban si quería algo y me miraban como si ya me hubiera metido algo por la parte de atrás de los vaqueros. Al agente Kevin se lo dije de verdad. Sí, señor, iba a estudiar mucho. Sí, señor, tenía pensado salir pitando de mi pueblo a la menor oportunidad. Y sí, señor, si estudiando mucho lo conseguía, eso haría. Como todas las demás chicas de mi urbanización a los diez, once, doce años. Hasta que los chicos empezaron a robarnos el corazón. De momento, había aguantado mucho más que algunas.
El agente Kevin me contó una vez que estaba ahorrando el dinero extra que ganaba como guardia de seguridad para el anticipo de una casa mejor para él, su mujer y sus hijos. Me gustaba imaginármelo. Vivían en la parte blanca del pueblo, por supuesto, pero la casa no era más que una primera vivienda, un cuchitril de mala muerte. Tenía cuatro hijos y yo imaginaba que no sabrían dónde meterse con tanto juguete y tanta actividad. Quería construirles un sitio grande y bonito en el campo donde tuvieran espacio para jugar, quizá incluso una piscina de verdad, en vez de las inflables de plástico que solían comprar todos los veranos en el Wal-Mart. A mí me habría gustado tener una de esas, pero no lo dije en voz alta. El agente Kevin era agradable y me gustaba que hablara conmigo, como si yo fuera una persona de verdad, no una delincuente en ciernes. Sospechaba que no le gustaban los quejicas.
Pero entonces una tarde, cuando regresé de clase, él estaba de pie junto a un coche de la policía local. Mi madre estaba sentada en la parte de atrás. Corrí hacia el coche, soltando la mochila en la acera.
—¿Ves lo que ha hecho tu amiguito? —me gritó mi madre por la ventanilla del coche de policía cuando me acercaba—. ¿Ves lo que pasa cuando confías en los blancos?
El agente Kevin estaba recostado sobre el coche mientras el policía local le tomaba declaración, de espaldas a mí, con las manos hundidas en los bolsillos, como si sintiera vergüenza por mí. Y quizá también de lo que había hecho.
Mamá siguió despotricando, y yo la hice callar.
—Mamá, por favor, no grites. —Todos los vecinos nos miraban atónitos desde sus balcones. Aquello no era una novedad en nuestra urbanización, pero ella no había sido objeto de entretenimiento antes. No se metía en líos con la ley, aunque no fuese una madre amantísima—. ¿Qué ha pasado?
—El agente Kevin —dijo señalando con la cabeza al hombre que yo había creído mi amigo todo ese tiempo pero que de pronto se comportaba como si no me conociera— me ha denunciado a la poli; dice que estoy en posesión de sustancias ilegales. Ya le he dicho que no era mío. No era mío, Dorrie, te lo prometo.
—Si sale humo de marihuana por su ventana es suyo, señora —señaló el agente local, y mi madre rebuznó.
—Era de mi novio. ¿Qué iba a hacer yo? No puedo controlar lo que hace.
—Ay, mamá, te dije que no le dejaras fumar en casa.
No sabía bien con cuál de los dos enfurecerme más, si con mi madre por dejar que ese imbécil entrara en nuestra casa e hiciera idioteces o con el agente Kevin. Era su trabajo, sí, pero ¿qué iba a hacer yo si se llevaban a mi madre a la cárcel? ¿Cómo iba a estudiar mucho si no tenía ni idea de lo que iba a pasar a continuación? Me imaginaba en casas de acogida. Era probable que mi madre dijera la verdad: la maría seguramente era de su novio. Ella no se la podía permitir. Claro que no me habría extrañado que también ella hubiera fumado.
¿Y dónde estaba el novio ahora?
—¿Dónde está Tyrone?
—Se ha ido. Se ha largado cinco escasos minutos antes de que el perrillo faldero del sheriff este llamara a la policía y vinieran a por mí. No me sorprendería que tu queridísimo agente Kevin lo tuviera todo previsto. Lleva un tiempo buscando un motivo para meterme en líos y que me echen de este sitio. Te ha estado utilizando para vigilarme. Créeme.
Me costaba creerlo. ¿Por qué el agente Kevin iba a dar la voz de alarma precisamente sobre mi madre sin proporcionarle la oportunidad de explicarse? En nuestra urbanización se llevaban a cabo actividades ilegales con drogas todos los días y tampoco era que mi madre anduviera por la zona hasta arriba de heroína. Quizá se había fumado algún porro. Las normas eran las normas, sí, pero ¿por qué mi madre y no los delincuentes de verdad? Tal vez necesitara hacer méritos ese día y mi madre fuera un blanco fácil.
Mamá se declaró culpable de una falta leve. Pasó tres noches en prisión porque no podía pagar la fianza, pero también nos privaron del derecho a ocupar una vivienda de protección oficial durante un año. No se podía vivir de las subvenciones del gobierno con antecedentes de drogadicción. Mi madre debió asistir a un programa de rehabilitación supervisado y tuvimos que vivir con el borracho de su padre —mi abuelo, aunque yo nunca lo vi como tal porque no nos profesábamos mucho afecto— en una casucha medio derruida a las afueras del pueblo hasta que pudimos solicitar de nuevo una vivienda del gobierno.
El día en que mamá salió de la cárcel me explicó que el agente Kevin había esperado a que Tyrone se marchara, había llamado a la puerta y le había dicho que no la denunciaría si a cambio le hacía un favorcito. Ella se negó y él llamó a la policía.
Me ardía la cara de rabia. ¿Mi agente Kevin? ¿El hombre en el que yo confiaba? ¿El que me había dejado en paz cuando los otros hombres me miraban con ojos lascivos? ¿Al que yo había imaginado en su casa con su preciosa esposa y sus cuatro hijos guapísimos?
No estaba segura de si creerla. Pero era mi madre. Debía de haber al menos un ápice de verdad en lo que decía. Aprendí a no confiar en alguien solo porque me tratara bien. Probablemente esperaban el momento de atacarme, como una serpiente en la hierba. Ese fue el año en que empecé a estudiar solo para aprobar.
Así que, vale, a lo mejor mentía cuando decía que yo no juzgaba a la gente por el color de su piel. Procuraba no hacerlo; la mayoría de los días me convencía de que no se podía juzgar a toda una raza por los actos de una sola persona. Sin embargo, a veces algo destapaba aquel viejo recuerdo. Resurgía y, de pronto, no veía otra cosa que al agente Kevin cada vez que contemplaba otro rostro blanco. El corazón me decía que tuviera cuidado. El corazón me decía que un rostro blanco no me depararía nada bueno. El corazón me decía que no podía confiar en los hombres ni en las personas de rostro blanco.
Así que cogí todo el dolor que había permanecido escondido en el fondo de mi corazón tantos años y lo lancé en mil pedazos a mi espalda, a la señorita Isabelle, mientras caminaba.
Por fin, cuando hube consumido por completo el cigarrillo, volví. Aunque estaba enfadada, también me sentí cruel al llegar el coche. La señorita Isabelle estaba allí sentada, pálida, con el corazón tan alborotado que la blusa le aleteaba como si escondiera un pajarillo bajo el tejido.
—Lo siento —le dije mientras me incorporaba a la carretera—. No iba a dejarla aquí sola. Solo necesitaba salir un rato para no hacer o decir ninguna tontería.
—No pensaba que fueras a dejarme aquí sola. Sabía que necesitabas un minuto, pero ¿por qué te has enfadado tanto conmigo?
—Usted ha pensado que yo estaba diciendo eso, señorita Isabelle. Lo de ser culpable solo por existir, ya sabe, un negro al volante. No se imagina lo que es vivir siempre bajo esa nube de sospecha, que siempre haya alguien dispuesto a lincharte por la cosa más nimia, como si fueras la prueba de lo que pensaban.
—Yo no he pensado eso, Dorrie. Pero tienes razón, no sé lo que es. Y me entristece que sigamos haciéndonos esto los unos a los otros en el mundo en que vivimos.
Volvía a arderme la cara, después de tantos años. Hice memoria y recordé su rostro. Me había precipitado. Lo había dado por supuesto. Probablemente tenía razón respecto al policía, pero quizá había juzgado erróneamente a la señorita Isabelle. Tal vez lo había hecho.
Por fin empecé a relajar los hombros. Estábamos a unos cincuenta kilómetros del pueblo donde habíamos comido; tras rodear Louisville con un desvío, habíamos pasado un rótulo que indicaba que quedaban unos ciento sesenta kilómetros de Cincinnati. Llegaríamos en poco más de una hora.
Salvo que…
Se oyeron un fuerte estruendo metálico y un chirrido en la parte delantera del coche. Luego comenzó a sonar un ruido sordo y la columna de dirección empezó a temblarme en las manos como si hubiera un terremoto.
—Cielo santo, ¿qué es ese ruido? Más vale que pares —dijo la señorita Isabelle.
Ignoré la tentación de soltarle un «¡No me diga!». Llevé el coche con cuidado al arcén, apagué el motor, olisqueé, escuché y miré a ver si había humo o llamas saliendo del capó.
Nada. Por lo menos no estábamos a punto de saltar por los aires.
Me volví hacia ella.
—Y ahora ¿qué hacemos?