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Isabelle, 1940

Si antes mi casa me había parecido una cárcel, ahora lo era de máxima seguridad. De hecho, era una celda de confinamiento. Cuando mis hermanos me entregaron a mi madre como si fueran cazadores de recompensas, ella me cogió la maleta y me llevó arriba. Me señaló la puerta del baño, esperó a que hiciera mis necesidades, luego me siguió a mi cuarto, donde soltó mi maleta al borde de la cama y se fue sin mediar palabra. La puerta tenía cerradura por ambos lados. Oí el giro del metal al otro lado, y después sus pasos alejándose decididos por las escaleras.

Patrick ya estaba trabajando fuera, arrancando la celosía de la fachada de la casa, talando las frágiles ramas del alto cedro más próximo a mi ventana. Intentar descolgarme por esas ramas endebles habría sido una locura. Quizá eso era lo que pensaban; por aquel entonces, puede que no anduvieran muy desencaminados. Al poco, no me sorprendió oír que la escalera arañaba el alféizar de mi ventana. Me asomé. Mi hermano martilleaba unos clavos largos y gruesos en el marco de la ventana de guillotina para evitar que la subiera.

Mis padres discutían a lo lejos, ella con voz firme y severa, él con voz queda y suplicante. Siempre había pensado que papá llevaba en silencio las riendas de la casa, que había decidido que fuera mi madre la que se encargara de todo. Entonces supe la verdad.

Al principio, mi madre me traía bandejas de comida tres veces al día y esperaba en la puerta del baño a que me bañara o hiciera mis necesidades. Aprendí a no beber mucha agua o té porque debía atender las urgencias más elementales y privadas del ser humano conforme a su horario. Bebía a sorbitos hasta poco antes de que me llevara la siguiente comida y me dejara ir al baño, porque me negaba a llamarla.

Terminó permitiéndome bajar para algunas comidas, pero solo aquellas en las que mis hermanos estaban presentes, instruidos por ella, seguro, para que me persiguieran si escapaba. Aunque tampoco hacía falta que se lo recordaran. Mi madre me miraba sin expresión; ellos, cuando no me ignoraban, me contemplaban con cara de asco. Prefería comer en mi cuarto.

Aún no tenía ningún plan. Cuando mi madre por fin me habló fue para asegurarme que, como se me ocurriera ponerme en contacto con Robert, se encargaría personalmente de que él y su familia recibieran un castigo más severo de lo que yo podría llegar a imaginar. Nell estaba claramente ausente y a Cora la veía un par de segundos alguna vez que entraba y salía corriendo del comedor para servir café o rellenar los platos. Nunca me miraba. Yo apenas intentaba establecer contacto visual de lo avergonzada que estaba por todos los problemas que le había causado a su familia.

Lo único que me mantuvo dentro de los límites de la cordura durante aquellas semanas fue escribirle una carta tras otra a Robert, aunque no tenía ni idea de si alguna vez las leería. Me di cuenta de que, cuando había recogido precipitadamente todas mis cosas en el cuarto de la casa de huéspedes, había olvidado el dedal en la mesilla. Al recordarlo, me dejé caer al suelo y lloré durante horas. No disponía de un solo recuerdo físico de Robert. Todo había desaparecido. Recé para que él hubiera encontrado el dedal y lo hubiera guardado. También me preocupé. Quizá hubiera interpretado mi olvido como un indicio de rechazo. Lamenté entonces no haber tenido la presencia de ánimo necesaria para dejarle una nota. Me preguntaba si Cora le habría dicho que me tenían presa.

Por fin pude hablar con mi padre cuando mi madre fue un momento a la cocina mientras Jack y Patrick, que ya habían terminado de comer, fumaban en el porche. Desde mi captura, ella ya no se quejaba de que fumaran ni los mandaba a la parte de atrás. Supongo que ya los consideraba hombres, como consecuencia de su heroicidad.

Le rogué a mi padre que me explicara por qué les había permitido que fueran a por mí, por qué no nos había dejado en paz después de descubrir que yo amaba a Robert.

—No es justo. Es muy injusto. Pensé que querías lo mejor para mí, papá. Que querías que fuera feliz. Y que también querías lo mejor para Robert. Nos queremos. Aún puede ser médico. Yo podría ayudarle. Siempre me has dicho que sería una buena enfermera. ¿Cómo le has permitido a madre que me haga esto? —balbucí, desesperada, soltándole de golpe todo lo que había esperado a decirle cuando estuviéramos solos.

—Isabelle, mi niña…

Suspiró, encogiéndose de hombros como si yo tuviera que entenderlo. Lo que entendía era que había dejado que otros decidieran el destino de mi matrimonio, aunque respetara a Robert, aunque confiara en él desde hacía años y hubiera alentado su formación y se la hubiera proporcionado.

—Ya no soy tu niña, padre —le dije, y miré para otro lado. Después de eso, no volvimos a hablar en mucho tiempo. Ya no volví a llamarlo «papá».

Otro día conseguí mantener una conversación con Cora. Mi padre había salido corriendo después de que ella asomara la cabeza al comedor para comunicarle que tenía algún paciente urgente. No tenía claro adónde había ido mi madre. Se había quejado de jaqueca, así que supuse que se habría acostado. Jamás me habría dejado completamente sola. Mis hermanos no estaban. Cogí unos cuantos platos y los llevé a la cocina con la excusa de ayudar a recoger la mesa, algo que había hecho a menudo en el pasado.

Empujé las puertas batientes, sobresaltando a Cora. Alzó la vista del agua de fregar y me vio con un montón de platos de la cena. Volvió a mirar a otro lado y me ignoró, salvo por un gesto de barbilla con el que me indicó dónde depositar los platos, pero yo no solté la porcelana. Si alguien hubiera entrado, habría parecido que acababa de llegar.

—¿Robert está bien? —le pregunté, en voz baja y agitada. No le di ocasión de responderme; empecé a disculparme enseguida por miedo a que aquella fuera mi única oportunidad de hacerlo—. Siento mucho todo lo que ha pasado, todos los problemas que os he causado a ti y a tu familia. Pero yo le amo, ¿sabes? Solo lo hice por eso. Le amo, Cora.

Se secó una mano en el delantal y se la llevó cerca del ojo, en apariencia para rascarse, aunque bien podría haber sido para enjugarse una lágrima.

—No puedo hablar de ello, cielo. Váyase y tenga cuidado. No se preocupe por nosotros.

—Pero Robert…

Cora volvió en redondo la cabeza.

—Estamos todos bien, pero si sus hermanos se enteran de que ha intentado hablar conmigo, cumplirán sus amenazas. Al día siguiente de traerla, fueron a casa buscando a Robert, y van en serio. Probablemente no sobreviva a lo que le hagan la próxima vez si le vuelve a poner la mano encima o alguno de nosotros intenta hablar con usted. No solo a Robert. Hablaron de nuestra casa, de la iglesia, hablaron de daños accidentales, de cosas que arderían. Tiene que dejarnos en paz, señorita Isabelle.

Se volvió de espaldas. No pude verle la cara, pero se le entrecortó la respiración, como si quisiera contener una emoción. Me temblaron las manos. Dejé los platos de la cena en la encimera; los restos de salsa ya solidificados y su aroma me revolvieron el estómago al tiempo que las palabras de Cora me encogían el corazón.

Mi madre me preguntó si necesitaba algo de la farmacia para la menstruación. Su preocupación me sorprendió. Luego el suave golpeteo del cubo metálico en los azulejos del baño me lo aclaró. Esperaba un indicio, una señal de que mi cuerpo no había sufrido ninguna alteración que avergonzara visiblemente a la familia.

Un día le dije que necesitaba compresas y suspiró con fuerza, y el alivio relajó su cuerpo por completo, de la cabeza a los pies. A los pocos minutos, me tiró una cajita por la puerta. Sentí que me encendía. Nunca habíamos hablado de su uso más allá de lo necesario. Estoy segura de que supuso que me daba vergüenza.

Pero no era la vergüenza lo que hacía que me sonrojase, sino la furia.