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Dorrie, en la actualidad

No podía ni imaginar cómo debió de sentirse la señorita Isabelle teniendo que abandonar el sitio que Robert y ella habían creído que sería su hogar. Él debió de volverse loco de inquietud y de pena al regresar después a aquel cuarto vacío e imaginar lo que le esperaba a Isabelle en casa. Sin embargo, de no haber ido a por comida quién sabe lo que podría haber pasado cuando aparecieron aquellos patanes con los puños en alto y una pistola en el bolsillo. (Patanes, sesenta y dos vertical. La definición bien podía haber dicho «Jack y Patrick McAllister»). Y su padre… yo quería que me cayera bien. Parecía un hombre justo, un hombre que amaba a su hija más que a nada. Supuse que tendría las manos más o menos atadas por los tiempos que corrían, y si hubiera querido ayudarles se habría visto en franca minoría. Pero lo odiaba también por dejar que aquellos asquerosos hermanos suyos consiguieran lo que se proponían.

Habíamos pasado de largo Elizabethtown mientras la señorita Isabelle hablaba. No había tenido valor para interrumpirla. Más adelante había una salida a otra pequeña localidad, con otro nombre de persona, claro.

—¿Le apetece comer? —pregunté, aunque no fuera el mejor momento.

La señorita Isabelle soltó un pequeño suspiro, como si recordar aquel día la hubiera agotado. Confié de nuevo en que no fuera un error dejar que me contara su historia. Pero ¿qué iba a hacer? No era una niña, y yo no podía impedirle que me lo contara si quería.

—De hecho, tengo hambre —dijo como sorprendida.

Ante los tres o cuatro restaurantes de pueblo habituales en los márgenes de la interestatal, optamos por el establecimiento de una cadena de desayunos que conocíamos, pese a que ya habíamos desayunado de sobra esa mañana. La camarera nos sentó enseguida.

Sin embargo, más de setenta años después de la boda de la señorita Isabelle, algunas personas todavía no nos toleraban, y lo más sorprendente era quiénes eran esas personas. Había un tipo con su mujer en la mesa de al lado. Antes de que nos hubiéramos instalado siquiera, empezó a mirarnos fijamente y a darle pataditas a su mujer cuando creía que no lo veía, torciendo la cabeza hacia nosotras para llamar la atención de ella. La mujer miró, chascó la lengua y movió la cabeza. Luego siguió untando mantequilla en sus tortitas, pero el imbécil de su marido continuó escudriñándonos a la señorita Isabelle y a mí como si nos hubiera salido una segunda nariz en la cara.

Quizá lo mejor habría sido ignorarlo y seguir con nuestra comida. Las dos estábamos algo más que tensas después de que la señorita Isabelle me contara que sus hermanos la habían obligado a abandonar a Robert. Quizá lo que ocurrió después en aquel restaurante no habría sucedido de no ser por nuestro estado anímico.

Tal vez la señorita Isabelle se dejó llevar un poco.

¿Y cómo iba a impedirle yo a una mujer furibunda de casi noventa años que expresara una opinión perfectamente válida?

—Joven —le dijo, y casi me parto de risa. El tipo tendría unos sesenta como poco, pero era un bebé comparado con la señorita Isabelle—, ¿no tiene nada mejor que hacer que mirar fijamente a la gente?

Él parpadeó extrañado y miró a su esposa, que obviamente se proponía ignorar la situación. Cogió otro pedazo enorme de tortita y se lo metió en la boca, lamiéndose los labios para atrapar el sirope que se le escurría. Don Ojosdehuevo contempló su propia comida mientras el camarero nos traía el agua helada y las cartas. Pero al poco rato empezó de nuevo a mirarnos con disimulo, recolocándose en el asiento para poder oír nuestra conversación, que era escasa porque las dos estábamos agotadas.

Cuando volvió el camarero a tomarnos nota y se fue a colgar la comanda encima de la plancha, el hombre ya estaba embobado otra vez. Y puede que la señorita Isabelle lo hubiera ignorado si él no se hubiera recostado en el asiento de cuero sintético, con el palillo de dientes colgado de la comisura de la boca y las piernas tan separadas en aquellos vaqueros ajustados que le podría haber distinguido el contorno de los cataplines si lo hubiera mirado lo bastante cerca —cosa que no hice, gracias a Dios—, ni le hubiera susurrado a su mujer con la intención de que lo oyéramos:

—Nunca había visto a una joven negra y una anciana blanca juntas en un restaurante de por aquí. ¿Crees que será su criada? —se mofó—. ¿La señora la habrá sacado para celebrar un cumpleaños o algo? Si no, no entiendo por qué…

La señorita Isabelle se puso en pie en el estrecho espacio que separaba nuestras mesas. Le costó un poco erguirse por completo, como es lógico. Lo bastante como para que me diera tiempo a pensar: «Huy, no, no lo ha dicho». El muy imbécil no debería haber dicho eso, pero ¿qué se le iba a hacer? Esperé los fuegos artificiales.

—No, no es mi criada. Es mi nieta. —Seguro que me quedé tan pasmada como el hombre—. Además, tengo casi un centenar de años y me cuesta creer que aún haya imbéciles como usted sobre la faz de la tierra. Por si no se ha enterado, ahora es perfectamente aceptable que los blancos y los negros se relacionen. Que sean amigos o parientes. O amantes.

Nuestro camarero se acercó tímidamente y la señorita Isabelle le hizo un ademán para que se fuera.

—Señor, prepare nuestra comida para llevar. No puedo estar en este local ni un minuto más.

El camarero se quedó allí, moviendo las manos de manera nerviosa, sin saber bien cómo manejar esa situación sin duda delicada. La señorita Isabelle sacó la tarjeta de crédito del monedero y me hizo una seña para que la siguiera. Nos sentamos en la zona de espera hasta que el camarero nos entregó unos humeantes envases de comida para llevar y unos vasos con tapa.

—Acepte mis disculpas, señora. No sé bien qué ha pasado allí, pero lo siento mucho. ¿Está segura de que no quiere sentarse en otra parte y disfrutar de su comida?

—Ay, cielo, no es culpa suya —respondió la señorita Isabelle. Miró a la gerente, que estaba detrás de él. Seguro que la mujer estaba pensando en la bronca que le iba a echar el responsable de relaciones interraciales por lo sucedido—. Pero le sugiero que cuelguen un cartel en la puerta que diga que no sirven a intolerantes, del color que sean.

El camarero metió los recipientes de comida en una bolsa con asas y le devolvió la tarjeta a la señorita Isabelle.

—No le voy a cobrar. Lo sentimos mucho.

—Ah, no me importa pagar la comida —repuso ella, pero él insistió.

Encontramos un pequeño merendero en la plaza de la localidad. La zona estaba salpicada de monumentos y postes indicadores. Toda la escena, bordeada de antiguos edificios, era de lo más pintoresco (once horizontal) y, por fin, completamente distinta de cualquier cosa que yo hubiera visto en casa. Comer de aquellos endebles recipientes de poliestireno se me hacía raro e incómodo. La señorita Isabelle echaba humo, pero al final suspiró y relajó los hombros.

—Lo siento, Dorrie. No debería haber montado una escena ahí dentro, pero ya sabes que no me cabe en la cabeza esa clase de…

—Ay, calle. Desde ahora es usted oficialmente mi heroína. —Era cierto. Yo no habría podido decir mejor lo que ella había dicho—. A veces no entiendo el comportamiento de la gente, incluso de los negros. Algunos tienen la idea de que es una deslealtad relacionarse con blancos. Si no lo llega a decir usted, lo habría hecho yo.

Y así era. Esos negros se parecían mucho a mí. Si uno se fijaba bien, podría haber sido su hija. Lo que me recordó…

—Señorita Isabelle… ¿su nieta?

Seguramente se estaba mofando del tipo, pero tenía que preguntárselo. ¿Había alguna razón mayor por la que me había invitado a hacer aquel viaje, alguna que a mí ni se me había pasado por la cabeza?

—No se me ocurría una forma mejor de borrarle la expresión de sabiondo de la cara a ese cretino, con perdón. Así que ¿y qué si me apetece llamarte nieta? Ahora mismo eres lo más parecido a una familia que tengo.

El cumplido me conmovió, pero también me entristeció. Apuré la Coca-Cola light confiando en que se me pasara.

—Ay, deja de mirarme así, Dorrie. Sé lo que estás pensando y todo eso ya es pasado. Tienes cosas más importantes de que preocuparte que una anciana y su vieja historia. Lo que quiero saber es qué vas a hacer con lo de Stevie Junior. ¿Lo has decidido ya? ¿Y con tu novio? ¿Lo vas a dejar esperando hasta que se rinda? ¿Te parece lo más acertado?

Suspiré y me recompuse.

—Aún lo estoy meditando. En esto quiero tomarme mi tiempo, en vez de precipitarme e intentar arreglar las cosas de la primera forma que se me ocurra. A menos que, Dios no lo quiera, Stevie haya decidido seguir adelante, gastarse el dinero y empeorar aún más las cosas, bien puede esperar un par de horas y darle unas cuantas vueltas más a toda esa mier… a todo este lío en que se ha metido. En cuanto a Teague, bueno, probablemente ya se haya rendido.

—No lo sé —dijo la señorita Isabelle—. A veces los buenos te sorprenden. A veces aguantan más de lo que pensabas… cuando ya creías que se habrían rendido.

Ya habíamos terminado de comer, aunque la señorita Isabelle solo se había comido la mitad de su sándwich especial de dos pisos y las bolitas de melón fresco. Metí los desperdicios en la bolsa y la tiré a la papelera que había junto a la mesa. Volvimos despacio al coche, cada una absorta en sus pensamientos.