Isabelle, 1940
Al ver que no volvía a casa la noche de mi boda, mi padre quiso llamar a la policía enseguida. Mi madre sospechaba la verdad.
Cora y Nell habían llegado temprano el domingo para preparar la cena, y mi madre acorraló a Nell en el comedor mientras ponía la mesa. La interrogó repetidas veces, pero ella fingió que no sabía nada.
Mi madre registró mi cuarto. Nell la observaba, aterrada al pensar que cualquier cosa que encontrara podría incriminarla a ella. Se escabulló y le contó a Cora lo que habíamos hecho. Cora la condujo de nuevo arriba, donde repitió tartamudeando su confesión. Estoy segura de que Cora esperaba que mi madre prescindiera de los servicios de las dos. Yo había dejado una nota en el escritorio de mi padre, en su despacho, y Robert le había dejado a Nell una para sus padres. No decíamos dónde íbamos a vivir, solo que habíamos encontrado a alguien que nos casaría en Cincinnati y que ya nos pondríamos en contacto con ellos. Nell le entregó la nota a mi madre, en la que Robert mencionaba la iglesia donde teníamos pensado casarnos. Había querido que Cora supiera que estaríamos casados a los ojos de Dios, no solo ante la ley.
Mi madre mandó de inmediato a mi padre y a mis hermanos y, por supuesto, el predicador hostil no dudó en enviarlos a St. Paul.
El reverendo Day acababa de concluir el oficio dominical y disfrutaba de una cena tranquila con su esposa cuando llegó mi familia. Sarah fue corriendo a la cocina a recoger el caos de los preparativos de la cena y dejó que su esposo abriera la puerta. Los miembros de su congregación los visitaban a menudo sin previo aviso los domingos por la tarde, cargados de postres o problemas que no podían esperar hasta el lunes. Ella se apresuró a lavar cazos y sartenes y a limpiar la encimera para recibir a los invitados, pero se quedó de piedra al oír unas voces furiosas en la entrada.
Uno de mis hermanos le ordenó al reverendo Day que les dijera si nos había casado a Robert y a mí el sábado. El reverendo intentó eludir sus preguntas, pero las voces aumentaron de volumen y se volvieron irascibles.
Sarah se asomó por la puerta de la cocina y vio a mis hermanos rodeando a su esposo, con los puños en alto, amenazando con golpearle en la cara si no les decía la verdad.
Mi padre quiso intervenir.
—Chicos, esa no es forma de hacer las cosas. Como verá, reverendo, estamos muy disgustados por la desaparición de mi hija. No tiene más que diecisiete años y no contaba con permiso para casarse. Solo queremos encontrarla y ver de qué va todo esto. Queremos llevárnosla a casa.
—Papá, ya nos encargamos nosotros. Sabemos cómo hacer hablar a este negro.
Jack (lo sé porque luego Sarah lo describió como el más bajo y fornido) hizo caso omiso a mi padre y siguió acosando al reverendo Day. Me alivió saber que mi padre había intentado razonar con el reverendo en lugar de intimidarlo. Me dolió que no fuera más rotundo con mis hermanos, aunque debería haber supuesto que no les plantaría cara, ni siquiera entonces, ni siquiera por mí. De pequeña lo había visto negar con la cabeza y dar media vuelta cuando encontraba los cuerpos desmembrados de insectos que mis hermanos dejaban a su paso, o los restos de crías de conejo a las que despellejaban por diversión y después dejaban tiradas en la hierba. Yo lloraba y le suplicaba que castigara a mis hermanos, que les hiciera sufrir tanto como las criaturas inferiores a las que habían atormentado, pero mi madre se limitaba a decir: «Los chicos son chicos, John». Y, como de costumbre, él se sometía a su criterio.
Con el rabillo del ojo el reverendo vio a Sarah, y, ella dedujo de su mirada frenética que debía ir a advertirnos a Robert y a mí.
El pastor los entretuvo cuanto pudo. Mis hermanos le dieron una paliza. Lo abofetearon y le dieron puñetazos mientras mi padre miraba, impotente, viendo ignoradas sus protestas. Sin embargo, cuando amenazaron con hacerle daño a Sarah, el reverendo se rindió. Les facilitó la dirección de la casa de huéspedes y rezó para que a su esposa le diera tiempo a avisarnos.
Robert y yo habíamos pasado una mañana relajada, tirados en la cama, perfeccionando lo que ya habíamos descubierto que hacíamos muy bien juntos, pero a primera hora de la tarde empezó a rugirnos el estómago. Robert se puso los pantalones y la camisa de mala gana, fue al baño a asearse y volvió a darme un último beso en los labios. Yo aún estaba en la cama, saboreando el sueño que parecía estar viviendo.
—No te muevas —me dijo—. Estaré de vuelta antes de que puedas contar hasta sesenta y tres, y luego organizaremos un picnic, aquí mismo, en el colchón.
Suspiré y sonreí. Salió, luego volvió a abrir la puerta para asomarse y me tiró otro beso. Al fin, sus pasos se alejaron por el pasillo y después por las escaleras, y yo me dejé llevar, medio dormida, medio despierta. Sabía que debía levantarme enseguida para adecentarme el pelo y lavarme los dientes, pero era demasiado feliz para moverme. Me quedé dormida.
Más tarde me enteré de que a Robert le había costado encontrar una tienda abierta; presos de nuestra dicha, habíamos olvidado que era domingo. Lamentó haber rechazado el ofrecimiento de Sarah de que nos lleváramos los restos de la cena del día anterior. Por fin encontró un café donde servían almuerzos y gastó demasiado dinero en una comida cara para llevar. No quería volver con las manos vacías en nuestro primer día de casados.
Una llamada nerviosa a la puerta me despertó de un sobresalto. Sabía que no era Robert. Me puse la bata y me la até torpemente mientras me dirigía a la puerta.
—¿Quién es? —dije con un hilo de voz.
—Soy Sarah Day. Rápido, abre la puerta.
Al oírla se me helaron las entrañas. Enseguida temí que le hubiera ocurrido algo a Robert. De algún modo, Sarah lo sabía y había venido a informarme. Mi segundo pensamiento, que mi familia hubiera encontrado al reverendo Day y le hubiera hecho hablar, fue el correcto, por supuesto.
Hice entrar a Sarah. El delantal que llevaba debajo del abrigo incrementó mi temor. No se había molestado en quitárselo antes de salir de casa, y tenía el presentimiento de que Sarah Day jamás llevaría un delantal en público. La agarré por los brazos.
—¿Qué ocurre? ¿Robert está bien? ¿Qué ha pasado?
—Ay, cielo, tenéis que daros prisa. Tus hermanos y tu padre han estado en mi casa y probablemente vengan hacia aquí ahora. Saben lo de la boda. He venido a avisaros; estoy segura de que no os queda mucho tiempo.
Oí sus palabras, pero la conmoción y el terror hicieron que me derrumbara sin más sobre el colchón.
—¿Qué hago? Robert ha salido a por algo de comer. ¿Qué puedo hacer, Sarah? No sé qué hacer.
—Que Robert no esté probablemente sea lo mejor. No me fío mucho de tus hermanos. Cuando me he ido, estaban furiosos y amenazaban a mi marido. Creo que quizá debería ir a por Robert, llevármelo lejos de aquí. Podrían hacerle mucho daño, si es que lo dejan vivir. —Sé que las dos vimos imágenes mentales del chico que el reverendo había descrito el día anterior—. Tu padre se ha mantenido al margen, no quería causar problemas, pero no creo que sea rival para esos chicos.
Tenía razón. La insistencia de mi madre en la indulgencia los había echado a perder, les había generado un exceso de confianza en sí mismos. Sabía que no tenían miedo de enfrentarse o hacer daño a quien se interpusiera en su camino, ni siquiera a nuestro propio padre.
—Tienes razón. Por favor, vete, Sarah. Ve a buscar a Robert. Dile que no vuelva hasta que… no sé hasta cuándo. Yo me encargaré de mis hermanos.
Vaciló en la puerta.
—Cielo, tu padre dice que solo tienes diecisiete años, ¿es eso cierto?
Asentí con la cabeza, avergonzada de mi mentira.
Movió la suya.
—Ay, cariño, eso no ha sido muy inteligente por tu parte. Has mentido, no solo a tus padres sino también a nosotros. Va a ser difícil que este matrimonio se sostenga con eso, y mucho más que lo vuestro sobreviva a todo lo que os espera.
Me doblé de tristeza y lloré, y ella se fue. También le había mentido a Dios. Todos mis planes eran inútiles ahora. Lo que había hecho hasta entonces era lo único que podía hacer. Recé para que Robert se hubiera alejado lo suficiente como para no toparse con mis hermanos, y para que Sarah lo encontrara y pudiera avisarle a tiempo. Robert sabía que mis hermanos no me harían daño, aunque estuvieran furiosos. Estaba casi convencida de que Robert haría lo que le convenía y se mantendría alejado el tiempo que fuera necesario.
Al final, no obstante, me puse el vestido que llevaba antes de nuestra boda y adecenté la estancia para que no pareciera que había pasado la mitad del día en la cama con un hombre. Aunque sí lo hubiera hecho. Aunque fuera mi esposo y tuviera todo el derecho del mundo a hacerlo.
Podría haberme marchado. En el rato que me quedó después de adecentar el cuarto, mi corazón me podía haber señalado esa salida como la obvia. Recoger lo que pudiera, ir a buscar a Robert y huir a algún lugar donde pudiéramos volver a empezar, donde pudiéramos vivir en paz como marido y mujer.
¿Existía ese lugar?
Sin embargo, en el fondo sabía que huir no era la solución. Sabía que, si mis hermanos no me encontraban a mí, terminarían encontrándonos a los dos y sería aún peor. Sabía que, si no nos localizaban, harían daño al reverendo Day o, Dios no lo quisiera, a Sarah, como habían amenazado con hacer, y yo no podía hacerme responsable de provocar tanto dolor a personas tan amables y generosas como los Day. A la luz del día lo vi claro: no estábamos nosotros dos solos. Estaba Cora. Estaba Nell. Estaba todo ese círculo de personas a las que respetábamos y amábamos.
Me senté en el sofá y esperé a que volvieran a llamar a la puerta, esta vez sin recato.
La llamada se convirtió en un estruendo. Mis hermanos derribaron la puerta de una patada, desesperados, supongo, por rescatar a su hermana del monstruo que creían que era Robert. ¿Cómo si no creería un negro que tenía derecho a casarse con una chica blanca?
Permanecí en la silla, asustada pero resuelta. Me alivió verlos a los tres, solo a ellos tres. Mis hermanos se alzaban amenazadores en el marco de la puerta; mi padre, detrás, no parecía precisamente pesaroso. Quizá tenía derecho a estar disgustado conmigo por marcharme de casa sin permiso, por tomar una decisión que podía alterar de forma irrevocable lo que se había esforzado tanto por crear.
Que los tres estuvieran allí quería decir que Robert se había puesto a salvo, que lo habían disuadido de que volviera a casa. Confiaba en que Sarah hubiera tenido el sentido común de no decírselo de inmediato, sino de actuar como si se lo hubiera encontrado por casualidad y entretenerlo un rato hablando antes de contarle la verdad. En el fondo aún temía que se atreviera a regresar a la casa y subiera a nuestro cuarto, que intentara protegerme cuando era él quien estaba en peligro.
—¿Te has vuelto loca, niña? —me gritó mi hermano mayor—. ¿Dónde está ese chico? ¿Dónde anda ese negro? En cuanto lo vea lo voy a coger por el cuello y se lo voy a apretar hasta que ya no lo sienta.
Mi padre por fin se adelantó.
—Eso no será necesario, Jack. Ya hemos encontrado a Isabelle. Nos la podemos llevar a casa —replicó mientras cogía a Jack del brazo, aunque este se zafó de él.
—Ese chico ha deshonrado a nuestra hermana, papá. Un negro ha ultrajado a tu pequeña. Y no dejaremos que se vaya de rositas, ¿verdad, Pat? —Miró a mi otro hermano. Patrick negó con la cabeza y me lanzó una mirada de asco—. Si se resiste, tengo algo mejor que las manos.
Vi espantada que Jack sacaba una pistola del bolsillo del abrigo. Querían sangre. Casi podía olerlo. De pronto quise saber desesperadamente si mi madre los había enviado con su bendición, si sabía lo que Jack llevaba en el bolsillo.
—No olvidéis que estáis en Cincinnati, chicos —dijo mi padre—. Aquí las cosas son distintas. Aquí no os tolerarían lo que os toleran en casa. ¿Queréis terminar en la cárcel por esto? Coged a Isabelle, los dos, y vayámonos a casa. Vamos, Isabelle.
Mi padre me suplicó con la mirada que hiciera lo que me pedía.
—Yo no me voy. Le amo, papá.
Jack y Patrick se acercaron. En sus ojos vi que me creían un animal por confesar aquello, pero yo sabía que los animales eran ellos.
—Isabelle, cielo, no tienes elección. Eres menor. Tu matrimonio es nulo. Te vienes a casa con nosotros.
Me plantó cara cuando se había negado a hacer frente a nadie más. Y yo era su favorita. ¿Cómo pudo?
Así que ¿qué otra cosa podía hacer estando mis hermanos dispuestos a que corriera la sangre, deseosos incluso, y negándose mi padre a intervenir? Llegados a ese punto, pensé que lo mejor que podía hacer por Robert era marcharme en silencio, sin dramatizar. Encontraríamos otro modo de estar juntos. Ahora estábamos casados, al menos a los ojos de Dios. Teníamos derecho.
Pero me equivoqué. Debí haberme negado. Debí haber corrido lo más rápido posible, lejos de los que siempre habían dicho que me querían.