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Dorrie, en la actualidad

—Ay, señorita Isabelle, qué romántico.

Noté que se me formaba un nudo en la garganta mientras continuábamos avanzando por la autopista del sur de Kentucky. La tierna historia de su noche de bodas me hizo lamentar muchas de mis estúpidas decisiones de adolescencia. Los tiempos habían cambiado, eso estaba claro, pero quizá toda esa gente que hablaba de abstinencia tenía razón. Aun así, había que decirles a los niños cómo protegerse.

Era demasiado tarde para mí y, obviamente, demasiado tarde para Stevie Junior. Se había pasado demasiado de la raya en los últimos días, tanto que, para mí, lo que él había hecho era mucho peor que las relaciones prematrimoniales.

Aún no había decidido cómo darle a Teague la noticia de que había sido Stevie quien me había robado. No entendía cómo no se había hartado ya de mí, aunque sus mensajes y sus llamadas eran menos frecuentes. Acabaría por dejar de llamarme —contaba con ello—, pero debía reconocer que, muy en el fondo, confiaba en que aguantara mientras yo deshacía el entuerto.

—Me alegro de que tuviéramos nuestra noche de bodas romántica, sí. —La voz de la señorita Isabelle interrumpió mis pensamientos. Me volví a mirarla, y me pareció que sus ojos palidecían en un instante, que aquel azul plata se volvía un poco más gris—. Me cambió la vida, y a él también, sin duda.

—¿Qué pasó después? ¿Y sus familias? Apuesto a que su madre se puso como una fiera.

—Algo así.

La señorita Isabelle se acercó el cuadernillo de crucigramas a las gafas de leer. La vi enfrascada en una palabra a la que aún le faltaban algunas letras, como si tratara de combinar la pista con las letras que ya tenía para sacar la respuesta. Luego suspiró y volvió la cabeza para mirar por la ventanilla un rato. Terminé subiendo el volumen de la radio un par de puntos, como dándole a entender que no hacía falta que me contara la historia en ese momento si no le apetecía. Me tenía preocupada. Íbamos a un funeral, que ya debía de ser un evento triste y doloroso para ella, y ahí estaba, abriéndome el corazón, contándome una historia que sospechaba que jamás le había contado a nadie entera. Me sentía honrada de que me la hubiera confesado a mí, pero temía que no fuera bueno para ella.

Era obvio que en algún momento las cosas habían cambiado radicalmente para la señorita Isabelle y Robert. Todos los rostros de las fotos de sus mesas y paredes eran blancos: su marido, su hijo, los otros miembros de la familia. No había ni una sola foto de un negro. Algo malo había ocurrido. En cualquier caso, me asombraba que la señorita Isabelle fuera tan bondadosa y tuviera una actitud tan positiva. Si yo hubiera perdido a mi alma gemela —no me cabía duda de que Robert y la señorita Isabelle habían sido almas gemelas ni de que se habían perdido el uno al otro—, no sé si habría podido seguir adelante como lo había hecho ella. Me moría de ganas de saber qué había ocurrido entre esa noche y cuando había conocido y se había casado con el único marido del que yo tenía noticia.

Pero podía ser paciente por la señorita Isabelle. Si no me enteraba nunca, bueno, podría vivir con ello.

Al rato le pregunté si quería parar para comer, pero prefirió continuar. Estudió su mapa de carreteras y decidió que podíamos llegar hasta Elizabethtown. Por lo visto, todas las ciudades de Kentucky eran Alguientown o Alguienville. Según sus cálculos, después de eso nos quedarían poco más de ciento sesenta kilómetros, quizá hora y media, y podríamos comer algo en Cincinnati antes de irnos a la cama. A mí me daba igual. Se me había quitado el apetito de tanto pensar en Stevie Junior. Por mí, cuanto antes llegáramos a Cincinnati, antes podría evaluar la situación con calma y decidir qué demonios iba a hacer.

Estudié el paisaje mientras la radio sonaba de fondo. Para mi sorpresa, hasta el momento había encontrado Arkansas, Tennessee y Kentucky muy parecidas a Texas del Este. Nunca me había alejado tanto de casa en coche y, de algún modo, esperaba que las cosas fueran distintas. Supongo que pensaba que el famoso «pasto azul» de Kentucky quizá era azul de verdad. La señorita Isabelle me explicó que solo parecía azul si se dejaba crecer entre treinta y sesenta centímetros, como si alguien fuera a hacer eso. La tierra se extendía suavemente a nuestro alrededor, hacia el este y el oeste de la interestatal, pero yo esperaba algo un poco más exótico. Más antiguo, quizá. Divisé unas cuantas vallas ganaderas hechas con troncos de madera horizontales sobre postes verticales y tuve que reprimir la ilógica necesidad de parar el coche y hacer unas fotos. Sonreí. Yo no era de las que hacían fotos de todo, y menos aún de paisajes. Ni siquiera tenía cámara.

—Parte de lo siguiente es de oídas —dijo la señorita Isabelle sin que viniera a cuento, interrumpiendo mis pensamientos sobre el pasto de aquel color y la toma de fotografías.

—¿De oídas? —Fingí que miraba el cuadernillo que tenía en el regazo—. ¿Es una de las palabras del crucigrama?

—No. De oídas… lo que se sabe por otros, lo que me contaron Sarah Day y los demás, al final.

—¿Sarah Day? —Un hormigueo fue subiéndome desde el estómago hasta el corazón. Albergaba la esperanza de que la señorita Isabelle y Robert hubieran sido un poco felices después de aquella hermosa noche de bodas, pero intuía que lo que había pasado en realidad haría que mis problemas con Stevie Junior parecieran una excursión dominical.

Agarré el volante con más fuerza.