Isabelle, 1940
Sarah Day nos dijo que había preparado mucha carne con patatas y que nos invitaba a cenar con ellos.
—Tenéis que celebrarlo. Casi todas las parejas vienen aquí con amigos y familiares, y puede que luego hagan una pequeña fiesta en algún lugar. Pero vosotros estáis solos. Quedaos. ¡Lo celebraremos todos juntos!
Lo agradecí. Su invitación nos permitía un pequeño período de transición entre la ceremoniosa firma de nuestro certificado de matrimonio y el momento en que Robert y yo estaríamos solos. De pronto, sentía vergüenza. Tenía poca idea de qué debía esperar cuando llegáramos a nuestro alojamiento. Los cuchicheos de las chicas que conocía eran toda la preparación de que disponía para mi noche de bodas.
Cuando terminamos de comer, el reverendo Day no quiso dejarnos marchar solos. Siendo nuestra primera salida como matrimonio, insistió en que debía acompañarme otra mujer. Con la caída de la noche, el vecindario en el que Robert había alquilado un cuarto para nosotros se convertiría en un bullicio de blancos o negros de visita en los establecimientos poco respetables de la zona. Sarah y él nos acompañarían a nuestra nueva residencia.
Robert y yo protestamos enseguida, pero el reverendo Day insistió:
—Nos apetece dar un paseo nocturno, ¿verdad, Sarah?
La sonrisa de Sarah puso de manifiesto sus nervios, pero no discrepó. Su rostro revelaba la verdad: sus paseos nocturnos no solían conducirlos hasta nuestro nuevo vecindario. Aun así, dijo:
—Solo por esta noche, nos gustaría asegurarnos de que llegáis sanos y salvos a vuestro destino.
Se pusieron los abrigos y nosotros cogimos los nuestros, junto con nuestro equipaje. Cuando salimos de su cálido y acogedor hogar, Sarah insistió en que ella y yo fuéramos delante de nuestros maridos. «Marido». La palabra me pilló por sorpresa; era la primera vez que alguien la usaba refiriéndose a mí. Había soñado con ella, pero dicha en voz alta sonaba distinta.
Cuando llegamos a la casa de huéspedes estábamos agotados, pero el paseo tuvo lugar sin incidentes, salvo por las miradas curiosas de algunas personas que pasaban a nuestro lado. Me dio pena que los Day tuvieran que dar media vuelta y recorrer la misma distancia hasta su casa.
Llevada por un impulso abracé a Sarah, aunque hacía menos de doce horas que la conocía. Ella me estrechó entre sus brazos y me susurró:
—Si necesitas algo, lo que sea, ya sabes dónde encontrarme. Os queda un duro camino por delante, pero rezaré por ti todos los días, ¿me oyes?
Robert esperaba con el reverendo Day cerca de los escalones que conducían a nuestro nuevo hogar. Le estrechó la mano al predicador y luego se agachó a coger nuestras maletas.
Una mujer negra abrió la puerta. Me escudriñó sorprendida, pero nos llevó a un cuarto sencillo aunque limpio en el piso superior. El leve aroma a comida haciéndose a fuego lento en la cocina demasiado tiempo impregnaba toda la casa.
—Ni fuegos ni velas, aunque se vaya la luz, que pasa más a menudo de lo que imagináis. Esto es madera vieja y no quiero que nadie me queme la casa. Hago la colada los miércoles, pero se paga aparte. Los domingos no cocino, así que mañana os las tendréis que apañar por vuestra cuenta, y también es demasiado tarde para el resto de la semana, porque ya he hecho la compra. Acordaos de apagar el hornillo después de usarlo. ¿He olvidado algo? —Esperó medio segundo, luego salió a toda prisa y bajó corriendo las escaleras. Al parecer, nuestra nueva casera era una mujer de armas tomar (por mí, bien), algo brusca, eso sí. Ya echaba de menos a Nell y a Cora. Pero Nell y Cora eran mi familia, ahora de verdad. Ansiaba verlas pronto y confiaba en que no estuvieran demasiado furiosas con Robert o conmigo.
Mi marido me señaló los cajones vacíos y un espacio en el armario donde podía guardar mis pertenencias, que de pronto me parecían todavía más escasas. Me llevó apenas un minuto colgar mis vestidos y meter mis otras prendas en la destartalada cómoda perfumada de alcanfor. Dejé el cajón abierto una rendija, confiando en que el perfume se disipara y mi ropa no oliera demasiado a química por la mañana. No quería quejarme, ni que Robert pensara que no nos había encontrado un buen sitio.
Mientras exploraba, él me observaba desde una silla próxima a una mesa diminuta situada delante de una despensa empotrada. En un pequeño arcón de madera que había cerca, encontré un hornillo eléctrico de un solo quemador, una olla de hierro esmaltado y utensilios básicos. El arcón contenía una vajilla de loza desportillada para dos: dos platos, dos cuencos, dos tazas y dos platillos, y cubiertos metálicos deslustrados. Aun antes de explorar la estancia, supe que no encontraría ningún sitio donde conservar víveres en frío. Tendríamos que consumir los productos lácteos u otros alimentos perecederos que compráramos casi inmediatamente. Mi familia había sido una de las primeras de Shalerville en tener frigorífico. Estaba demasiado mimada.
Pero me las arreglaría.
Había aprendido las tareas básicas del hogar observando a Cora y a Nell mientras trabajaban por la casa. Lo que había aprendido de mi madre, en cambio, como bordar, hacer punto o preparar ramos de flores, me sería inútil allí.
—¿Será suficiente? —me preguntó Robert interrumpiendo mi inspección de aquel espacio compacto. Apenas había unos pasos de la cama al comedor y un solo sillón ocupaba el único rincón restante en el cuarto, aunque sus muelles no parecían en muy buen estado.
—Es nuestro hogar… Me encanta. —Traté de tranquilizarlo con una sonrisa nerviosa.
Robert se aclaró la garganta.
—El… baño está al final del pasillo. Lo compartimos con otros dos huéspedes.
Hizo un gesto de disculpa con las manos, aunque me habría sorprendido que fuera de otro modo. También en mi casa había un solo baño para todos los dormitorios de la planta de arriba. No estaba tan mal. Teníamos suerte de que no estuviera fuera del edificio.
—Pues claro —dije—. ¿Qué crees que esperaba? ¿Una suite en el Palace?
Ni siquiera conocía a nadie que hubiera estado en el lujoso hotel del centro de la ciudad.
Robert tiró de mí para que me sentara a su lado al borde de la cama.
—Esa es mi chica —señaló—. Ven.
Enmudeció, y resultó obvio que era la pieza del mobiliario en la que estábamos sentados lo que le había hecho quedarse sin palabras de repente. Esperé. Tenía menos idea de cómo tranquilizarlo de la que él tenía de cómo expresar lo que quería decir.
—Isa, sabes que te amo…
Asentí con la cabeza, abrí mucho los ojos y los músculos de las mejillas y la barbilla se me quedaron fríos y rígidos como por falta de uso, aunque yo sabía que lo que los inmovilizaba no era más que el miedo a lo desconocido. Pero nunca lo había amado tanto como en aquel momento. Acarició la colcha con una mano.
—Ha sido un día muy largo para los dos. Debes de estar agotada. Podemos ir haciendo esto poco a poco. Si quieres.
Agradecí su preocupación. Y sobre todo su paciencia. Era más caballero que ningún otro hombre que yo hubiera conocido en mi vida, aunque seguía creyendo que mi padre también era un caballero, y lo demostraría en cuanto descubriera que me había escapado para casarme. Respondí a Robert con un beso en los labios largo y lento que, esperaba, no le dejaría duda alguna de que estaba preparada para participar plenamente de todos los aspectos de nuestro matrimonio.
Cuanto antes mejor, preferiblemente.
Llevé un pequeño fardo del cajón al baño compartido del final del pasillo, donde me preparé para acostarme con Robert: camisón, cepillo de pelo y de dientes, dentífrico y una tosca toalla. Al volver, me esperaba con el cuarto a oscuras. Había apagado la luz del techo, pero una lámpara de lectura alumbraba en la mesilla de noche.
Lamenté no contar con un negligé en condiciones para mi noche de bodas, pero Nell me había lavado y planchado mi mejor camisón de verano, de lino blanco plisado, con unos tirantes que apenas me tapaban los hombros. Lo había aclarado con agua de rosas, y me sentí tan recién casada como era posible en aquellas circunstancias. ¿Qué habría pensado mientras me preparaba la ropa? ¿Se habría sonrojado al reparar en su finalidad, teniendo en cuenta que era para la futura esposa de su hermano? Me ajusté la vieja y desgastada bata. Había ocupado más espacio en mi maleta del que habría querido sacrificar, pero me alegraba de haberla traído. En el cuarto hacía frío, y era un consuelo tener algo más con que taparme.
Robert había retirado la colcha y me metí entre las sábanas, aún enfundada en la bata pero demasiado avergonzada para quitármela. Robert fue al final del pasillo y, cuando volvió, se quitó los pantalones y la camisa y se metió en la cama a mi lado, vestido solo con sus calzoncillos y su camiseta blancos. Olía a jabón y a agua.
Yacimos juntos a la tenue luz de la lamparita y me pregunté si Robert estaría más versado que yo en el arte de hacer el amor. Suponía que en algún momento habría tenido ocasión de adquirir experiencia, pero algo me decía que no la había aprovechado. Se había dejado llevar por su sueño de ir a la universidad y a la facultad de medicina; quizá había estado tan ocupado que no había hecho uso de esas oportunidades. Me esforcé también por imaginarlo en compañía de la clase de chicas que podrían habérselas proporcionado. A juzgar por lo rápido que había salido en defensa de mi honor en aquel callejón oscuro de Newport, imaginaba que se habría acompañado de chicas más de mi estilo, aunque el color de su piel fuera distinto.
—Robert —le dije al fin, casi en un susurro—, ¿tú has… alguna vez has…? —No pude terminar la pregunta.
—No.
Su simple respuesta me consoló y me aterró a la vez. En el fondo había esperado que uno de los dos tuviera idea de cómo abordar el asunto, pero suspiré aliviada al pensar que ya nunca tendría que plantearme la posibilidad de que hubiera estado con otras antes que conmigo.
—Pero… —añadió— he hablado… con gente. Bueno, con chicas no. He hablado con algunos buenos amigos. Creo que tengo bajo control los aspectos mecánicos.
Su descripción me hizo reír, y eso sirvió para relajarnos a los dos.
De repente, Robert se incorporó y se tiró de rodillas al lado de la cama. Sus largos brazos aún me alcanzaban y metió con cuidado las manos por debajo de mí para acercarme al centro del colchón. Se quedó allí, inmóvil, un instante, acariciándome el pelo y los hombros a través de la bata. Entonces deslizó un dedo por debajo del raído tejido para tocarme la piel del hombro donde el tirante dividía apenas su extensión. Me estremecí.
Me miró a los ojos.
—Tengo que hacerte una promesa, Isabelle Mc… ¡Prewitt!
Sonreí por la rectificación. Esperé.
—Te amo más que a nada, a nadie, a ningún lugar. Jamás soñé que podría amar a una chica tanto como te amo a ti. Supongo que todo comenzó esa noche en Newport, cuando paseamos juntos y no te avergonzaste de mí, cuando quisiste que fuera a tu lado y no detrás de ti. Nunca había visto a una chica blanca actuar así.
Fue él quien rió entonces.
¿Avergonzarme de él? Le agradecía tanto su aparición que ni se me habría ocurrido avergonzarme. Estuve a punto de interrumpirlo, pero me mordí la lengua para que pudiera continuar.
—Lo creas o no, te agradezco todas las locuras que has hecho, aunque a veces haya querido estrangularte. Ahora quiero que te sientas orgullosa de mí. Quiero hacerte feliz y cuidarte bien. Quiero protegerte y mantenerte a salvo. No quiero hacerte daño. Ni ahora, ni esta noche, ni nunca.
¿Qué había hecho yo para merecer a aquel hombre? Contuve el aliento y procuré no verter las lágrimas que habían amenazado con rodar por mi rostro durante su hermoso discurso. No quería que pensara que estaba asustada, o peor, que lamentaba mi decisión. Sin embargo, se me escapó una lágrima solitaria, que descendió despacio por mi rostro hasta que Robert la atrapó con el borde del dedo y la barrió hacia un lado.
Entonces acerqué su cara a la mía, obligándolo a subir de nuevo a la cama. El peso de su cuerpo en mis costillas y mis caderas me recordó el dedal que había llevado encima toda la noche, primero en el bolsillo del vestido y ahora en un bolsillo escondido en la costura de la bata. Lo saqué y se lo entregué a Robert. Él lo puso en la mesilla, donde brilló con el leve resplandor de la lamparita, recogiendo en su superficie todo un abanico de tonos.
Robert apagó la lámpara y alargó el brazo por encima de mí para levantar el toldillo oscuro que tapaba la ventana. Mis ojos se adaptaron a la luz de la luna y con ella, por fin, logré estudiar el contraste entre nuestras manos entrelazadas. Los distintos matices de nuestros tonos de piel —marrón, rosa, crema— eran ahora imposibles de discernir: todo era blanco o negro, con algunos tonos intermedios. Justo como nos vería el mundo. Pero saboreé nuestras diferencias pese al leve temblor de nerviosismo que experimenté cuando Robert empezó a hacerme el amor.
Suspiré al roce de su piel con la mía, suave y sedosa, del vello de sus piernas acariciando las mías, lampiñas, expuestas cuando me desató el cinto de la bata y apartó cada lado.
Me maravilló la cantidad de terminaciones nerviosas que se me activaron cuando pasó los dedos y las palmas de las manos por cada centímetro de mi piel, desnuda cuando, con cuidado, me quitó del todo la bata y me sacó el camisón por la cabeza.
De mi boca escaparon sin querer pequeños gemidos de placer y de dolor, y de placer otra vez cuando se introdujo en el rincón secreto de mi cuerpo sirviéndose del instrumento que apenas me había atrevido a imaginar siquiera en la oscura intimidad de mi antiguo dormitorio para forjar una unión eterna entre nosotros.
Ya no cabía duda. Era suya. Y él era mío.