La señorita Isabelle, en la actualidad
El relato de la sencilla boda de la señorita Isabelle me llegó al alma. Mientras cruzábamos en coche el sur de Kentucky, me recordé de pie delante del hermano Willis, de mi madre y de unos cuantos amigos, cuando prometí amor eterno a Steve un día bochornoso de hacía casi veinte años, con el vientre ya algo abultado —Stevie Junior también asistió a la boda, pese a que yo no le vería la cara hasta varios meses después—. Yo amaba a Steve, pero ya entonces dudaba de su capacidad para cuidar de una familia. Pasaba más tiempo de juerga con sus amigos que conmigo. Incluso desapareció unas horas en nuestra noche de bodas y volvió tan borracho que me lo quité de encima de un empujón cuando quiso besarme. Ya estaba embarazada, ¿qué más daba?
En cambio, la boda de la señorita Isabelle, sencilla como fue, con lo jóvenes que eran y lo solos que estaban, sin familia ni más amigos que el reverendo Day y su esposa, Sarah, sí que parecía de verdad. Se casaron por los motivos correctos, pese a lo que pensaran los demás.
En mi peluquería he conocido a mujeres que se han casado por toda clase de motivos, y muchas de ellas descubrieron el error que habían cometido antes de que llegara a secarse la tinta de la licencia matrimonial. Me contaban cosas que no le contaban a nadie más. Algunas de esas historias sobre sus maridos y lo que hacían a veces harían estremecerse a cualquiera, y no en el buen sentido.
A menudo era yo la primera en ver los moratones ocultos tras el cabello, peinado intencionadamente hacia delante, o las costras de los sitios de donde se lo habían arrancado de raíz. El registro civil del estado me enviaba cartas explicándome que yo podría ser la principal línea de defensa, remitiendo a mis clientas a las organizaciones que ayudaban a las víctimas de la violencia doméstica. Decían que era responsabilidad mía. Así que tenía montoncitos de folletos en la zona de espera y en el mostrador de recepción, donde las clientas podían guardárselos con disimulo en el bolso o en el bolsillo. Los trípticos jamás salían de mi establecimiento, pero los de más arriba estaban arrugados y sobados de tanto manoseo y quizá, esperaba, quienes necesitaban aquella información los hubieran memorizado. Gracias al cielo, Steve nunca había sido violento ni conmigo ni con los niños, aunque no se le diera bien ser marido ni padre.
El maltrato no era el único secreto que conocía. De hecho, ser peluquera era parecido a ser terapeuta no profesional.
Yo detectaba la tristeza en los ojos de una mujer en cuanto entraba, confiando en que un cambio de peinado o de color de pelo le devolviera a su marido errante. Nunca les decía que probablemente no funcionara. Me mordía la lengua cuando las mujeres fantaseaban con recuperar a sus maridos si perdían algo de peso, se arreglaban el pecho o el vientre o cualquier otra cosa que no incidía en absoluto en la capacidad de un hombre para ser fiel. Pensaban que era culpa suya que sus maridos no fueran capaces de honrar los compromisos que habían adquirido. Yo misma lo había creído durante años. Luego me espabilé. Lo único que podía hacer que un hombre cumpliera su palabra era él mismo.
Por lo general, yo solo escuchaba. De cuando en cuando, sin embargo, alguna clienta me pedía opinión o consejo. Entonces era directa y sincera. Me hacía feliz volver a ver a esa misma mujer, una o dos visitas después, resplandeciente y segura de sí misma tras haber tomado una decisión acertada que la llenaba de ánimo y de confianza en sí misma, ya fuera por haberle puesto los puntos sobre las íes a su pareja o por haber empezado una vida nueva en la que tuviera la oportunidad de conocer el amor verdadero.
Pero las clientas que de verdad me partían el corazón eran las que me contaban en susurros casi imperceptibles y aterrados que se habían encontrado un bulto en el pecho. A veces tenía que contestarles que yo les había visto una mancha oscura y escamosa en el cuero cabelludo o una verruga nueva de aspecto sospechoso en el cuello o en el hombro. A veces era la única que veía esas zonas de su piel de forma regular. Y a veces era la única que estaba al tanto de sus citas secretas para hacerse una segunda mamografía o una biopsia, porque estaban demasiado asustadas para contárselo a sus esposos y a sus hijos y pensaban que, si se lo decían, quizá se convirtiera en una posibilidad real. Yo era su refugio.
Lo celebrábamos o lamentábamos juntas cuando volvían con noticias, buenas o malas. Les ayudaba a encontrar cortes de pelo o peinados que compensaran la caída del cabello a puñados, y en más de una ocasión afeité alguna cabeza hasta dejarla completa y esplendorosamente calva cuando una mujer decidía que prefería hacer frente con valentía a su nueva identidad en lugar de verla emerger mechón a mechón, mata a mata.
Ahí estaba yo, la terapeuta no profesional, la trabajadora social, la especialista en diagnósticos, incapaz de evitar que mi propia familia se desmoronara o de decidirme a confiar en otro hombre.
Lo reconocía: estaba aterrada.
Aquella Isabelle de diecisiete años había sido tan valiente, resuelta a seguir los dictados de su corazón y pasar el resto de su vida con un hombre que yo estaba segura de que había sido su verdadero amor, uno que cuidaría de ella y la amaría a ella y a los hijos que tuvieran todo lo que pudiese, sin importarle lo que la vida le deparara. ¿Cómo demonios lo había logrado aquella joven, aún una niña en realidad?
Quería escucharla con atención, averiguar cómo había hecho frente al lío en el que seguramente se había metido con esa boda. Quería encontrar un modo de salir airosa del desastre de Stevie Junior. Quería ver si había una forma de resolver el follón en que había ido convirtiendo mi vida amorosa.
Si alguien sabía cómo, probablemente fuera la señorita Isabelle, y si ella lo había conseguido, quizá yo también pudiera.