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Dorrie, en la actualidad

Cuando conocí a la señorita Isabelle se comportaba más bien como la señorita Miserabelle, literalmente. Pero jamás pensé que fuera racista. Bien sabe Dios que no se me pasó por la cabeza. Puede que yo parezca joven, pero ya hace tiempo que tiro de esta carroza. Por las cosas que me contó, por las arrugas del contorno de sus ojos, por la tensión de ese cuero cabelludo que yo masajeaba con champú, por el estado del pelo que yo enroscaba en el cepillo redondo, ay, supe casi de inmediato que la señorita Isabelle tenía preocupaciones mayores que el color de mi piel. Pese a lo hermosa que era para sus ochenta años, había algo oscuro bajo su superficie que le impedía ser tierna. Claro que yo nunca me empeñé en conocer todos los detalles, quizá por eso nuestra amistad fuera tan bonita. Había aprendido que la gente habla cuando está preparada para hacerlo. Con los años, empezó a ser mucho más que una simple clienta. Era buena conmigo. Nunca lo he dicho en voz alta, pero, en algunos aspectos, era más madre para mí que la que Dios me había dado. Cuando pensaba tal cosa me encogía de miedo, a la espera de que me cayera un rayo encima.

Aun así, el favor que me ha pedido la señorita Isabelle me ha cogido por sorpresa. Bueno, en ocasiones la he ayudado haciéndole recados o arreglándole algo en casa, cosas demasiado tontas para llamar a un profesional, sobre todo aprovechando que yo estaba allí. Nunca le he aceptado un centavo a cambio. Las he hecho porque quería, porque he supuesto que mientras fuera clienta mía, aunque fuese «mi clienta especial», siempre tendría la leve sensación de que formaba parte de mi trabajo.

Esto, en cambio, era algo grande. Distinto. No se había ofrecido a pagarme. Lo habría hecho si yo se lo hubiera pedido, desde luego, pero esta petición no me parecía un trabajo. No era simplemente que buscara a alguien que la llevara de A hasta B y yo fuera la única persona que se le ocurriera. No. Quería que fuera yo. Porque era yo. Lo sabía con tanta certeza como que la luna está en el cielo, la viera o no.

Cuando me lo pidió, descansé las manos en sus hombros.

—No sé, señorita Isabelle. ¿Está segura? ¿Por qué yo?

Llevaba ya cinco años peinándola en su casa, desde que había tenido una mala caída y el médico le había dicho que debía dejar de conducir; jamás la habría dejado a su suerte porque no pudiera venir a verme. Me había encariñado con ella.

Me estudió en el espejo que colgaba sobre su antiquísimo tocador, donde montábamos una peluquería provisional todos los lunes. Entonces los ojos azul plata de la señorita Isabelle, más plata cada año según el azul se iba extinguiendo con su juventud, hicieron algo que yo jamás les había visto hacer en el tiempo que llevaba cortándole, rizándole y peinándole el pelo. Primero centellearon, luego se empañaron. Me sentí las manos como pedazos de arcilla empapados de aquellas lágrimas, y no fui capaz de moverlas ni de asirle los hombros con más fuerza. Ella no habría querido que yo me percatara de su emoción. Siempre había sido muy fuerte.

Miró hacia otro lado y cogió el pequeño dedal de plata que yo llevaba viendo en su tocador desde que había empezado a ir a su casa. Nunca lo había creído especial, al menos no como los otros recuerdos que tenía por todas partes. Era un dedal.

—Más segura que de ninguna otra cosa en mi vida —dijo al fin guardándoselo en la mano. No me explicó el porqué. Entonces entendí que aquel dedal, pese a su pequeñez, escondía alguna historia—. Bueno, no perdamos el tiempo. Termina de peinarme para que podamos hacer planes, Dorrie.

A cualquier otra persona le habría parecido mandona, pero no pretendía serlo. Su voz me liberó las manos y las deslicé hacia arriba para enroscarme un mechón de pelo en el dedo. Su cabello era del color de sus ojos. Caía sobre mi piel como el agua en la tierra.

Más tarde, en mi local, repasé el libro de visitas. Hice inventario, comprobé qué clase de semana me esperaba. Encontré muchos huecos. Páginas tan en blanco que su resplandor me provocó dolor de cabeza. En los períodos entre temporadas de máximo ajetreo, las cosas estaban tranquilas. Nada de peinados festivos de moda. Aún faltaban uno o dos meses para los recogidos de fiesta de graduación y las extensiones para las reuniones familiares. Solo las cosas corrientes aquí y allá. Hombres a los que cortar el pelo a cepillo o hacer un rapado parcial; niñas a las que peinar para Semana Santa; mujeres a las que recortar gratuitamente las puntas del flequillo (para mí era un alivio que se dejaran los condenados flequillos en paz).

Mis clientes masculinos no me preocupaban. Seguirían dejándome los billetes de veinte recién sacados del cajero en el mostrador en cuanto pudiera volver a atenderles, felices de no tener que explicarle a un desconocido cómo querían su corte de pelo. Incluso podía llamar a algunos para ver si querían pasarse esa tarde (normalmente los lunes cerraba). Lo bueno de tener mi propio negocio en los últimos años era que yo dictaba las normas, y abría cuando tenía cerrado si me apetecía. Y lo mejor de todo, no había nadie por encima de mí que pudiera gritarme o, peor, despedirme si me marchaba sin avisar.

Seguramente mamá se encargaría de los niños si yo me iba con la señorita Isabelle. Me lo debía —vivía bajo mi techo— y, además, Stevie Junior y Bebe ya eran mayores y lo único que tenía que hacer era verlos entrar y salir constantemente de casa, llamar a urgencias si se incendiaba la cocina o al fontanero si se inundaba el baño. Dios no lo quiera.

Me quedé sin excusas. Además, lo cierto era que me venía bien alejarme un tiempo de aquello. Me angustiaban algunas cosas, asuntos sobre los que debía meditar.

Por otro lado, parecía que la señorita Isabelle me necesitaba de verdad.

Empecé a hacer llamadas telefónicas.

Tres horas después, había cuadrado a todos mis clientes y mamá había accedido a cuidar de los niños. Según mis cálculos, solo me quedaba una llamada por hacer. Alargué la mano para coger el móvil, pero me quedé a medio camino. Lo de Teague aún era muy reciente, muy frágil; ni siquiera se lo había mencionado a la señorita Isabelle. Hasta me daba miedo mencionármelo a mí misma. Porque ¿cómo se me ocurría darle otra oportunidad a un hombre? ¿Se me había aflojado algún tornillo? Decidí apretarme bien todos los de mi terca cabeza.

No lo conseguí.

El timbre del teléfono de la tienda me sacó de mi ensimismamiento.

—¿Dorrie? ¿Estás haciendo las maletas? —bramó la señorita Isabelle, y tuve que apartarme el auricular del oído, casi lanzándolo a la otra punta de mi pequeño local. ¿Por qué demonios todos los ancianos gritaban al teléfono como si los demás también nos estuviéramos quedando sordos?

—¿Qué ocurre, señorita Izzy-belle?

A veces no podía evitar jugar con su nombre. Lo hacía con todo el mundo. Con todas las personas a las que apreciaba, claro está.

—Dorrie, te lo he advertido.

Solté una carcajada. Ella respiraba con dificultad, como si estuviera apoyándose en la maleta para poder cerrar la cremallera.

—Creo que podré despejar mi agenda —dije—, pero no, aún no he hecho las maletas. Además, me ha llamado a la peluquería. Sabe bien que no estoy en casa.

Se empeñaba en llamarme al fijo si creía que iba a encontrarme allí, pese a que le había dicho cien veces que no me importaba que me llamase al móvil.

—No tenemos mucho tiempo, Dorrie.

—Muy bien. ¿A qué distancia está Cincinnati? Y dígame qué me llevo.

—Hay más de mil quinientos kilómetros de Arlington a Cincy. Dos días de camino en cada dirección. Espero que eso no te asuste, pero detesto volar.

—No, no pasa nada. Yo nunca he subido a un avión, señorita Isabelle.

Y tampoco tenía intención de hacerlo en un futuro próximo, pese a que vivíamos a menos de veinte kilómetros del aeropuerto de Dallas-Fort Worth.

—Valdrá con lo que sueles llevar, más o menos. Solo una cosa, ¿tienes algún vestido?

Me eché a reír, negando con la cabeza.

—Usted se cree que me conoce, ¿eh?

En realidad, rara vez me había visto con otra cosa que no fuera la ropa que llevaba para trabajar: jerséis de punto sencillos con vaqueros bonitos, zapatos que no me destrozaran los pies estando de pie ocho horas al día y una bata negra para que no se me mojara la ropa ni se me llenara de pelos. La única diferencia entre mi ropa de trabajo y la de calle era la bata. Su pregunta era lógica.

—Sorpresa, sorpresa, tengo uno o dos vestidos —contesté—. Probablemente en bolsas de tintorería, forrados de naftalina y escondidos muy al fondo del armario, ya sabe, e incluso quizá dos tallas menos que la mía, pero tengo alguno. ¿Para qué necesito un vestido? ¿Adónde vamos? ¿A una boda?

No había muchos eventos en aquella época a los que no se pudiera asistir con unos pantalones de vestir y un top bonito. Solo se me ocurrían dos. El silencio de la señorita Isabelle me hizo caer en la cuenta.

—Ay, cielos, lo siento. No tenía ni idea. No me había dicho que…

—Sí. Vamos a un funeral. Si no tienes nada apropiado, pararemos por el camino. Será un placer…

—Uy, no, señorita Isabelle. Ya encontraré algo. Lo de las polillas era broma.

Mientras seguía oyéndola de fondo haciendo la maleta, traté de recordar qué tenía exactamente que pudiera servirme para un funeral. Exactamente nada. Pero aún me daba tiempo a pasar corriendo por algún centro comercial de camino a casa. La señorita Isabelle ya había hecho bastante por mí: me daba buenas propinas cada vez que la peinaba y bonificaciones extra con cualquier pretexto; me recibía con un delicioso bocadillo cuando no me daba tiempo a comer antes de ir a su casa, me hacía de tabla de salvación cuando los niños me volvían loca… Pero, por estrecha que fuera nuestra relación, jamás le permitiría que me comprara ese vestido. Eso era pasarse. ¿Por qué no me habría dicho que íbamos a un funeral? Era un detalle importante, o más bien un detalle esencial. Cuando me dijo que debía ocuparse de unos asuntos, imaginé que se trataba de documentos que debía firmar en persona, quizá de propiedades que fuera a vender. Negocios. No un funeral. Y quería que la llevara yo. Yo. Estaba convencida de que la conocía mejor que a cualquiera de mis clientes; a fin de cuentas, era mi clienta especial. Sin embargo, de pronto, volvía a parecerme una mujer misteriosa, la misma que se había instalado en mi sillón de peluquería hacía años con una carga emocional tan profunda que ni siquiera podía imaginarla.

La señorita Isabelle y yo habíamos hablado horas durante años, más horas de las que podía contar. Pero de pronto caí en la cuenta de que, pese a lo mucho que la apreciaba, lo mucho que ella confiaba en mí para pedirme que la acompañara, no sabía nada de su infancia, ni de dónde venía. ¿Cómo había podido pasarlo por alto? Debía reconocer que me tenía intrigada, aunque, por lo general, solía dejar la resolución de misterios para los personajes de televisión; dar con el modo de pagar mis facturas era misterio más que suficiente para mí.

Ella lo tenía todo pensado y me sacó de golpe del modo 007.

—¿Podemos irnos mañana, entonces? ¿A las diez en punto?

—Por supuesto, jovencita. A las diez en punto.

Iría un poco justa de tiempo, pero me las apañaría. Además, lo que antes me habían parecido minucias ahora me agobiaban más.

—Iremos en mi coche —añadió—. No sé cómo los jóvenes podéis conducir esas latas de hoy en día. Nada os distingue de la carretera. Es como si fuerais en una bola de papel de plata.

—Bueno, el papel de plata rebota. O algo así. En cualquier caso, será un placer conducir ese tanque suyo.

Lástima que los reproductores de CD no vinieran de serie en 1993, cuando la señorita Isabelle compró su precioso Buick. Yo ya me había desprendido de todos mis casetes.

—Por cierto, señorita Isabelle, lamento mucho su pér…

—Te veo por la mañana, entonces.

Me dejó con la palabra en la boca. Evidentemente aún no estaba preparada para hablar de los detalles del funeral. Y tampoco yo, siendo como era, iba a sonsacárselos.

—¿Gasolina? —preguntó la señorita Isabelle a la mañana siguiente, cuando nos disponíamos a salir.

—Comprobado.

—¿Aceite? ¿Cinturones? ¿Filtros?

—Comprobado. Comprobado. Comprobado.

—¿Provisiones?

Silbé.

C-O-M-P-R-O-B-A-D-O.

Había llegado a su casa una hora antes de lo que teníamos previsto salir para poder pasar por Jiffy Lube. Allí le dieron un repaso al coche; luego paré a repostar y a comprar otras cosas imprescindibles. La lista de provisiones para el viaje de la señorita Isabelle era quilométrica.

—Ay, puñetas —dijo chascando los dedos—. Se me ha olvidado una cosa. Bueno, hay un Walgreens al final de la calle.

¿Qué demonios podía hacerle tanta falta como para desviarnos del camino incluso antes de salir de la ciudad? Metí la marcha atrás y deslicé el Buick por el sendero de entrada de la señorita Isabelle para salir a la calle. Esperé muchísimo rato en la esquina, dejando pasar pacientemente a los coches, hasta que dispuse de un espacio lo bastante amplio como para incorporarme.

—Como conduzcas todo el camino así, no vamos a llegar en la vida —comentó la señorita Isabelle. Se me quedó mirando—. ¿Acaso crees que porque acompañas a una anciana a un funeral tienes que actuar como si tú también lo fueras?

Resoplé.

—No quería que le subiera la tensión demasiado pronto, señorita Isabelle.

—De mi tensión ya me ocupo yo. Tú encárgate de llegar a Cincy antes de Navidad.

—Sí, señora.

Me llevé la mano a la frente en un gesto militar y pisé el acelerador. Me alegró verla tan cascarrabias como siempre; la muerte no era un asunto divertido, a fin de cuentas. Aún no me había dado todos los detalles, solo me había dicho que había recibido una llamada y que se requería su presencia en un funeral cerca de Cincinnati, en Ohio. Y que, como es lógico, no podía ir ella sola.

En Walgreens sacó de su cartera un billete nuevecito de diez dólares.

—Con esto valdrá para comprar dos cuadernillos de crucigramas.

—¿En serio? —La miré estupefacta—. ¿Crucigramas?

—Sí. No pongas esa cara. Me mantienen cuerda.

—¿Y piensa hacerlos durante el viaje? ¿Quiere también Biodramina?

—No, gracias.

Dentro exploré las estanterías de revistas y deseé que me hubiera dado más pistas. Para no meter la pata, compré un cuadernillo de letra grande, fácil de leer, y otro normal. Supuse que así acertaría y no tendría que volver a cambiarlos. ¿Quién diablos hacía crucigramas, salvo para matar el tiempo en los hospitales? Aunque, pensándolo bien, mi abuela los hacía cuando yo era pequeña. Sería cosa de viejos.

Los llevé escondidos, pegados a la cadera, como quien lleva un paquete enorme de tampones al único empleado del súper. Pero la cajera ni siquiera miró los cuadernillos al pasarlos por el lector. Claro que tampoco me miró a mí. Cuando me ofreció con desgana una bolsa, la rechacé con un gesto de la mano. Me parecía un desperdicio, aun con la vergüenza que estaba pasando.

Ya en el coche, la señorita Isabelle examinó mi compra a cierta distancia.

—Con eso valdrá. Así tendremos algo de que hablar por el camino.

Imaginé los temas de conversación que podía generar un crucigrama. Cuatro horizontal: ave rosa. «Flamenco».

Íbamos a pasar mucho tiempo en la interestatal 30.

No obstante, durante la primera hora o así fuimos calladas, yo navegando por los atascos de mediodía de Dallas, ambas algo violentas en un entorno nuevo, ambas aún pensando en otras cosas, en otros lugares.

Yo tenía la cabeza en la noche anterior, cuando la casa ya estaba tranquila. Mi vestido nuevo, sin etiquetas, colgaba en una bolsa transparente de la puerta del armario. Bebe se había metido en la cama con un libro. Stevie Junior se entretenía con un videojuego, como siempre, salvo cuando tenía los dedos ocupados enviando mensajes a mil por hora a su novia.

También pensaba en Teague, en por qué me había puesto tan nerviosa la idea de llamarlo. Quizá fuera por esa vocecilla que me canturreaba por dentro: «¡Teague, Teague es demasiado para ti!».

Pero había empezado a sonar mi teléfono, el tono que le había asignado a las pocas semanas de nuestra primera cita de verdad: Let’s Get It On.

Vale, sí, es cursi.

—¿Cómo está mi dama especial?

Lo sé, lo sé. Con cualquier otro me habría encogido de miedo y salido corriendo. Menuda frase. Pero ¿viniendo de Teague? No podría explicar cómo me hizo sentir.

Vale. Lo intento.

Especial. Me hizo sentir especial.

—Voy bien, voy bien. ¿Y tú? ¿Ya se han acostado los niños? —le pregunté.

Procuraba mantenerme fría siempre que me llamaba, que supiera que no podía derretirme con unas cuantas palabras, chupar del frasco todo lo que quisiera y luego dejarle los restos a otro. Ya hacía años que mantenía a los hombres a cierta distancia, después de tantos fracasos, de ellos y míos. Pero, mientras que otros se tomaban a mal mi actitud y encontraban perversa mi reticencia al contacto físico, con lo que terminaban tomándome por una estrecha y se largaban, él seguía ahí. Y le dejaba ver más allá de la fría fachada alguna vez. Un vistacito a la mujer que ansiaba tener en su vida a un hombre de verdad. No sé por qué tenía la sensación de que estaba dispuesto a esperar a que esa mujer se decidiera.

Al colgar diez minutos después, me pellizqué los brazos y me abofeteé. ¿Estaba despierta o soñaba?

—Lo entiendo —me había dicho Teague—. Haces lo correcto ayudando así a tu Isabelle. Te echaré de menos, pero te veré cuando vuelvas. —Y había añadido—: Dale mi número a tu madre. Yo ya estoy acostumbrado a lidiar con niños. —¡Cierto! ¡Era padre soltero de tres!—. Si necesita ayuda con Stevie o Bebe, o cualquier otra cosa mientras no estés, que me llame enseguida.

Quería creer que acudiría en su ayuda si lo necesitaban. Casi lo creí. Casi.

No sabía qué esperar cuando le dije que me iba de la ciudad de repente. Sabía bien cómo iba a reaccionar Steve, mi ex, incluso antes de llamarlo. Tenía que decírselo por si los niños querían algo, en cuyo caso les deseaba mucha suerte. Steve protestó. Me riñó. Me preguntó cómo no me daba vergüenza largarme y dejar a mis hijos tantos días. Por lo visto, nunca se había mirado bien al espejo.

¿Y con otros hombres de mi pasado? Cuando me iba con los niños de visita a algún sitio, siempre decían: «Ay, nena, no sé qué voy a hacer sin ti. No me dejes». Pero cuando sobrepasaba los límites de la ciudad, parecía como si alguien diera el pistoletazo de salida: «¡Caballeros (por llamarlos algo), motores en marcha!». Entonces salían disparados al garito más próximo a buscar una sustituta. Cuando regresaba y les veía las manchas de carmín en los cuellos de las camisas y olía el perfume apestoso en sus coches, se deshacían en «Lo siento, nena, pero ¿qué voy a hacer yo si te vas y me dejas? Sabes que es a ti a quien quiero, pero no estaba seguro».

Perfecto.

Teague, en cambio, me había sorprendido. Una vez más.

Había algo distinto en un hombre que te llamaba después de una primera cita para ver qué tal estabas y asegurarse de que lo habías pasado bien. Eso sí, nada desesperado. No es que me llamara a los cinco minutos lamentándose de que no lo hubiera invitado a entrar, haciéndome entender con indirectas que me había equivocado. No, Teague había esperado un plazo decente de veinticuatro horas y ni siquiera se había puesto impaciente por que quedáramos otra vez enseguida, aunque sí me había dicho que quería volver a verme. Y ahora, más de un mes y varias citas después, cuando pensaba en él me venía una sola palabra a la mente: caballero. De los de verdad.

Bueno, vale, dos más: Wayne Brady. Porque me recordaba al presentador del programa de televisión Let’s Make a Deal, con su sonrisa y su humor torpes y ese aire intelectual tan atractivo.

Otros hombres me habían sujetado la puerta en la primera cita. Hasta se habían ofrecido a invitarme, aunque yo insistiera en dividir la cuenta —yo y esa independencia que me rezuma por todos los poros de la piel—. Pero lo nuestro iba más allá de lo básico. Ya habíamos superado el estatus de primera cita, algo que estoy convencida de que nos sorprendía a los dos, y la novedad había pasado un poco. Aun así, todavía me sujetaba las puertas y seguía cogiendo él la cuenta salvo que yo consiguiera atraparla antes. Aún me trataba, en todos los sentidos, como a una dama.

En el caso de Teague, sospechaba, las gentilezas eran innatas.

No sabía si fiarme de mí misma. ¿Podía reconocer a un hombre de verdad, a uno digno de confianza? Como se suele decir, si me engañas una vez, culpa tuya, pero si me engañas diez… es que soy completamente imbécil.

En el puente del lago Ray Hubbard aún andábamos atrapadas en un atasco, pero la señorita Isabelle por fin se decidió a hablar.

—Conociste a Stevie padre en tu ciudad natal, ¿verdad?

Para mí era Steve a secas, pero nunca me molestaba en corregirla. Intenté recordar lo que podía haberle contado. Steve no paraba de llamarme al trabajo, me interrumpía cuando estaba con mis clientes y, si no lo dejaba todo, en cuanto me descuidaba se plantaba allí. El resultado de la visita dependía de su estado de ánimo y de la bebida que hubiera tomado la noche anterior, así que procuraba hablar con él por teléfono y evitar que fuera a la peluquería. Suponía que los clientes acudían para relajarse un rato, además de arreglarse el pelo, aunque solo fuera una hora. Hacía todo lo posible por dejar a un lado mis asuntos personales y mis problemas, pero no siempre me salía bien. Y como con la señorita Isabelle la cosa era distinta y llevaba años oyéndome despotricar del padre de mis hijos, por lo menos tenía una idea fragmentada de él. Bien podría haber ido añadiendo matices entretanto, pero quizá no. A fin de cuentas, también a mí me había sorprendido lo poco que sabía de su infancia, ¿no? Claro que no me apetecía empezar por el principio.

—Sí. Éramos novios en el instituto —contesté confiando en que mi sencilla respuesta le refrescara la memoria.

—Y os casasteis en cuanto acabasteis el instituto.

Hizo una pausa expectante, como si quisiera que le soltase toda la retahíla otra vez. Rasqué con una uña un pedacito duro del brazo del asiento, por lo demás comodísimo.

—¿Cuál es el tres vertical, señorita Isabelle?

Se bajó torpemente las gafas de leer hasta la nariz y miró el crucigrama que había empezado. Con una sonrisa triunfante, leyó la definición.

—Adjetivo afectivo de cinco letras con que se designa a una persona.

—Paso.

—¿«Paso»? Paso no es adjetivo y solo tiene cuatro letras.

—Con «paso» quiero decir que me rindo.

—No te puedes rendir. Ni siquiera lo has intentado.

—Lo que intento es conducir.

—«Cielo».

—¿Cielo?

—Sí. Es la respuesta. En una frase, Stevie padre era tu cielo en el instituto.

Pues sí que nos estaba ayudando mucho el crucigrama a evitar los temas de conversación incómodos.

—Quizá fuera un cielo en su día, pero ahora es un auténtico infierno.

—Qué pena.

—Dígamelo a mí. —Suspiré y noté que mi determinación de simplificar se debilitaba—. Siempre pensé que él sería mi pareja estable. Buen marido y padre. Era el atleta estrella del distrito en la escuela que cosechaba touchdowns en otoño y triples todo el invierno. Y campeonatos. Todo el mundo pensaba que le darían una beca para la universidad y que sería un gran tipo. Y yo pensaba que, cuando se licenciara, nos casaríamos e iríamos derechitos a la gloria. Casa, bebés, valla. Todo.

Me interrumpí y oí el eco de mi propia decepción.

—Las cosas no siempre salen como esperamos, ¿verdad?

—Ya sabe usted cómo han terminado, señorita Isabelle. Tuve los bebés. Tengo la casa. Pero me equivoqué con lo de la valla. Y con Steve.

Al poco, añadí:

—¿Y usted? ¿Tuvo un amor de instituto? ¿Su marido, quizá?

Sabía que las mujeres de su época se casaban jóvenes y seguían con la misma persona durante decenios. Me pregunté si los hombres serían distintos en esos tiempos, o si las mujeres serían más pacientes con ellos cuando se portaban como idiotas.

Su respuesta en ese momento fue un suspiro, que creí lleno de tristeza. Una tristeza demoledora, angustiosa, inmensa. Tuve la sensación de haber dicho algo inoportuno, pero ya no podía retirarlo.

Pasó la página del cuadernillo de crucigramas y empezó a llenar casillas como si su vida dependiera de ello. Por fin, dijo:

—Mi amor de instituto… Esa es una larga historia.

Todo empezó y terminó con un vestido de funeral.