Isabelle, 1940
Un frío sábado de finales de enero, cuando el sol apenas asomaba entre las nubes a mediodía, salí de casa con mi bolsa de libros, poniendo como excusa que me iba a estudiar a la biblioteca. Mi madre había estado menos alerta los últimos meses, demasiado ocupada con las fiestas navideñas para notar mis idas y venidas. La biblioteca había vuelto a convertirse en mi reino cuando lo necesitaba. Rescaté una pequeña maleta que había escondido debajo de un seto esa mañana, antes de que nadie se despertara, y metí dentro la bolsa llena de libros de la biblioteca. Me disculpé en silencio con la señorita Pearce, pues quizá los libros estuvieran mohosos cuando los encontraran.
Nell me había lavado y planchado los vestidos buenos, junto con otras cosas que iba a necesitar. Había doblado con esmero mi mejor vestido alrededor de un sombrero a juego y lo había guardado en mi maleta ya llena, aunque temía que aquel sombrero terminaría aplastándose para siempre. Confiaba en tener tiempo de colarme en un aseo público para cambiarme. Muy probablemente tendría que apañármelas con la ropa que llevaba puesta, un vestido bastante bonito, cuando Robert y yo nos diéramos el sí quiero. Mi madre habría sospechado de inmediato si me hubiera visto salir para la biblioteca con mi vestido de domingos.
El lunes anterior, Robert y yo nos habíamos visto en el Palacio de Justicia del condado de Hamilton, donde habíamos persuadido a la funcionaria, pese a su evidente recelo, de que aceptara nuestra solicitud de licencia matrimonial. Robert y yo, los dos, indicamos una edad de dieciocho años en la solicitud, aunque yo acababa de cumplir los diecisiete. Mientras la funcionaria estudiaba los datos que habíamos registrado, recé para que no me pidiera que probase mi edad. Declaramos que los dos residíamos en el condado de Hamilton. Robert indicó la dirección del hombre que lo había contratado como domicilio y yo la de la casa de huéspedes donde íbamos a vivir. Aquella no era la funcionaria con la que yo había hablado previamente. Esta estaba menos horrorizada que preocupada. Nos miraba intrigada y, creo, algo compasiva. Temía que detectara la falsedad de la información que le facilitábamos, pero expidió el documento. Dijimos tantas mentiras ese día que, al llegar a casa, sentí náuseas. El sábado todas esas mentiras parecían pequeñas en comparación con el engaño que tuve que urdir para salir de Shalerville y marcharme a Cincy.
Después de coger primero un tranvía a Newport y luego otro para cruzar el río hasta la ciudad, me reuní con Robert a la puerta de una iglesia. Un compañero le había dicho que el reverendo oficiaba bodas de última hora, pero no habíamos tenido ocasión de hablar antes con el hombre. Los dos contuvimos la respiración mientras Robert llamaba a la puerta lateral, cerca del estudio del reverendo. Le habían dicho que el pastor solía trabajar los sábados por la tarde puliendo el sermón del día siguiente, o quizá agregando a sus ínfimos ingresos el dinero que recaudaba de las parejas que aparecían sin previo aviso.
El hombre respondió a la segunda serie de golpes con los nudillos de Robert, asestados con más fuerza. Se asomó por una rendija de la puerta y miró a Robert, luego a mí y después más allá. Supe que buscaba a una tercera persona, otra que no fuera un joven negro acompañando a una chica blanca.
Al no ver a nadie más, bramó:
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis?
—Lamento interrumpirlo, reverendo. Nos han dicho que oficia bodas. ¿Dispone de un momento?
El hombre nos miró espantado, primero a Robert y luego a mí, clavándome la mirada, queriendo saber si asistía por voluntad propia. Yo asentí con la cabeza y él dirigió su mirada ceñuda a Robert.
—¿Quién os ha dicho eso? Es preciso concertar una cita, pero, de todas formas, no os la concedería.
Robert tragó saliva con fuerza y se lanzó, decidido.
—Trabajo en el muelle. Me lo ha dicho un hombre de allí.
—Pues se equivoca. Jamás he casado a una blanca con un negro. Ni lo haré en la vida.
Se disponía a cerrarle la puerta en las narices a Robert, pero este metió una mano enguantada por la rendija, obligando al hombre a aplastarle los dedos o dejarla abierta. Gracias a Dios, el hombre optó por lo segundo.
—Señor, discúlpeme, señor, pero ¿sería tan amable de indicarnos dónde podemos casarnos entonces?
Me asombró la temeridad de Robert.
—¿Por qué no pruebas primero con los de tu raza? —inquirió el hombre con desdén a la vez que ponía los ojos en blanco. Su tono no dejaba lugar a dudas sobre lo que pensaba de nuestra relación, como si se tratara de algún tipo de perversión. Me lanzó una mirada de asco y noté que se me encendían las mejillas. Entonces pareció reconsiderarlo. Yo no me fiaba mucho de aquel cambio.
—En St. Paul, quizá.
—¿En St. Paul, señor?
—Iglesia Episcopal Metodista Africana, la llaman los vuestros. Marchaos. No tengo tiempo que perder con gente como vosotros. —Escupió al suelo y luego cerró de un portazo. Por suerte, Robert retiró la mano a tiempo.
Desanimados, volvimos a la parada del tranvía. Probablemente St. Paul estuviera en el West End, supuso Robert, no lejos de la casa de huéspedes donde íbamos a vivir. Preguntó dónde se hallaba a un vendedor de periódicos de color. Las calles estaban atestadas de gente hasta para un sábado a última hora de la tarde, y decidió ir un paso por detrás de mí, como si fuera un acompañante de segunda más que mi futuro esposo. Sabía que no quería llamar la atención, pero confiaba en que algún día pudiéramos caminar el uno al lado del otro, libremente, no solo cuando nos internábamos en el bosque.
En una calle tranquila, bordeada por las sombrías casas que dominaban la zona —viviendas austeras de dos plantas con pequeños porches, forradas de tela asfáltica con apariencia de ladrillo o de chilla deslucida—, se alzaba St. Paul en medio de la manzana, una hermosa construcción antigua de ladrillo rojo y estilo italiano rematada de piedra blanca. Alcé la mirada, contenta de pensar que, si el reverendo furioso no nos había mentido, me casaría en un lugar precioso. La otra iglesia, apagada, del color del barro, se confundía con el sombrío entorno de enero.
Un puñado de niños negros jugaban a las tabas o botaban la pelota en la amplia acera frente a St. Paul y nos miraron extrañados mientras estudiábamos el edificio, sin saber muy bien por dónde entrar. Una niñita diminuta se metió el pulgar en la boca y se escondió detrás de otra niña mayor, pero se asomó por un lado, escudriñándome aún con el ojo izquierdo.
—Hola, jovencito —le dijo Robert al niño más alto del grupo, que agachó la cabeza y se miró las puntas de los pies cuando Robert lo saludó—, ¿podrías indicarme dónde encontrar al reverendo? ¿Viene por aquí los sábados?
El chico miró a la chica mayor. Ella recogió sus tabas y se las guardó en el bolsillo, luego se acercó, con la pequeña aún colgada de sus faldas.
—No sé si ha venido hoy, pero vive allí mismo —respondió mientras señalaba una casa estrecha cubierta del mismo ladrillo rojo que la iglesia y tan cerca de esta que casi compartían un muro.
—Gracias, jovencita.
Robert inclinó la cabeza a modo de agradecimiento, lo que hizo que la chica sonriera tímidamente. Me pidió que fuera yo delante hacia la puerta principal de la humilde morada.
—¿Para qué lo busca? —le gritó otro de los chicos, no tan tímido como el anterior—. ¿Ya lo han engatusado?
La otra chica se tapó la boca y movió enfáticamente la cabeza.
—Calla. Por supuesto que no se van a casar. ¿No lo ves? Está con una chica blanca —dijo en voz baja, aunque yo lo oí. Sentí una punzada en el estómago, pero sonreí de todas formas.
—He visto a otras chicas blancas por aquí casarse con negros. Y al revés.
El susurro del chico fue tan alto que cualquiera a media manzana de distancia lo habría podido oír. La chica lo cogió de la mano, agarró a la pequeña y se los llevó a buen paso calle abajo, pero yo la vi volverse a mirarme con una disculpa en el rostro. Me despedí agitando los dedos y ella volvió enseguida la cabeza, prosiguiendo su pequeño desfile hacia una estrecha escalera de entrada al final de la calle. El chico mayor se quedó rezagado, botando la pelota de béisbol mientras avanzaba.
Robert llamó a la puerta con la aldaba. Al poco rato, salió una mujer. Se estiró la falda al vernos. Obviamente esperaba a los chiquillos; nos miró de la cintura hacia arriba, hasta llegar a nuestros rostros. Retrocedió un paso.
—¡Oh! Disculpadme. Pensaba que eran esos chiquillos otra vez. Siempre llaman a la puerta durante todo el sábado para preguntar si pueden ayudar con algo en la iglesia. Aunque en realidad vienen a ver si les he horneado algún dulce. —Sonrió, pero sus ojos se desviaron hacia mí más de una vez, para escudriñarme, diría. Aun así, era el primer adulto que nos encontrábamos en toda la tarde que no se había horrorizado al vernos juntos. Me cayó bien enseguida.
—¿Qué puedo hacer por vosotros? —preguntó.
—¿Está en casa el reverendo?
Robert se quitó la gorra y la sostuvo nervioso entre las manos, como si la sola mención del hombre que iba a casarnos lo inquietara.
—Sí, está. ¿Quién le digo que quiere verlo? ¿Y por qué motivo?
—Ah, sí, señora. Queríamos… —Me señaló con un aleteo de la gorra—. Queríamos verlo por una boda.
—Entiendo —dijo ella—. Me lo figuraba. Pasa dentro, cielo. —Me indicó que entrara por una puerta pequeña, y luego le hizo una seña a Robert para que nos siguiera—. Voy a buscar a mi marido.
Respiré más tranquila, viendo por el umbral de una puerta una sala pequeña, no muy bonita pero sí limpia y llena de muebles que probablemente fueran lo mejor de la casa.
La mujer regresó.
—Enseguida está con vosotros. Sentaos, por favor. Si me disculpáis, tengo que echar un vistazo a la cena.
Nos hizo una seña para que pasáramos a la sala y Robert y yo nos instalamos con cautela al borde de un sofá ladeado cubierto de angora de color verde oscuro, procurando dejar al menos treinta centímetros de separación entre los dos.
Nos atrevimos a mirarnos furtivamente; la primera vez que lo hacíamos en toda la tarde, al parecer. Robert frunció el ceño y se inclinó hacia mí.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó—. ¿Estás segura de esto?
—Nunca he estado más segura —contesté, aunque en el fondo jamás me había sentido más nerviosa y aterrada. Pese al enorme deseo de convertirme en la esposa de Robert, pese a lo mucho que ansiaba estar con el apuesto y gentil joven al que amaba cada día más, la realidad empezaba a presentarse meridianamente clara. A todas partes donde íbamos, si no nos insultaban directamente, éramos objeto de miradas y comentarios insolentes, hasta de los niños. Aquellos chiquillos habían acabado de quitarme la ilusión de que todo saldría bien.
—¿Y tú? —inquirí yo—. ¿Quieres seguir adelante? Si nos…
No terminé. En la sala entró un hombre alto cuya panza ratificaba la afirmación de su esposa de que los niños andaban buscando algún dulce. Robert y yo nos levantamos como resortes del sofá.
—Buenas tardes, señora. Señor. —Le estrechó la mano a Robert—. Reverendo Jasper Day.
—Yo soy Robert Prewitt. Esta es la señorita Isabelle McAllister.
—Encantado de conocerla, señora. —Me hizo una pequeña reverencia, pero no alargó el brazo para estrecharme la mano. Nos hizo una seña para que volviéramos a nuestro sitio en el sofá, y luego se acercó una silla a juego—. Bien. Sarah dice que han venido por una boda. ¿Es eso cierto?
—Sí, señor —contestó Robert. El reverendo Day me miró y yo asentí con la cabeza. Aún no había dicho una palabra.
—Bien, entonces han venido al sitio correcto. Supongo que habrán oído que he casado a algunas parejas como ustedes. —Su uso de la expresión «parejas como ustedes» era muy distinta de la del otro pastor. Más que un insulto, parecía que no supiera qué otro nombre darle sin ser grosero—. No obstante, deben entender que, aunque yo los case, si ese es su verdadero deseo, primero voy a intentar convencerlos de que no lo hagan. —Sonrió, pero su sonrisa me pareció llena de algo muy lejano al gozo que debía presidir una ceremonia nupcial.
De advertencia.
El corazón se me desbocó.
Nos expuso los argumentos que Robert ya me había planteado a mí, aunque los ejemplos de lo que podía suceder fueron quizá todavía más aterradores de lo que ya habíamos imaginado. Nos explicó cómo nos tratarían cada vez que apareciéramos en público como pareja, y a veces incluso personas a las que considerábamos amigos, blancos o de color, en la intimidad de nuestro hogar. Nos contó que a un joven negro lo había linchado recientemente la familia de una chica blanca por intentar casarse con ella. A la chica la habían echado a la calle, forzándola a convertirse en lo que se convierten las chicas cuando nadie más las quiere. Me estremecí, y Robert se apretó con fuerza las manos y su rostro se tornó de un gris poco natural mientras el reverendo nos relataba el destino del joven.
Por fin hablé.
—A mi familia no le alegrará. Se quedarán estupefactos y desilusionados, desde luego. Se enfurecerán, sin duda. Pero me cuesta creer que pudieran hacerle algo así a Robert. Ellos lo quieren; su madre prácticamente me crió, y su hermana es como una hermana para mí.
El reverendo Day asintió con la cabeza, pero nos dijo que incluso los que se consideraban «familia» a menudo se convertían en enemigos cuando alguien infringía el código familiar.
—Lo siento, señorita McAllister. No disfruto asustándola, pero debo decirle la verdad. No es que yo piense que está haciendo nada malo casándose con el señor Prewitt, pero les haría un flaco favor si no me asegurara de que son conscientes de dónde se están metiendo.
Examinó nuestra licencia matrimonial y nos preguntó si nos habían puesto alguna pega en el registro civil; a juzgar por su semblante, habíamos tenido suerte de llegar a su iglesia y a su casa parroquial sin mayor hostigamiento que el del otro pastor, y se mostró sorprendido, incluso receloso, al saber que nos había facilitado el nombre de su iglesia.
Entonces nos dejó solos para que tomáramos la decisión final. Volví a preguntarle a Robert:
—¿Aún quieres hacerlo?
Su opinión era más importante que la mía. Después de todo, era él quien podía sufrir más a manos de aquellos a quienes enfurecieran nuestros actos y nuestra unión.
Paseó nervioso cerca de la ventana, contemplando la calle. Los niños habían vuelto y, mirando más allá de Robert, a través del resplandeciente cristal, los vi pasarse una pelota aún más grande, canturreando una canción que no oía. De cuando en cuando, uno de ellos miraba hacia la fachada del edificio estirando el cuello, como si pudiera ver a través de los muros.
Me situé al lado de Robert, junto a la ventana, y fijé la vista en la chiquitina que se había escondido antes detrás de la chica mayor. Su piel era como la de Sarah Day, del más pálido marrón, y sus ojos parecían iluminados desde dentro. Si Robert y yo teníamos hijos, quizá se parecieran a aquel pequeño ángel. Tal vez ella tuviera un padre, una madre, un abuelo o una abuela más parecidos a mí. Sospechaba que esas cosas ocurrían, aunque nadie hablara de ellas o las tolerara.
La belleza de su pequeño rostro me convenció. Quería estar con Robert. Quería ser la madre de sus hijos. Estaba dispuesta a afrontar las consecuencias.
Pero estaba aterrada por él. No podía pedirle que tomara esa decisión.
—Robert, no puedes hacerlo —le dije volviéndolo hacia mí—. Si te ocurriera lo que a ese joven jamás me lo perdonaría. Me moriría yo también. Esto es un error.
Robert fijó la mirada en un rincón de la estancia, donde una vitrina especial hecha a medida que encajaba de lado mostraba varias fotografías: el joven reverendo y su esposa vestidos de novios, y otros que imaginé que serían padres, hermanos, parientes. Robert se acercó hasta allí, atraído por una fotografía descolorida de otra época donde se mostraba una reunión familiar en la que una solitaria mujer blanca sostenía un bebé sobre sus rodillas en medio de los demás. Me hizo una seña para que me acercara y me señaló la fotografía. Los ojos de la joven estaban llenos de una mezcla de gozo y tristeza.
—Por eso casa a gente como nosotros.
—Puede ser. Eso no cambia las cosas, Robert.
—Quizá no podamos cambiar el mundo, Isabelle, pero tampoco podemos cambiar lo que sentimos el uno por el otro. Al menos yo no puedo. —Me miró a los ojos—. ¿Y tú?
Entonces supe que jamás en la vida podría mentirle, ocurriera lo que ocurriese. Negué con la cabeza.
—Sabes que te amo, Robert. Con todo el corazón, con toda el alma, con todas mis fuerzas.
Fue como si nos hubiéramos prometido amor eterno en ese momento, solemnizado nuestro matrimonio en aquel instante. El reverendo volvió y aceptó nuestra solicitud. Su encantadora esposa también sabía lo que yo necesitaba. Me preguntó si deseaba prepararme para mi boda. Me condujo arriba, a un pequeño dormitorio, donde saqué de la maleta mi mejor vestido, me repeiné y me puse el sombrero. Luego me miré en el espejo de encima de la cómoda, consciente de que la próxima vez que estudiara mi reflejo ya no vería a una niña, sino a una mujer casada.
—Lástima que no podáis tener una foto del día de vuestra boda. Pero la tendréis siempre en la cabeza. Con eso es suficiente —me susurró Sarah Day mientras me conducía de nuevo a la salita, donde Robert esperaba con su esposo. Al entrar me dio una palmada en el brazo—. Esperad —dijo, y salió corriendo hacia otro lado de la casa.
Regresó al momento con un objeto diminuto que le entregó a su marido. Le susurró algo mientras él se lo guardaba en el bolsillo. Durante la ceremonia, cuando el reverendo nos preguntó si teníamos anillos como símbolo de nuestro amor, Robert negó con la cabeza y agachó un poco la barbilla. Pero a mí me daba igual. Había trabajado mucho para pagar el alquiler del primer mes de nuestro cuarto, y las tasas de la licencia matrimonial, y la boda; ya no quedaba nada.
—No importa —repuse yo.
Pero entonces el reverendo Day se llevó la mano al bolsillo y sacó un pequeño dedal de plata grabado con un intrincado diseño de flores entrelazadas. Tres palabras rodeaban el borde.
«Fe. Esperanza. Amor».
Era hermoso y resplandecía, brillante, aunque su superficie revelaba un uso amoroso: algunas de las muescas de la parte superior se habían diluido. Me pregunté si sería una reliquia familiar; era evidente que lo habían cuidado y atesorado.
—No podemos aceptarlo —protesté.
Sarah rechazó mi objeción con un manotazo al aire.
—Yo ya no lo quiero. Es pequeño.
Así que el reverendo Day me cogió la mano, la volvió hacia arriba, colocó la de Robert justo debajo y me puso con cuidado el dedal en la palma. Luego dijo:
—Pase lo que pase, os lleve donde os lleve esta vida que habéis elegido, que estas tres cosas perduren siempre.
Nos cerró las manos alrededor del dedal, con fuerza, y se fue.
Estábamos casados.