18

Dorrie, en la actualidad

Oír hablar de la señorita Isabelle tan joven y tan convencida de que lo suyo funcionaría me hizo olvidar mis problemas. Me dio algo en lo que centrar mi pensamiento, pese a que tenía la sensación de que la historia no terminaría bien. Allí estaba, con la misma edad que mi Stevie Junior; ella y Robert intentaron encontrar un modo de cambiar el mundo a mejor, mientras que mi hijo pensaba en el modo de arruinarse la vida cuanto antes. Supongo que, por aquel entonces, todo el mundo pensaba que también la señorita Isabelle y Robert intentaban arruinarse la vida. Por suerte los tiempos habían cambiado. Más o menos.

Cuando abandonamos Nashville, por fin rumbo norte en vez de este, pensé en mi infancia en aquella pequeña ciudad de Texas del Este. Las escuelas se habían integrado en el último momento y todos sabíamos que el centro de enseñanza secundaria solía ser el instituto para negros, cerrado y renovado apenas unos años antes de que yo naciera. Seguía habiendo una clara separación por colores en la ciudad, con letreros o sin ellos. Se sabía dónde vivían los negros y dónde vivían los blancos, y aunque hubiera una o dos casas que sobrepasaran la línea, nadie la cruzaba de verdad.

Un verano llevé a mis hijos a casa de visita antes de que mi madre se mudara a la ciudad para estar más cerca de nosotros. Un buen día, mientras jugábamos en el parque, una niñita blanca muy mona se hizo amiga de Stevie Junior y lo invitó a la catequesis estival de la iglesia baptista a la mañana siguiente. Me quedé pasmada cuando la madre me dijo, muy segura, que ella era la monitora de los niños de esa edad y que estaría encantada de acoger a Stevie como invitado. Bebe aún llevaba pañales y era demasiado pequeña para ir. A la mañana siguiente, cuando Liz tocó el claxon a la puerta de la casa de mi madre, yo metí a Stevie en su coche y se fueron todos a la iglesia. Stevie lo pasó en grande. Llegó a casa con las manos pringosas de comer chucherías y manchadas de pintura y purpurina y tan agotado que durmió una larga siesta por primera vez en años. Más tarde volvimos al parque. Nos encontramos de nuevo a la pequeña Ashley y su mamá, solo que esta vez Liz nos recibió con una cara larga.

—Odio esta ciudad —dijo—. Desde que mi marido consiguió este trabajo y tuvimos que mudarnos aquí, he estado notando ese trasfondo, pero hasta hoy no había podido verlo claramente.

Me sentí peor por Liz que por mí misma. Sabía lo que iba a decirme. Había crecido allí. Suponía que su propuesta era demasiado buena para ser verdad.

—¿Alguien le ha dicho que Stevie no puede volver mañana a catequesis?

Se le abrió la boca de golpe y volvió a cerrarla con un furioso castañeteo de dientes. El pastor se había acercado a decirle que había recibido una llamada anónima de alguien que amenazaba con hacer algo horrible si volvían a aceptar niños negros. Solo que no se lo habían dicho de tan buenas maneras. El pastor le había comentado que lo lamentaba, pero que él estaba atado de manos.

—Dios, qué absurdo —espetó Liz—. Casi no lo puedo creer. ¿Qué es esto? ¿La Edad Media? Ojalá hubiéramos alquilado en vez de comprar. Estoy deseando marcharme de este sitio.

—Bueno, Stevie lo ha pasado muy bien hoy. Me alegro de que lo invitara. Lamento que no vaya a poder ir el resto de la semana, pero no se sienta mal.

—Ay, Dorrie, me da igual lo que digan. Quiero que Stevie venga de todas formas.

—No —respondí yo—. A la larga, le causaría muchos problemas. Le pondrían el cartel de «esa mujer» y, créame, no le conviene ser «esa mujer» por estos lares.

Cuando me quise dar cuenta, estaba sorbiendo y tenía los ojos anegados en lágrimas. Supe que, pese a que ansiaba desesperadamente hacer lo correcto, comprendía que yo tenía razón.

—No pasa nada —le dije—. Se lo prometo. No es algo que yo no haya visto antes por aquí, ni algo que no vaya a volver a ver. Pero le agradezco que lo intentara.

Alzó las manos frustrada.

Más tarde, cuando le expliqué a Stevie Junior que no podía asistir a catequesis al día siguiente, primero lloró, y luego empezó a darme la lata con que quería ir hasta que me harté y dejé de inventar excusas. Supuse que, con casi siete años, era lo bastante mayor para saber la verdad si también lo era para sufrir las consecuencias.

—Hijo, aún hay gente que piensa que los negros no somos tan buenos como los blancos. Dicen y hacen cosas horribles que nos complican la vida.

—Pero la señorita Liz ha dicho en clase que Jesús ama a todos los niños del mundo. Hemos cantado una canción sobre eso. «Negro, rojo, amarillo, blanco…»

Cantó todos los colores revueltos y yo sonreí pese a mi congoja, recordando que también yo había cantado aquella canción de niña. Ya no era políticamente correcto hablar de rojos, amarillos o incluso negros a veces, pero supuse que Liz había desempolvado aquella vieja tonada por la visita de Stevie. Apuesto lo que sea a que ya no formaba parte de ningún plan de estudios.

—Tienes razón, cielo, así es. Pero hay gente muy ignorante que no lo cree. La señorita Liz sí, y siente mucho que no puedas volver mañana. Quiere que Ashley y tú sigáis jugando juntos en el parque.

Aún ahora, en el área metropolitana en constante crecimiento de Texas, donde vivíamos la señorita Isabelle y yo, nos topábamos con el racismo. Una joven blanca que me había alquilado un puesto en la peluquería por un tiempo tenía una niña mulata. La niña había vuelto del colegio llorando más de una vez porque no encajaba ni con los niños negros ni con los blancos. Y una vez la habían invitado a jugar a casa de otro niño después de clase, pero, cuando la madre del otro niño había ido a recogerlos, había inventado una excusa sobre una urgencia y le había dicho a la niña que no se la podía llevar con ella. La secretaria del colegio llamó a Angie para que fuera a buscar a su hija a secretaría, pues la mujer se la había dejado allí sin más.

Mi propia madre me regañaba por atender a los blancos. No entendía que la mitad de mi clientela fuera blanca. Yo le explicaba que en la escuela me habían enseñado a trabajar con todo tipo de pelo y que, con el tiempo, había descubierto que se me daba bien peinar a los blancos. Desde luego no iba a rechazar a un cliente por el color de su piel. Siempre había trabajado en peluquerías con una clientela predominantemente blanca y, cuando abrí mi propio negocio, la mayoría de mis clientes se vinieron conmigo.

Peor aún; mis propios prejuicios me saltaron a la cara mientras conducía, sumida en mis pensamientos y con la señorita Isabelle absorta de nuevo en sus cuadernillos de crucigramas.

La única vez que había estado en casa de Teague había visto fotos de sus hijos por todas partes. Había una foto antigua de ellos con Teague y su exantes de que se separaran. Era blanca. Los niños eran dorados. Era el único calificativo que se me ocurría. Su piel y su pelo casi resplandecían en aquella foto, y su niña tenía los ojos del color de un cálido océano.

Por moderna que me creyera, con mis clientes blancos y el que no me espantara la novia blanca de mi hijo —no porque fuera blanca, por lo menos—, que podría ser la futura madre de mi nieto mulato, me preguntaba si sabría criar a unos niños cuya madre era blanca, en caso de que tuviera que hacerlo. Más aún, me preguntaba qué pensaría su verdadera madre. Claro que ella se había largado y había dejado que fuera Teague quien cuidase de ellos casi todo el tiempo, pero ¿cómo reaccionaría si una mujer negra, muy negra, empezara a hacer el papel de madre en sus vidas?

El lío en que se había metido Stevie me proporcionaba ahora una excusa más para alimentar esos miedos. Seguí ignorando los mensajes de Teague, y cuando volvió a sonarme el móvil y vi que era él, lo silencié y lo dejé boca abajo en la consola central del coche.