Isabelle, 1939
Salté del tranvía con tal agilidad que pensé que podría correr sin parar y no agotar jamás la energía que fluía por mis venas, mis músculos, mis huesos, de la cabeza a los pies y de los pies a la cabeza. Las hojas de los árboles estaban cambiando, y las acaricié al pasar; su intenso aroma me deleitaba y sus tonos variados me parecían traslúcidos, más resplandecientes y más prometedores que nunca, aunque estuvieran a punto de volver a la tierra.
Robert y yo podíamos estar juntos. Para siempre. Y era más sencillo de lo que había imaginado. Solo había que cruzar un río. Uno ancho, pero con muchos puentes.
En Ohio no había estatuto contra el matrimonio interracial. Era legal que los negros y los blancos se casaran entre sí desde 1887. De hecho, solo había sido ilegal durante unos años al principio de la guerra de Secesión. La ley de Kentucky contra el matrimonio interracial, en cambio, estaba en vigor desde que se había constituido el estado. ¿Quién iba a imaginar que unos kilómetros de agua podían cambiar tanto las cosas? Me sentía a la vez perpleja y admirada.
Además, suponía que Robert querría casarse conmigo. Yo solo tenía diecisiete años recién cumplidos ese otoño, y Robert tenía dieciocho, pero no era inusual casarse joven. A la gente de nuestra edad se la consideraba adulta a todos los efectos prácticos. Varias de mis amigas habían dejado la escuela pronto y llevaban uno o dos años casadas, y unas cuantas chicas que yo conocía, especialmente las de familias menos favorecidas, ya llevaban una o dos criaturitas colgadas de las faldas.
No había previsto casarme tan joven; mis objetivos primarios, aunque inciertos, habían situado el matrimonio algo más lejos en el tiempo, unos cuantos pasos por detrás de hacer algo importante en la vida.
Pero una cosa está clara: cuando uno se enamora, toda razón sale volando por la nueva ventana que se abre en el cerebro.
Estaba segura de que podría convencer a Robert de que era lo mejor.
A fin de cuentas, si estábamos legalmente casados, ¿quién podría separarnos? Quizá no seríamos novios todo el tiempo deseable, ni tendríamos tiempo de descubrir las cualidades y los defectos del otro antes de dar el paso final. Quizá no conocería a Robert tan bien como si nuestras circunstancias nos hubieran permitido ese privilegio.
Sin embargo, de algo estaba segura: lo amaba, y no podía imaginar que nada ni nadie pudiera hacerme cambiar de opinión. Quería pasar el resto de mi vida con Robert. Si para eso debíamos casarnos enseguida en vez de ir aproximándonos poco a poco a la dicha conyugal, lo haría.
Rezaba para que él pensara lo mismo.
Saboreé todo lo que pude la noticia, intacta, antes de coger papel y pluma para escribir mi primera carta a Robert en casi un mes. Esperé toda la cena, durante la cual me atraganté con el puré de guisantes cuando mi padre me preguntó cómo había ido mi investigación. En medio de la euforia, había olvidado mi excusa para llegar tarde: que tenía que quedarme después de clase a buscar información para un trabajo trimestral. Por un instante temí que algún colega de mi padre me hubiera descubierto, incluso espiado, mientras me empapaba de la letra pequeña de las instrucciones para solicitar una licencia matrimonial en Ohio. Al no encontrar en ellas nada que supusiera un callejón sin salida, le había preguntado a una empleada para asegurarme. Su expresión me resultó indescifrable, pero su silencio fue revelador. Por fin, me respondió:
—Bueno, supongo que no hay ninguna ley en contra. Por lo menos que yo haya visto.
—Entonces, si estas dos personas que le he descrito quisieran rellenar esta solicitud para obtener una licencia matrimonial, ¿aquí les estaría permitido?
Se encogió de hombros y volvió a su trabajo, como si no fuera capaz de reconocerlo en voz alta. Confié en que hubiera otro empleado cuando Robert y yo volviéramos, aunque imaginé que otro bien podría mostrarse horrorizado más que perplejo, e incluso rechazar la solicitud por otras razones.
—Mis estudios van de maravilla, papá —respondí en cuanto recobré el control del desafortunado maridaje entre oxígeno y guisantes.
Cuando empezó a diluirse la charla del día, pregunté si podía retirarme. En mi cuarto, me senté junto a la cama, pegada a la pared, y mordisqueé la pluma mientras estudiaba el modo de informar a Robert de nuestra inminente boda.
—Mi amor —empecé. No. Sonaba demasiado afectado, pese a la intensidad de mis sentimientos.
Opté por un comienzo directo.
—Querido Robert.
Cualquier otra cosa me haría parecer una niña, inmadura y en las nubes, en vez de una mujer madura con los pies en la tierra y que iba muy en serio.
A la mañana siguiente, a mi señal, Nell enseguida dejó de sacarle brillo al perchero para sombreros del pasillo. Se tiró de la oreja, pero con tal expresión de desconcierto que me di más de un toque en la barbilla para asegurarme de que lo había entendido. Probablemente se había preguntado por qué pasaban las semanas sin que intercambiáramos cartas, pero no me había interrogado al respecto. Más tarde, en mi cuarto, me saludó con gesto aprensivo. Me pregunté si Robert le habría hablado de mi ultimátum del bosque.
—Debes tener un cuidado especial con esta, Nell —le susurré—. No tiene que verla nadie más que Robert. Si alguien la leyera, tendríamos problemas.
Odiaba preocuparla más, pero era necesario que mi carta fuera directa de mis manos a las de Robert, y las de Nell debían ser las únicas intermediarias.
Suspiró y se la guardó en el bolsillo.
—Me asusta cuando habla así. Tengo la sensación de haber empezado algo que quizá no tendría que haber hecho. Yo solo quería que los dos…
La interrumpí.
—Esto es importantísimo para mí, y también para Robert.
A Nell debió de parecerle extraño que yo hablara por su hermano. Era ella la que se había criado con él, con tan poca diferencia de edad que a menudo los tomaban por mellizos. Le di una palmada en el lado del delantal donde escondía la carta, pero también yo me sentí abatida por el inmenso recelo que envolvía de nuevo su rostro.
—Más vale que vuelva a mi trabajo —dijo, y dio media vuelta.
«Isa, ¿has perdido la cabeza?», me escribió Robert.
«Sí, mi cabeza está perdidamente enamorada de ti», repliqué yo.
«No funcionará. Eres demasiado joven. Tienes demasiado que perder», respondió él.
Hice una pelota con el papel y la tiré a un rincón. La recogí, la estiré y escudriñé su razonamiento. Luego saqué un papel de cartas en blanco.
«No pienses en mí. Nada me retiene aquí. Serás tú el que tenga que posponer sus estudios. Serás tú al que perseguirán. Tienes razón, es inútil. Olvida mis desvaríos».
No los olvidó. En cambio, me mandó una lista detallada de argumentos que demostraban que el plan no funcionaría. Su análisis me hizo ver que la nuestra no era una causa perdida.
«Sé de estas cosas. ¿No será que, en realidad, no quieres estar conmigo? ¿Soy yo el motivo?», escribí.
Sabía que era manipulador y lo lamenté en cuanto envié a Nell con la nota. Le mandé otra al día siguiente.
«Lo siento. No debería haberte dicho eso. Por favor, perdóname por dudar de ti».
Pasó un fin de semana sin que tuviera noticias de él, y me resigné. Al final había demostrado lo egoísta que era. Pero entonces, una semana después, llegó la respuesta de Robert.
«No se me ocurre nada que pudiera ilusionarme más que unir mi vida a la tuya, pese a lo mucho que me aterra la idea. Sin embargo, el matrimonio no solucionará la mayoría de los problemas a los que nos hemos enfrentado como pareja, ni siquiera en Cincinnati. Que las leyes sean distintas no significa que la gente lo sea. Y no solo me juzgarían a mí».
«No soy boba —escribí—, aunque a veces me comporte como si lo fuera».
En cambio opté, como una boba, por soñar solo con el vestido y el sombrero que llevaría el día en que nos casáramos, con la dicha de nuestro hogar. Opté por ignorar lo que la gente mala podría hacerle a una pareja como nosotros. No quise imaginar nuestra vida sin el apoyo de mi familia, sobre todo el de mi padre.
Robert no se precipitó en su decisión.
«Isa, debes tener paciencia mientras investigo yo mismo el procedimiento de matrimonio en Cincinnati, para mi propia tranquilidad. Tendré que buscar trabajo, un lugar donde vivir. Llevaría tiempo. Ya te echo de menos más de lo que puedo soportar», me escribió.
Aunque también yo lo echaba mucho de menos, me distraía con las clases. Si aceptaba, quizá no terminara el curso yo tampoco, pero donde Robert y yo viviéramos podría matricularme y acabarlo, aunque fuera tarde.
Esperé su confirmación durante el resto del otoño. Sin embargo, las cartas de Robert todavía hablaban de sus estudios, un recordatorio tácito y no intencionado de que el matrimonio suspendería su codiciada formación, porque seguramente mi padre dejaría de ofrecerle apoyo financiero. Sin él, Robert tendría pocas posibilidades de pagar sus estudios, por no mencionar que estaría ocupado manteniéndonos a los dos. Pero yo creía que, igual que en mi caso, si él debía retomar sus estudios, encontraríamos un modo de hacerlo.
Por fin llegó el día. Durante las vacaciones de Navidad, Robert me escribió para anunciarme que había encontrado trabajo en un muelle del lado de Cincy del río. No pagaban mucho, pero sí lo suficiente para garantizarnos alojamiento en una casa de huéspedes. Robert confiaba en que no me avergonzara vivir en los barrios del West End, habitados principalmente por negros, con algunos orientales y cherokees esparcidos por aquí y por allí. No le quedaba otra elección: las mujeres que aceptaban huéspedes en otras partes de la ciudad le habían dado con la puerta en las narices cuando había solicitado un espacio para vivir con su esposa.
Su esposa. La expresión me aterraba e hipnotizaba a la vez.
«Isa… ¿quieres casarte conmigo?», me escribió.
«¡Sí, sí, sí! Quiero casarme contigo, Robert».
Sellé la carta y me la llevé al pecho antes de entregársela a Nell.
Robert creía que necesitábamos un aliado que nos ayudara con el plan. Nell me miraba con más recelo aún, y pasaba las cartas, más frecuentes ahora que Robert había vuelto de la universidad por vacaciones, sin apenas decir nada o mirarme. La distancia entre nosotras había vuelto a crecer, hasta que ya no pude soportarlo más.
Un día, cuando pasaba por delante de mi cuarto, la arrastré dentro.
—Nell, por favor, no estés triste. Esto es lo que queremos los dos, tu hermano y yo. Imagina que James y tú no pudierais estar juntos. Imagina que no pudierais veros en lugares públicos.
Bajó tanto los hombros que parecía que se le hubieran descolgado sobre las costillas. La obligué a sentarse en mi cama y me acomodé a su lado. Hacía años que no estábamos así, al mismo nivel, pero temí que se derrumbara si no la sostenía.
—Ay, señorita —dijo—, tengo tanto miedo por Robert y por usted que se me hace un nudo inmenso aquí. —Se señaló con los dedos el estómago e hizo una mueca de dolor, como si de verdad tuviera revueltas las entrañas. Lo entendí, aunque en mi caso la dosis de gozo con que se mezclaba el revoltijo lo hacía más soportable—. Hay gente muy mala ahí fuera… deseando complicarles las cosas a los dos. Solo porque digan que en Ohio es legal no significa que sea seguro.
Se secó las lágrimas con el borde del delantal y miró a otro lado, como si se avergonzara.
Habría querido asegurarle que nos iría bien, que en cuanto tuviéramos la licencia y la firmase un ministro del sacramento seríamos como cualquier otro matrimonio que conociera, pero hubiera mentido. En su lugar, apelé a un nivel distinto.
—Nell, tú eres como una hermana para mí. Estoy impaciente por que lo seas de verdad; cuando Robert y yo nos casemos, lo serás. —Abrió mucho los ojos y una pizca de placer iluminó sus iris, aun negando que nuestro plan pudiera funcionar o que, si lográbamos casarnos, los demás vieran las cosas como yo—. Y cuidaremos de tu madre y de ti. Te lo prometo. Haga lo que haga mi madre, cuidaremos de vosotras.
Si nos casábamos, seguramente despedirían a Cora y a Nell, y no podrían sobrevivir solo con los ingresos de Albert. Robert y yo habíamos acordado que él trabajaría en dos sitios para compensar lo que ellas perdieran. Yo también trabajaría. Su madre terminaría encontrando otro trabajo y Robert incluso pensaba que aquello instaría a James a pedirle matrimonio a Nell antes, aunque ya parecía inminente de todas formas. Habíamos previsto todas las contingencias que se nos ocurrían.
Levantó un poco los hombros.
—Es mamá la que más me preocupa. A James y a mí nos irá bien.
Asentí con la cabeza.
—Si voy a casarme, necesitaré algunas cosas —dije—. ¿Me ayudarás?
Aquello era una exigencia mucho mayor que cualquier otra. No era solo pedirle ayuda. Era pedirle que apoyara algo que iba a abrir una grieta entre nuestras familias, aunque las uniera por un punto minúsculo. Nell me cogió la mano y me la apretó con fuerza.